26.2.02

Humillación


El gobierno israelí juega con Yasser Arafat de manera parecida a los gatos que zarandean un poco a los ratones antes de comérselos. Por la ventana de la oficina del atribulado líder palestino asoman hocicos de 105 milímetros que husmean en los rincones de la habitación y luego se retiran unos cientos de metros, a fin de darle oportunidad al prisionero de que salga a tomar el sol en la Ramallah sitiada.

Las fuerzas armadas de Israel bombardean de manera regular las instalaciones de radio y televisión y las oficinas de la Autoridad Nacional Palestina. El aeropuerto de Gaza fue destruido y hasta una que otra fábrica es pasto de las bombas de Tel Aviv. Los guardaespaldas de Arafat suelen saltar por los aires tras los impactos de los misiles israelíes. Anteayer se realizó el funeral de un joven, de apellido Hayek, que llevaba a su esposa embarazada a un hospital para que diera a luz, fue acribillado por los soldados implacables de Ariel Sharon que, de paso, hirieron de gravedad a la mujer encinta.

Lo curioso es que el premier israelí, quien no sólo tiene fama pública de asesino de civiles inermes sino también de hombre listo, suponga que, en esas circunstancias, se ponga en actitud de suponer que su contraparte palestina todavía detenta alguna autoridad como para hacer justicia y sancionar los atentados terroristas que se fraguan en Gaza y Cisjordania y que, un día sí y otro también, golpean a la población de Israel y dejan entre ella un reguero paralelo de inocentes muertos. Es casi gracioso que Hillary Rodham Clinton, una mujer que no sólo es conocida por poner cara dura a las tormentas sino también por su agudeza, sea capaz de constatar, en voz alta, que Arafat “ha incumplido sus promesas”, como si el cautivo de Ramallah estuviera en condiciones de cumplirlas.

En las circunstancias actuales --y los gobiernos de Tel Aviv y Washington lo saben perfectamente--, depositar en las actitudes del presidente de la Autoridad Nacional Palestina las posibilidades de la paz en Medio Oriente es casi tan grotesco como lo sería el exigirle al sastre de mi barrio que erradique la epidemia de sida que agobia al planeta. Los jóvenes de Cisjordania y Gaza forman un caldo de cultivo desarticulado e incontrolable; no necesitan a Arafat para retorcerse de rabia y desesperación ante la atrocidad cotidiana de que son víctimas ni para emprender el camino del martirio terrorista, y no han de hacerles mucha mella las condenas de su (todavía) líder nominal a los atentados, ni han de sentirse demasiado impresionados por la autoridad de una policía cuyos cuarteles son bombardeados a diario y que parece más preocupada en atender a sus integrantes heridos que en emprender, entre su propio pueblo, una cacería de presuntos militantes suicidas.

El escarnio de Arafat no tiene más propósito visible que ahondar la exasperación entre los habitantes de los territorios palestinos y echar más leña a la hoguera donde se cuecen los atentados. Al gobierno de Sharon sólo le falta llevar al viejo líder palestino a una plaza de Ramallah, desnudarlo, pegarle plumas, hacerlo bailar y exigirle que, desde allí, ordene a los terroristas un cese de hostilidades inmediato. La humillación va dirigida contra la nación palestina en su conjunto:

-¿Este es tu presidente? Pues míralo en su habitación, impotente e inerme, tratando de escabullirse de la mirada devastadora de mis tanques.

De esa manera, Sharon se garantiza que la fábrica de atentados --la única fábrica que va quedando en la Palestina arrasada-- siga produciendo a todo vapor. La más grave amenaza para la seguridad y la vida de los israelíes no es Arafat ni Hamas ni Hezbollah ni la Jihad Islámica, sino su propio primer ministro.

19.2.02

Verdad y disparate


En su más reciente artículo (15/02/02), James Petras acusó a quienes criticamos un reciente exceso verbal suyo (Almeyra, Kraus, El Fisgón y el que escribe) de proferir en su contra “distorsiones, invenciones y acusaciones calumniosas”; nos describió como “individuos que supuestamente hablan desde la izquierda (que) se enfrascan en polémicas que recuerdan lo que León Trotsky llamó 'la escuela estalinista de la falsificación'” y como “voces autoritarias que convertirían el diálogo en monólogo por medio de la censura y la acusación difamatoria”, y nos regañó por practicar una “horrible virulencia” en nuestras respuestas a su texto. Por lo que respecta a la misiva de El Fisgón y mía, nos limitamos a cuestionar un juicio de Petras a todas luces desmesurado (que Estados Unidos es “el imperio... que rinde tributo al poder regional (Israel) y no al revés”) y la divulgación de una hipótesis --la supuesta participación de los servicios secretos israelíes en los atentados del 11 de septiembre-- que, hasta ahora, carece de fundamentos sólidos, como lo reconoció el propio autor: “Estas historias y sus autores se basan en no más que evidencias circunstanciales”.

Entre las verdades indiscutibles escritas por Petras en su artículo y en su respuesta hay una insinuación que, en ausencia de elementos de prueba, resulta un delirio conspiratorio o la semilla para una película de intriga; tal vez por eso, en su respuesta el autor ya no comenta “la relación entre los terroristas árabes y la policía secreta israelí” en torno a los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y se limita a informar sobre “la presencia de numerosos espías israelíes en Estados Unidos, antes y después del 11 de septiembre”, afirmación tan vaga que ya no es indicativa de nada: “numerosos” puede ser cualquier cosa entre, digamos, 12 y 70 mil, en tanto que la generosa referencia cronológica incluye cualquier momento entre, por ejemplo, el verano del 56 y el domingo pasado.

