29.9.98

Crónica de Semira


En Bélgica se están poniendo en práctica usos novedosos para las almohadas. De ello pudo enterarse Semira Adamou --20 años, refugiada, originaria de Togo-- a quien se le cumplió su sueño de permanecer para siempre en esa nación integrante y sede de la Unión Europea. El sábado pasado la enterraron en Bruselas, en medio de una manifestación en contra de la violencia policiaca.

La muchacha abandonó su país porque su padre se empeñaba en casarla con un señor de 65 años de edad que ya tenía varias mujeres, como es habitual en varias regiones africanas. En Bélgica no le fue mejor: desde su llegada hubo de enfrentar procesos de expulsión, seis en total, además de las condiciones de vida que corresponden a los inmigrantes africanos en el paraíso terrenal de la Unión Europea.

En una de esas ocasiones incluso la metieron a la fuerza en un avión de la línea aérea belga. Ella lo contó así: ''Ocho hombres me rodearon; dos guardias de seguridad de Sabena me forzaron, me golpearon por todo el cuerpo y uno me tapó la cara con una almohada. Los pasajeros acudieron en mi defensa y dijeron que abandonarían el avión si no me liberaban''.

En torno de Semira fue gestándose un movimiento contra las expulsiones de refugiados. El 21 de julio pasado se organizó una manifestación en su apoyo frente al centro de retención de inmigrantes en Bruselas. Muchos de los detenidos escaparon, pero ella estaba encerrada en una celda y se quedó allí.

El gobierno de Jean-Luc Dehane (coalición de socialistas y demócrata cristianos) insistió en devolver a la joven a su país natal, no sólo para cumplir con la ley sino también porque ésta empezaba a volverse un símbolo. Hace ocho días la policía volvió a introducirla a una aeronave de Sabena con destino a Lomé. Habiendo agotado todos los procedimientos legales para evitar su deportación, Semira estaba inmovilizada en aquel avión, con dos policías en los asientos contiguos, y con la perspectiva de llegar a Togo para enfrentar la ira de su padre y, seguramente, casarse a la fuerza con el vejestorio polígamo al que la habían prometido. Los pasajeros restantes estaban abordando la nave. No se le ocurrió otro recurso, entonces, que ponerse a gritar.

Fue una mala idea. Los dos guardias que custodiaban a Semira le pusieron sendas almohadas sobre la cara hasta que la joven cayó en coma. En coma la sacaron del avión y la llevaron a un hospital cercano al aeropuerto. Murió unas horas después. Uno de los policías que participaron en la muerte de Semira Adamou había sido sancionado, a principios de este año, por patear a un africano detenido que se encontraba tirado en el suelo, atado de pies y manos.

Este gendarme y su compañero alegan que no hicieron nada malo, y en esa afirmación cuentan con el respaldo del ministro del Interior, Louis Tobbak, quien presentó su dimisión dos días más tarde, ante el escándalo que se suscitó. De todos modos la renuncia no le fue aceptada: el gobierno de Dehane alega que ya ha habido demasiado barullo en las oficinas del Ministerio del Interior. En abril pasado dimitió Johan Vande Lanotte, luego de la fuga de prisión del pederasta Marc Dutroux.

La ley que regula las expulsiones de inmigrantes ilegales fue aprobada por el Parlamento en 1996 y establece métodos considerados crueles e inhumanos, como taparle la cara a los prisioneros con una almohada. Sus promotores alegaron en su momento que la aprobación de esas regulaciones era necesaria para contrarrestar el avance electoral del partido racista flamenco Vlams Block, que pide la expulsión simple de los extranjeros.

La muerte de Semira ha generado un profundo malestar en la patria de Jacques Brel, que por lo demás tenía algunas manchas en su expediente de derechos humanos. En el reporte de 1998 de Amnistía Internacional, se mencionan los casos de soldados belgas en Somalia --adscritos a la misión pacificadora de la ONU-- que torturaron y violaron a varios menores de ese país. A uno le causaron la muerte, al introducirlo por más de 48 horas en un contenedor metálico, sin comida ni agua, y en medio de un intenso calor.

El sábado, en Bruselas, durante el sepelio de Semira, los manifestantes se preguntaban si el gobierno sería capaz de fabricar una almohada lo suficientemente grande como para ahogar el escándalo.

15.9.98

Vergüenza


Desde la semana pasada, una de las obligaciones del ciudadano global es enterarse al detalle de las actividades genitales indebidas del presidente de Estados Unidos. Sin preguntarnos previamente si nos sentíamos a gusto en el papel de fisgones, todos los medios informativos del planeta se han esmerado en restregarnos en el hocico los pormenores de los encuentros amorosos entre un señor alto, fornido y canoso, y una joven de piel muy blanca y pelo muy negro.

En estos días, nadie que viva en una comunidad mínimamente informada puede eludir las escenas correspondientes: lectores, televidentes, radioescuchas, internautas y simples participantes de una conversación casual, tienen que asomarse por el ojo de la cerradura y mirar, así sea fugazmente, fragmentos escogidos del video porno producido por un fiscal enfermo y perturbado, y distribuido urbi et orbi por el Congreso de los Estados Unidos de América. Las audiencias logradas por este producto están a la altura de las superproducciones de Hollywood, o más arriba: a fin de cuentas, uno puede hacer caso omiso de Godzilla o de Titanic, pero para ignorar el informe de Kenneth Starr habría que ser ciego, sordo y analfabeto, y tal vez ni así. Al margen de que sintamos rubor, indignación moral, asco, regocijo, excitación sexual, intriga, ternura o nerviosismo, todos estamos metidos en esta exhibición implacable.

