26.5.98

Infición campestre


Hay un montón de árboles que se queman allá afuera. Medio hemisferio --valga decir, un cuarto de planeta-- huele a chamusquina rural y sus habitantes lloran lágrimas de alquitrán y dejan hollín reseco en el pañuelo con que se suenan. Tabasco es un edén con tapabocas obligatorio y en las reservas ecológicas se agolpan el ozono y las partículas suspendidas.

Recuerdo que, en algunas poblaciones remotas de Oaxaca y de Centroamérica, los hablantes modernizaron ad ovum, y con toda la lógica del mundo, el verbo fumar, y le convirtieron la efe anacrónica y medioeval en una hache moderna, como la Academia manda:

--¿Tú humas? --preguntan cortesmente, adelantando la cajetilla.

--No, gracias. Humé hace ratito.

En estos días de sequedad ardiente todos, incluso los que no tienen el vicio, somos humadores, porque la Madre Tierra --o los narcos, o los campistas irresponsables, o los pastores y ganaderos, o los sembradores de maíz de siempre, según sea la designación de responsables de esta magna temporada de incendios forestales-- nos ha colocado en la atmósfera de una de esas tertulias existencialistas donde el bióxido de carbono se solidificaba entre los parroquianos que se pasaban la última colilla viva con la devoción que corresponde a la antorcha del fuego olímpico. Oh tempore.

Por culpa de los incendios y del calor ha muerto gente. Ya nos quedamos sin aire respirable y resultó que eso no era lo peor, porque los más sobrevivimos; nos estamos quedando también sin agua y, si la cosa sigue, acabaremos sin comida.

Se perderán muchas cosechas, en perjuicio de todos y, especialmente, de los perjudicados de siempre, es decir, de quienes pagan los platos rotos de los huracanes, de las ideas geniales de política económica y de otros desastres naturales y artificiales que acaban sedimentándose en sucesivas y pesadas costras de miseria.

La circunstancia es peligrosa y trágica, pero, vista desde la oposición ciudad-campo, no deja de tener un lado paradójico y hasta gracioso: al menos durante dos décadas, los habitantes de las urbes hemos vivido bajo el peso de la culpa por las emanaciones y los detritos venenosos de la industria y los automóviles. En forma inversa, salíamos al campo o a las poblaciones pequeñas a respirar ''aire puro''. Pero hoy, desde la campiña, nos llega una bocanada de contaminación pastoral, bucólica y globalizada que hace parecer salutíferas las humaredas del Circuito Interior en hora pico de día de quincena. Antier --domingo--, las calles defeñas, escasas de tránsito y con las fábricas cerradas, se ahogaban en los humos campestres procedentes de Guatemala y Chiapas. Los incendios de Morelos y Durango han cubierto de gases ciudades del sur de Estados Unidos. Las nieblas malignas de los bosques de Hidalgo se posan sobre las zonas industriales de Ecatepec y Tlalnepantla. Los carburadores e inyectores de los coches tosen y se atragantan en medio de la humareda que viene de los campos.

Se ha trastocado el orden tradicional de los factores contaminantes y esta catástrofe ambiental, la más grave en muchas décadas, no proviene de una refinería reventada, de una central nuclear fuera de control o de una aglomeración de coches, sino de una chimenea en la que se consumen cientos de miles de toneladas de sustancia orgánica y certificadamente biodegradable. A lo que puede verse --que no es mucho, dada la densidad de la humazón-- la coyuntura es demasiado grave como para proponer moralejas. Pero en medio del calor sofocante y de la irritación de ojos, nariz y garganta, quienes amamos las aglomeraciones de asfalto percibimos ahora que el campo ya no es sólo ese sitio donde los pollos corren crudos, sino también un foco insalubre de infición que amenaza nuestras ciudades. Los humos ahí están, pero el vernos reivindicados de esa manera insospechada y alarmante no significará que se nos suban a la cabeza ni que nos pongamos a cantar ''lero, lero''. Por el contrario, invitaremos a nuestros amigos y parientes que viven en el campo a que nos visiten en las urbes, en las cuales, por hoy, es posible respirar un aire un poco menos contaminado.

19.5.98

Confianza y avance económico


Deberíamos vernos en ese espejo de humaredas y manifestantes destripados que es Indonesia para entender los límites del modelo económico: se incrusta un país cualquiera en el mercado global, se le ofrece a su población acceso irrestricto a jeans y videocaseteras y se apapacha a los exportadores mientras se destruye el tejido social premoderno, ineficiente y poco competitivo. La cosa parece marchar y el país del ejemplo --todo un tigre-- empieza a cambiar sus harapos por el vestido de gala con el que formalizará su ingreso al Primer Mundo. Un buen día, a un operador de bolsa de Hong Kong le viene un hipo súbito, las finanzas regionales se vienen abajo como un tigre de papel y hay que correr a pedir prestados 43 mil millones de dólares al FMI para estabilizar la economía. El organismo suelta el papel, pero antes exige que le quites los jeans y las videocaseteras del Edén a los habitantes, es decir, que los vuelvas a dejar en grado de multitud harapienta sin valores agregados. El gobierno cede a la condición sin pensarlo mucho --después de 32 años en la gloria del poder, el cerebro del señor ha perdido tersura-- y el país revienta. Pero lo mejor de todo es la cara dura con que los hablantes anónimos del Fondo Monetario defienden su receta y, 500 muertos y 3 mil edificios incendiados después, afirman que ésta ''sigue siendo muy apropiada para la situación económica indonesia, restaurar la confianza y retomar el avance económico''. Claro, en cuanto los indonesios levanten el mugrero de sus disturbios y entierren esos 500 cadáveres que son tan poca cosa para la macroeconomía.

