30.1.01

Colombia en las noticias


En estos días Colombia ha estado presente en los medios de información porque a) ayer lunes su selección de futbol fue derrotada por la uruguaya en el torneo sudamericano sub 20, con una anotación de Javier Chevantón en el minuto 9, y porque, b) ese mismo día 11 personas, entre ellas cuatro niños, fueron asesinadas a balazos por hombres no identificados en el municipio de Hato Nuevo, departamento de La Guajira, en el noreste del país. Retomando la versión de la policía, Reuters atribuye el hecho a “los enfrentamientos y las venganzas entre las tribus indígenas que habitan esa región”, pero tanto esa agencia como AP destacan, a guisa de contexto, que las muertes ocurrieron en una zona en la que operan grupos paramilitares de ultraderecha. Las noticias colombianas de los días recientes pueden sintetizarse, pues (aunque toda síntesis distorsiona la realidad), en un balón dentro de la portería colombiana --que, según el reglamento de la FIFA, ha de medir 7.32 por 2.44 mts., y que puede estar dotada de redes de cáñamo, yute o nailon-- y 11 cuerpos metidos en sus respectivos ataúdes de longitudes diversas --porque entre ellos hay los de cuatro niños-- y cuyo material más frecuente, en zonas rurales como la referida, es la madera, por más que en las áreas urbanas de esta región del mundo proliferen las cajas mortuorias metálicas de distintos precios y categorías.

A decir verdad, el domingo se generó, en el país sudamericano, un tercer despacho de prensa: cinco miembros del ejército muertos por guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en el departamento del Casanare. Pero este hecho, a diferencia de los dos mencionados arriba, y que fueron consignados en notas largas (25 o más renglones), mereció sólo seis líneas de Europa Press: una por cada muerto, más el encabezado. Es entendible: por esos días, los combates entre los militares y las guerrillas, si no se saldan con un marcador de al menos varias decenas de cadáveres, son cosa que no conmueve ni interesa a casi nadie y cuyo valor informativo se considera tan poco relevante para el mundo como los resultados del futbol de tercera división.

Sin embargo, mañana miércoles el presidente Andrés Pastrana habrá de tomar una decisión de veras importante en el terreno de la guerra: prorrogar, o no, la desmilitarización de una zona de 42 mil kilómetros cuadrados que tiene su centro en el pueblo de San Vicente del Caguán, en donde han tenido lugar los hasta ahora infructuosos diálogos de paz entre su gobierno y la comandancia de las FARC. Ante la falta de resultados, muchas voces --civiles, militares y gringas-- presionan al mandatario para que interrumpa las gestiones pacificadoras, argumentan que la zona desmilitarizada sólo ha servido para que en ella la insurgencia se rearme y se fortalezca, y exigen que los militares tomen el control de la región. Tal vez Pastrana las escuche, porque su desgaste político es notorio. Tal vez decida, a pesar de todo, ampliar el plazo y proseguir la búsqueda de la paz. En cualquiera de los casos, en Colombia seguirá habiendo muertes violentas por un tiempo. Habrá menos, y por un plazo más breve, si las negociaciones siguen. En cambio, si el ejército es lanzado a partir de mañana a desalojar a los guerrilleros, la producción de ataúdes --de madera y de metal-- tendrá que adquirir un ritmo frenético para cubrir la demanda, porque entonces el marcador, para ambos bandos, será realmente abultado. De todos modos, a la larga, Pastrana mismo o un sucesor suyo tendrán que sentarse a negociar la paz sobre una montaña de muertos de todas las edades, de ambos sexos, de diversos oficios y de variada condición social.

Pero el rumbo que tome esa partida lo sabremos en las noticias de mañana.

23.1.01

Contestadora celestial


En su edición de esta semana, el boletín del Arzobispado de México, Desde la fe, además de dedicarle sus páginas centrales al 60 aniversario de los Legionarios de Cristo (incluso hay una foto de Marcial Maciel besándole la mano a un Karol Wojtyla que no parece muy preocupado en retirarla), despliega, en la contraportada, una graciosa composición titulada Contestadora celestial, con texto en letras amarillas, nubecitas de fondo y un auricular un tanto fantasmagórico.