Por lo demás, en el primer artículo de Petras se consigna, entre datos duros, incuestionables y ciertamente valiosos, una mentira gorda y jugosa como cucaracha del trópico: que Israel “es, en realidad, un poder hegemónico” y Estados Unidos, un “imperio colonizado” que “maniobra para encubrir su servilismo” ante Tel Aviv.

A Petras lo ponen de muy mal humor los reproches porque algunas de sus argumentaciones lindan con las varias y famosas falsificaciones históricas de corte antisemita. Dice, en su respuesta, que “mi artículo jamás hizo referencia a todos los judíos de Estados Unidos (ya no digamos del mundo). Se refiere claramente a aquellos judíos que en Estados Unidos respaldan incondicionalmente la política de Estado de Israel”. Pero, en alusión a un presunto encubrimiento de una también presunta intervención israelí en los ataques del 11 de septiembre, escribió: “El silencio que impera indica la naturaleza vasta y agresiva de los poderosos partidarios de la diáspora judía”, lo cual puede ser interpretado como “todos los judíos de Estados Unidos” e incluso como “todos los judíos del mundo”, salvo, por supuesto, los que residen en Israel, los cuales quedan fuera del conjunto “diáspora”.

Petras piensa que hay en sus detractores un afán de censura, pero yo me alegro de que disponga de este espacio para verter su manera de pensar, que es, como la nuestra y como la de todos, una mezcla --supongo que honesta-- de palabras sensatas y de disparates. Él encuentra “horrible” y “virulento” el estilo de sus críticos; yo calificaría esta polémica en su conjunto --réplicas y contrarréplicas-- de “triste” y “aburrida”; por ello ofrezco amplias disculpas a los lectores y me comprometo a cerrar el pico, en lo sucesivo, ante los artículos de Petras, por muchas verdades que diga en ellos, o incluso si alguna vez descubre y divulga, basándose en hechos incontrovertibles, que la Unión Soviética fue, en realidad, un invento de los cubanos, o algo por el estilo.

12.2.02

El canto de Chávez


Popular, populista y populachero, con retórica de vendedor de baratijas patrióticas en un mercado de feria, Hugo Chávez representa un extremo de la frustración política latinoamericana. El otro, Fernando de la Rúa, quien por mandato popular partió al basurero a finales del año pasado, era prototipo, más bien, de parlamentario ilustrado, fogueado en universidades, buenos restaurantes y exilios esclarecedores. Ni el moderado progresista vestido de Armani ni el exaltado y sudoroso cuartelario han pasado la prueba de la política. De la Rúa dimitió pudorosamente --como lo prescriben las buenas maneras democráticas-- y dio paso a una cadena de presidentes cuyo más reciente eslabón se llama Eduardo Duhalde. Nadie conoce, en cambio, el futuro de Chávez. Si el descontento en su contra persiste y se acrecienta, los reflejos militares pueden llevarlo a atrincherarse en los jirones de su respaldo de masas y empujarlo a producir una matazón sin sentido que le haría daño a todo mundo y bien a nadie, ni siquiera a Estados Unidos. Ojalá que no. Ojalá que, si llega el momento de la sangre, Chávez tenga la sensatez o la cobardía, o el atributo o el defecto que se quiera, para tomar un avión y largarse a escribir sus memorias de gorila de izquierda.

Por cierto, las torpezas políticas del presidente venezolano no le dan la razón a Colin Powell. El actual secretario de Estado estadunidense tiene tanta autoridad para cuestionar la vocación democrática de un gobierno extranjero como un jefe de aduanas de Nigeria, porque el gobierno de George W. Bush --del que Powell forma parte-- es producto de un fraude electoral realizado en Florida a la vista de todo el mundo. Tampoco el coronel Pedro Soto y sus representados --si es que los tiene-- resultan adversarios serios y creíbles para el demagogo de Miraflores. El oficial de aviación tiene, tras de sí, el dudoso antecedente de haber sido edecán de Carlos Andrés Pérez, y no hay, en el abanico de la oposición venezolana, figuras prominentes no vinculadas con la corrupta clase política, cuya bancarrota hizo posible y hasta inevitable que el electorado pusiera en la silla presidencial a un militar golpista de boca fácil y vocación autoritaria. Pero la falta de calidad moral de los detractores de Chávez no va a ser freno para el deterioro (o la caída en picada) del actual gobierno, por la simple razón de que éste no tiene ninguna propuesta seria ni viable de nación, como no la tuvo De la Rúa ni la tienen, tampoco, los gobiernos neoliberales que aún medran en el continente.

El dato a considerar es que, cuando el mundo se integra y se transforma de manera vertiginosa e irracional, en estos países de acá no existe una idea clara de cómo participar en ese proceso, cómo reivindicar cierto grado de protagonismo en él y cómo, al mismo tiempo, seguir siendo países constituidos y no meros campos de acción para las franquicias. Suena horrible, pero la receta para resistir y ofrecer alternativas a economías y sociedades con cara de Ronald McDonald no se encuentra en los escritos de Simón Bolívar, Benito Juárez ni José Martí, por más que este último haya redactado un opúsculo profético contra el TLC y haya vislumbrado el poder actual de la Coca Cola. Bien harían los dirigentes en dejar descansar a los próceres en sus tumbas y ponerse a trabajar ante situaciones nuevas. En esta lógica, si Chávez pudiera rescatar lo que queda de su gobierno, tendría que empezar a estudiar el mundo que es y dejar sus conjuros de resurrección del Libertador para sus tiempos --ojalá apacibles-- de ex presidente. De otra manera, su discurso se convertirá, más pronto que tarde, en un canto de cisne (sea cisne o patito feo) y su gesta demagógica será una contribución más a la frustración de las sociedades latinoamericanas ante sus gobernantes de todas las tendencias.