El problema es que los pájaros de la inversión foránea volaron en masa para escapar del archipiélago y de la mala costumbre de sus habitantes de sublevarse cuando ya no pueden con el peligro en que lo hace vivir, durante muchos años, un dictador envejecido: en las tres décadas que van de las matanzas de Sukarno a las de Suharto los indonesios no han aprendido a agradecer los empeñosos desvelos de su sátrapa ni los propósitos humanitarios del FMI. La combinación de estructuras políticas antediluvianas con modernización económica neoliberal es la receta perfecta para crear un potente explosivo social, tanto en las islas como en tierra firme.

La pretensión de anticipar --y evitar-- los terremotos económicos es tan disparatada como la de tener un control análogo sobre los sismos geológicos. Por hoy, la economía global es, en gran medida, un fenómeno inefable, por más que algunos pongan cara de que entienden algo. Estamos inermes ante los yakartazos eventuales. No es necesario contar con El Niño para arruinar las predicciones: el aleteo de una mariposa de Sumatra contribuirá a desencadenar un viento que destruya las milpas de Nicaragua.

Peor aún, el discurso ideológico correspondiente ha terminado por asumir que el conjunto de las sociedades humanas se comporta como una fuerza natural a la que no es recomendable oponerse. Toda actitud divergente cae en el error del voluntarismo y genera monstruos de la Historia. Deja actuar la mano invisible del mercado, sé paciente con las medidas de ajuste y algún día un remoto descendiente tuyo llegará al Paraíso colmado de jeans y videocaseteras y casas de tres recámaras con auto a la puerta.

La alternativa es si hacerle caso a ese precepto, y arriesgarse a pasar, tarde o temprano, por un viacrucis como el de Yakarta, o exigir a quienes corresponda que se introduzca en la globalidad desenfrenada y adictiva algunos elementos de racionalidad.

12.5.98

Gente de la calle


Ahora que la mayor parte de la humanidad vive en ciudades, la gente de la calle se ha convertido en una constante de la globalidad. Gamines, homeless, marías, en todos lados hay. En cualquier semáforo puedes toparte con dos o tres homeros o con catorce lazarillos de Tormes y ni te inmutas. La asistencia privada propone engordar las chequeras de sus fundaciones para quitárnoslos de enfrente y los policías cariocas recurren al método más simple de asesinarlos.

Los gobiernos urbanos de distintas latitudes empiezan a debatir entre ellas el problema y sus múltiples soluciones posibles: integrarlos, educarlos, meterlos a la cárcel, quitarles los parásitos y los malos hábitos, dejarlos en paz, encontrarles familias que los adopten, hacerlos productivos, encontrar la manera de que se ocupen de sí mismos.

En el fondo de estas complejas maquinarias para convivir que se llaman ciudades y sociedades, hay una enorme culpa colectiva al respecto: en Rusia, en Honduras o en México, todo mundo sabe que cada dólar que se desvía de los presupuestos sociales genera una fracción de nuevo indigente. Y estos individuos son criaturas de la economía: fueron arrojados del campo, de la habitación, del vientre materno o de la fábrica, en dirección a la nada. Pero están en nuestras calles, avenidas, camellones, glorietas, bulevares y esquinas porque se han resistido a reubicarse en La Nada, es decir, han rehusado morirse.

Algunos roban, pero siguen vivos. Otros se drogan, pero no se mueren. Los hay de once años, o menos, que se prostituyen de manera ocasional para hacerse de unos pesos, y viven con ello. En los umbrales de los edificios cerrados, en el fondo de las coladeras, entre cartones y trapos rebosantes de valor de uso y sin ningún valor de cambio, están espesamente vivos, tercamente vivos. El suicidio es, en todo caso, para los magnates arruinados, para los desempleados recientes que ven venir la pérdida de sus pertenencias escasas o múltiples, para los deprimidos de la clase media, para los desesperados que no quieren bajar un peldaño más en la escalera de la pobreza, pero no para quienes ya lo perdieron todo menos la vida. Esos se aferran a los últimos reductos de la existencia. Ante el hambre y la indiferencia y la intemperie y la contaminación y la agresión y las mafias que los explotan, ellos refrendan su determinación de seguir vivos. Como los indios contra tanta conquista, como los judíos ante la maquinaria del exterminio nazi.

Son una representación de la vida que trasciende las gazmoñerías humanas. Cuando los automovilistas y las damas de caridad nos ponemos pálidos y nos desmayamos porque hemos escuchado que la contaminación rebasó la norma, ellos siguen imperturbables, entre los escapes de los autos, su rutina de horas de conmiseración, humor o convencimiento mercantil. Cuando llueve, se mojan, a diferencia de los demás, que corremos a guarecernos para evitar el resfriado. Cuando los agreden los piojos o los policías, se rascan, se curan como pueden y siguen adelante. Su tarea es mantenerse vivos.

En las metrópolis modernas, la humanidad bien puede dividirse entre quienes habitan bajo techo y quienes viven en la calle. Los encargados de diseñar sociedades y economías forman, invariablemente, parte del primer grupo, y son responsables de haber creado o mantenido el segundo, cuya existencia es concebida como un grave problema. A ver si esas crecientes masas de humanos callejeros no resuelven, un día de éstos, que el problema es que haya tanta gente empeñada en joderlos.