En el subtítulo se plantea la hipótesis: "¿Qué sucedería si Cristo instalara una contestadora telefónica automática en el cielo?".

La fábula tiene desarrollos ingeniosos: “Imagínate rezando y escuchando el siguiente mensaje: 'Gracias por llamar a la Casa de mi Padre. Por favor selecciona una de estas opciones: Presiona 1 para peticiones. Presiona 2 para acciones de gracias. Presiona 3 para quejas. Presiona 4 para cualquier otro asunto.'

Imagínate que Dios usara esta conocida excusa: 'De momento todos nuestros ángeles están ocupados atendiendo a otros fieles. Por favor, manténgase rezando en la línea, su llamada será atendida en el orden en que fue recibida'”. Una de las opciones imaginarias de la hot line divina resulta ser una gotita de la bilis anticientífica que --aun en estas épocas-- rezuma la jerarquía católica: “Si deseas obtener respuestas a preguntas necias sobre los dinosaurios, la edad de la Tierra, dónde está el Arca de Noé, por favor espérate a llegar al Cielo”. Y así por el estilo, hasta culminar en el mensaje paradójico siguiente: “Nuestras oficinas están cerradas por Semana Santa. Por favor, vuelve a llamar el lunes”.

La moraleja es así: “Gracias a Dios que esto no sucede... Gracias a Dios que le puedes llamar en oración cuantas veces necesites... Gracias a Dios que a la primera llamada, Él siempre contesta... Gracias a Dios porque de nosotros depende llamarle en oración”, etcétera. Y firma la composición, como si fuera un desplegado, “Tu amigo, Jesús”.

Si el mensaje referido tiene algo de execración al uso generalizado de call centers --que son casi siempre frustrantes, abusivos e inútiles--, le asiste cierta dosis de razón.

Es imposible no sentirse rata de laboratorio ante esas voces femeninas sintéticas, entre serviles y autoritarias, y teñidas casi siempre por un acento de español de Miami, que le ordenan a uno oprimir el botón fulano del aparato para encontrar el queso o salir del laberinto. En su calidad de cliente, contribuyente, o simple “interesado”, uno percibe de forma irremediable, en la obligada situación de dialogar con un dispositivo electrónico, una suerte de maltrato digital.

Pero, para volver a la contraportada de Desde la fe, y habida cuenta de las diferencias de línea editorial entre ese órgano y la Revista del consumidor, parece que el mensaje no es necesariamente un señalamiento crítico al uso y al abuso de hot lines de alta tecnología, sino --tal vez-- que el diálogo con Jesús (que es Dios encarnado) no requiere de intermediarios.

Desde esa perspectiva, Contestadora celestial parece una crítica demoledora al propio clero. Porque, como cualquier católico medianamente informado sabe, ninguno de los trámites sacramentales es realmente indispensable para alcanzar la salvación y que El Altísimo no necesariamente ve con buenos ojos a gestores y coyotes.

A la postre, esa reflexión puede desembocar en actitudes semejantes a las de los iconoclastas o en posturas como la que retoma la película Estigma (más bien gore, y más bien mala), en la que Jesús, atormentando a una pobre muchacha que ni a creyente llega, pasa el mensaje “mi cuerpo es el único templo”, consigna supuestamente codificada en los rollos del Mar Muerto y supuestamente guardada en celoso secreto por el Vaticano porque indicaría que la Iglesia, en su conjunto (Roma, templos, curas, monjes, monjas, monasterios, cálices, hostias, vino, casullas, mitras, báculos, imágenes, veladoras, inciensos, maitines, santos y santas, beatos y beatas, Banco Vaticano, papamóvil, monaguillos, confesionarios, sillas gestatorias y ediciones de Desde la fe) no sirve para la maldita cosa si de llegar al Cielo se trata y que lo mejor es, en este propósito, hablar directamente con Jesús y no creer a sus pretendidos gestores, secretarios particulares, sucesores, cónsules o franquiciatarios.

Pero, como dicen los islámicos, Dios es más sabio, y la verdadera verdad es que quién sabe.