Lo que menos importa es el rango, la condición, el cargo de los protagonistas. En su mensaje del 17 de agosto, Clinton dijo que hasta los presidentes tienen derecho a la vida privada, y se quedó corto: olvidó mencionar que hasta los presidentes tienen, también, derechos humanos, y que la intimidad personal es uno de ellos.

Pero la justicia y el congreso estadunidenses, solícitamente auxiliados por una jauría mediática de dimensiones planetarias, han sentado un precedente monstruoso: en nombre de la ley, la intimidad de cualquier persona puede ser expuesta ante el público. Con tal de esclarecer una verdad jurídica, resulta lícito y aceptable que eso que Clinton, Pérez o Smith preferirían mostrar sólo a sus parejas y a sus médicos (como decía el viejo Georges), sea presentado al escarnio mundial. Y lo que se llama opinión pública fue convertido, de un día para otro, en uno de esos grupos de mirones ruidosos que celebran la erección enjaulada de un mico en el parque zoológico.

Asistimos a una extraña resurrección de los ritos medioevales en los que el coito real era sujeto a la certificación cortesana, pero ahora, gracias a los medios y las nuevas tecnologías, la escena se proyecta a escala planetaria. Frente a este naufragio de la individualidad, ante este empoderamiento de las instancias judiciales para husmear y exhibir las prácticas privadas de mutuo consentimiento, resultan deleznables las implicaciones políticas y judiciales del caso, así esté en juego el futuro de la presidencia más importante del mundo.

8.9.98

Desenlace bufo


Las superpotencias ya no son lo que eran. El angustioso encuentro de Clinton y Yeltsin en Moscú, la semana pasada, fue una notable tomografía de la desembocadura fársica de la guerra fría. El presidente de Estados Unidos sigue acosado por el fantasma de unos calzones que descendieron en un sitio inapropiado --la Oficina Oval de la Casa Blanca-- y cuya imagen lo persigue por todo el mundo como una maldición conservadora. Yeltsin, en su visible desamparo, encarna el fracaso de la construcción del capitalismo en Rusia. Más por estupidez que por maldad, la bolsa de valores de Moscú está logrando poner en jaque al sistema financiero mundial con una eficiencia que ya habría querido para sí, en sus mejores tiempos, el Politburó del Kremlin.

La imagen de los dos presidentes desvalidos me hizo rebobinar la película y recordar las cumbres de hace una década, cuando Ronald Reagan ocupaba la Casa Blanca y a nadie se le ocurría, por lo tanto, descubrir episodios sexuales en la Oficina Oval; en cambio, el anciano actor se empeñaba en despedirse del poder dejando tras de sí el sistema de fuegos artificiales conocido como la guerra de las galaxias, Mijail Gorbachov trataba por todos los medios de convencer al mundo que los comunistas no comían niños crudos y ambos nos tenían a todos, a fin de cuentas, con el jesús en la boca: tres años antes, en 1985, un nutrido grupo de intelectuales y premios Nobel se habían reunido para clamar por el desarme nuclear. Gabriel García Márquez escribió para la ocasión un texto memorable sobre la guerra atómica que se llamaba ''El cataclismo de Damocles'' y que La Jornada publicó en forma de cartel.

La región de Nueva Inglaterra vivía la bonanza económica producida por la sarta de empresas de tecnologías de punta que se instalaron ahí. Hace una década, en Manchester, New Hampshire, a orillas del río Piscataquog (''take me to the river...'', cantaban David Byrne y The Talking Heads), había un viejo edificio reacondicionado que ostentaba en su fachada la leyenda ''Automated Plasma, Inc.'' Media docena de señores vestidos de negro, con chaleco antibalas y AR-15 en posición de disparo, resguardaban la entrada. Una mañana me acerqué a preguntar qué cosa era el tal Automated Plasma y los rambos me ordenaron con firmeza que despejara el área. Por la tarde recibí en mi habitación de hotel la visita de un agente del FBI: me pidió que dejara de molestar a Automated Plasma, so pena de arriesgarme a una acusación federal por espionaje, y salió dando un portazo.

Hoy, la empresa en cuestión --que, según supe después, formaba parte del complejo industrial-militar-tecnológico de la guerra de las galaxias-- ha desaparecido del mapa y de la economía, y no van a revivirla ni siquiera las sugerencias disparatadas de algunos legisladores paranoicos que piden resucitar la Iniciativa de Defensa Estratégica para enfrentar las amenazas afganas o sudanesas. Por cierto: tal vez ya nadie recuerde que los misiles crucero, como los enviados recientemente por Clinton contra una fábrica sudanesa y un campo de entrenamiento en Afganistán fueron, en el momento de su entrada en servicio en Europa occidental, causa de una crisis entre la OTAN y el Pacto de Varsovia. Claro que a mediados de la década pasada los Tomahawk cargaban en la nariz un bebé de fisión de varios kilotones, no como ahora, que portan explosivo convencional.

En 1986 o 1987 Occidente conoció con detalles los últimos aviones de combate producidos por la Unión Soviética: los Mig 29 y 31 y el Su-26. Los expertos del Pentágono y de la OTAN quedaron realmente impresionados --y asustados-- ante aquellos portentos tecnológicos. Hoy, Rusia no puede darse el lujo de comprar los aviones de guerra que ella misma fabrica y anda vendiéndoselos a India, a Perú, a Siria o a quien se deje, a precio de venta de garage o, mejor dicho, de venta de hangar.

El mundo ha cambiado mucho en una década. No necesariamente para bien ni para mal sino, la mayor parte de las veces, para chistoso. El único poder mundial que sigue inmutable es el Vaticano, y es que allí nadie se ríe nunca.