30.4.02

Danielle Shefi


Ariel Sharon logró su propósito de matar a buena cantidad de palestinos. Algunas de las ocupaciones documentadas de los muertos eran: terroristas, panaderos, inválidos desempleados, amas de casa, niños, enfermeras y deficientes mentales. También consiguió evitar que la ONU constate los crímenes de lesa humanidad cometidos por sus fuerzas armadas en Jenin, Ramallah y otras localidades.

Yasser Arafat consiguió su objetivo de salir de su cuartel general destruido y de volver a su vida ajetreada y emocionante en las reuniones internacionales, a sus funciones de jefe de Estado ?aunque el Estado en cuestión haya quedado reducido apenas a algo más que unas ruinas humeantes y una horda de sobrevivientes misérrimos, dolientes y humillados? y a sus sesiones de fotos tomado de la mano de cuanto presidente se cruce en su camino.

Dos criminales palestinos, vestidos con uniformes del ejército israelí, y disfrazados ante sí mismos de mártires patrióticos, consumaron su designio de asesinar a la mayor cantidad posible de civiles judíos --hombres, mujeres y niños-- y lograron, además, la recompensa insólita y excepcional de escapar con vida del lugar del crimen.

Danielle Shefi, en cambio, no pudo cumplir con los objetivos que suelen ser comunes a todas las niñas de seis años: crecer, ganar masa corporal, alcanzar la pubertad y la adolescencia, llegar a la vida adulta y pasar por amores, estudios, hijos y mascotas, tener algo de dinero, tal vez un piano, seguramente una computadora.

Danielle Shefi era israelí, tenía seis años, vivía en el asentamiento judío de Adora, cerca de Hebrón, implantado a sangre y fuego en tierras árabes, y la muerte le llegó junto con otros tres colonos del enclave, cuando dos criminales palestinos decidieron hacer, con unos civiles aterrorizados, lo que las tropas de Sharon han venido haciendo en Ramallah, en Belén, en Tulkarem, en Nablus, en Jenin: asesinar gente casi siempre inerme y casi siempre inocente. Así murió Salwa Hassan, hace tres semanas en Rafah, y así han muerto docenas de niños israelíes y palestinos, en una guerra particularmente estúpida, que se alimenta a sí misma y que no va a detenerse por más que Sharon logre sus propósitos homicidas del momento, Arafat consiga su ansiado pasaporte de vuelta a los cocteles y dos criminales de filiación política y religiosa incierta, pero seguramente palestinos, se sientan invadidos por el gozo enorme y pueril de haber dado muerte a cuatro de sus opresores, uno de los cuales resultó ser una niña de seis años.

Con esos cuatro homicidios de Adora, los terroristas pueden estar seguros de haber dado a Sharon razón política suficiente para destruir más viviendas palestinas con todo y sus habitantes adentro. Con el arrasamiento de Jenin y las atrocidades cometidas en otros puntos de Cisjordania, el gobernante israelí puede contar con que ahora mismo, entre los escombros de las casas destruidas, entre almohadas destripadas, pedazos de muebles domésticos y manchas de sangre seca, una nueva generación de terroristas se prepara para realizar nuevos y abundantes atentados contra civiles israelíes.

Daría casi cualquier cosa por persuadir a mis amigos israelíes y judíos de que Ariel Sharon no es su Winston Churchill, sino su Slobodan Milosevic, y que el hombre está causando a Israel y a los judíos un daño incalculable. Naomi Klein acaba de señalar, con lucidez dolorosa, que “...cuando el antisemitismo crece, al menos en parte como resultado de sus acciones, es el propio Sharon el que de nuevo recolecta los dividendos políticos”.

Por ahora me conformo con escribir dos nombres propios, uno al lado del otro, con la esperanza absurda de encontrar, en medio de la injusticia y la barbarie, un mínimo vínculo de hermandad, aunque sea el de la muerte: Danielle y Salwa. Salwa y Danielle.

23.4.02

Jenin no existe


Todo lo que se ha publicado sobre el campo de refugiados de Jenin es mentira y no hay evidencias que lo demuestren. No hubo masacre de palestinos, no tenemos nada que ocultar, dijo a la prensa, el jueves de la semana pasada, Rafi Laderman, portavoz oficial del ejército israelí, frente al montón de escombros sazonado con trozos de carne humana.