16.1.01

Elogio de la mentira


Pensándolo bien, la civilización dio inicio cuando un mono antropoide descubrió la manera de tomarle el pelo a un congénere y le anunció guerra cuando no era, comida donde no había o le ocultó un sitio perfecto para construir un refugio que no deseaba compartir. Ese mico anónimo (tan digno de recuerdo y agradecimiento como los también desconocidos inventores del fuego y de la rueda) sentó las bases para el desarrollo de la épica y la lírica, la tragedia y la comedia, la política, la publicidad y la mercadotecnia, la abogacía, el periodismo, las religiones, la diplomacia, la contabilidad y todos los recursos de la seducción, desde los que enumera Ovidio en El arte de amar hasta los que prescribe el Singles Weekly Report que llega por correo electrónico, previa suscripción con tarjeta de crédito.

No hay ámbito en las sociedades contemporáneas que no esté regido por complejos y sistemáticos ejercicios de distorsión de lo que cada quien entiende como la verdad. Desde los grandes organismos y conglomerados inter o trasnacionales como la ONU, la Firestone, el Vaticano o los cárteles de la droga, hasta los más humildes individuos que buscan trabajo o compañía afectiva, pasando por los partidos, los gobiernos de todos los niveles y las cadenas de televisión, prácticamente no hay un sujeto social que no emita con cierta frecuencia mentiras gordas y jugosas como cucarachas del trópico.

Poco a poco se ha ido aceptando, entre sonrisitas azoradas, que el discurso político está moldeado por pasiones e intereses; que los pasajes bíblicos más insostenibles son en realidad metafóricos; que el Wonderbra (para ellas) y la billetera Nino Gucci (para ellos) constituyen adendas necesarias al texto de Ovidio; que la arqueología es un reflejo más fiel de su propia época que de los tiempos que pretende explicar, y que la caca enlatada puede ser un producto excelente si se le anexa una adecuada y talentosa campaña de posicionamiento en el mercado.

Las ciencias duras fueron el último bastión para los incondicionales de la verdad, pero la física cuántica y el principio de incertidumbre lo echaron a perder. Hoy, las partículas elementales reciben nombres tan poéticos como “Encanto”, el cosmos resulta estar lleno de “túneles de gusano” y alrededor de los hoyos negros se forma un hocico gravitacional denominado “horizonte de sucesos”; con toda esa imprecisión verbal, pocos reaccionarán con escepticismo cuando, tras toda una vida de atención al acelerador de partículas, un físico célebre concluya que la realidad no existe.

Se miente para obtener ventajas, por diversión, para hacer daño, para hacer el bien, para crear obras de arte, para protegerse; para ser querido u odiado, para vender, para no comprar; se miente en el afán de comprender el universo, en el de preservar la paz y en el de ganar una guerra. Se miente, por sistema, como parte del proceso civilizatorio, por más que éste desemboque en normas éticas y legales que prescriben y ordenan la veracidad. Si esas reglas fueran seguidas a rajatabla habría muchos más divorcios, más quiebras, más guerras, más desesperanza, y las sociedades serían entornos mucho más infernales y despiadados de lo que son.

Pero el desgaste de las narraciones y los paradigmas han dado lugar a una acuciosa búsqueda, en todos los niveles, de la sinceridad como utopía. Utopía, porque el lenguaje humano no está hecho para transmitir la verdad, sino, en todo caso, para dar vueltas en torno a ella, en movimientos espirales que se acercan o se alejan de un centro inalcanzable: por fortuna o por desgracia no existen idiomas literales; todos ellos son superposiciones interminables de metáforas.

Una tarea humanitaria y pertinente para este arranque de milenio sería imaginar una ética un tanto menos burda, en materia de verdad y falsedad, que la que actualmente prevalece y que reconociera el papel de la mentira en la transformación del mono en hombre y pusiera fin a la forzosa ambigüedad con la que asimilamos las mentiras piadosas o las engañifas (que no pretendían hacerle daño a nadie) perpetradas por políticos como Clinton y Mitterrand, dos de los más grandes estadistas del siglo pasado y, por supuesto, mentirosos consumados.

Si lo anterior parece cínico y políticamente incorrecto, bastará con afirmar que todo lo dicho hasta aquí es mera ficción y que cualquier parecido con la verdad es mera coincidencia.