Jenin no existe, y Saramago y Soyinka padecen un exceso de imaginación literaria; Jenin no existe, y los enviados de la ONU han sido comprados por el petróleo de los árabes; Jenin no existe, y la prensa del mundo se volvió antisemita de la noche a la mañana; Jenin no existe, y las fotos de los muertos son una adulteración de la realidad lograda gracias a la magia de Photoshop; Jenin no existe, y quien sostenga lo contrario es racista y desea la extinción del Estado de Israel; Jenin no existe, y quien diga otra cosa es partidario del terrorismo internacional y enemigo de la democracia.

“Jenin no existe”, gritan a coro los funcionarios del gobierno israelí, desde los que, como Ariel Sharon, llevan un fusil de asalto metido en el sistema nervioso, hasta los predicadores de la paz, como Shimon Peres, quien parece convencido de que la fundación de un Estado palestino pasa obligadamente por el previo exterminio de sus habitantes. “Jenin no existe”, dice toda la maquinaria de relaciones públicas del Estado de Israel, fundado para la salvación de un pueblo y hoy convertido en una bien aceitada máquina para la destrucción del otro.

“Jenin no existe”, explican, señalando el mapa, George Bush y Colin Powell y Condoleezza Rice. Aquello fue una alucinación colectiva del mundo, un mal sueño de los izquierdistas, una indigestión de los que pregonan el apocalipsis. En cosa de semanas, de meses a lo sumo, la humanidad se habrá repuesto de esa pesadilla y de su olor a carne humana chamuscada y podrá despertar a una hermosa realidad de pláticas de paz en salones con aire acondicionado, botellas de agua mineral y banderitas impecables. Puros delirios del antisemitismo, las imágenes de casas demolidas a punta de misiles y disparos de tanque, con todos sus habitantes dentro --pinche abuela terrorista, pinche bebé terrorista-- volverán al imaginario colectivo del que nunca debieron salir, y podremos quitarnos de la cabeza esa idea horrenda de que el Estado de Israel es culpable de genocidio, y que en esa culpa le acompañan, por aplauso o por omisión, los gobiernos de eso que se llama a sí mismo “mundo civilizado”.

Supongamos, sin conceder, que haya sido excesiva la comparación entre Auschwitz y lo que las tropas israelíes han perpetrado en estas semanas en los asentamientos palestinos. Pero ahora, sobre el ripio maloliente de lo que fue Jenin --y que ya quedamos que no existe, ni existió nunca, así que no importa--, el gobierno de Israel proclama que todo lo ocurrido son mentiras, y uno recuerda que, en el discurso neonazi, Lídice no existió nunca, los aviones de la Luftwaffe dejaron caer flores sobre Gernika, y Dachau y Auschwitz eran, en realidad, centros de beneficencia. La enorme diferencia, en todo caso, es que las atrocidades del Tercer Reich son verdades lacerantes pero históricas, documentadas y probadas, y que, en cambio, Jenin, con sus cientos de muertos, con sus abuelas despellejadas y sus bebés destripados, con la peste de los cadáveres en plena calle, con sus ambulancias reventadas por los helicópteros, con sus tomas de agua balaceadas y sus camas incendiadas, Jenin, pues, el que todos vimos en la tele y los diarios, ese Jenin martirizado y símbolo mundial de ahora en adelante, no existe.

16.4.02

Mohammed Abed Ar'ouf


Conocido entre sus fieles palestinos por el seudónimo de Abu Amar, Yasser Arafat ha estado viviendo muy cerca de la muerte. En su despacho de Jerusalén, Ariel Sharon lanzó al aire una moneda. Si caía olivo, tendría que permitir que el viejo líder palestino viviera; si caía calavera, ordenaría el bombardeo final de lo que queda del cuartel general de la Autoridad Nacional Palestina en Ramallah. Los misiles de los helicópteros Apache y de los aviones Fighting Falcon, y los proyectiles de los tanques Merkaba tienen una enorme capacidad de destrucción. Es poco probable que el organismo llamado Arafat, y quienes lo rodean, sobrevivieran a un ataque masivo con esas armas. Esta disyuntiva de Sharon no ha terminado, a pesar de la visita de Colin Powell y aunque el ejército ocupante esté permitiendo, en un rasgo de graciosa piedad, el levantamiento de los cadáveres que ya apestan en las calles de las aglomeraciones palestinas. Por ahora Arafat sigue vivo, aunque la paz de Oslo esté muerta.

El cerco de Ramallah puede quedar sólo como una más de las circunstancias extremas de las muchas por las que ha pasado este hombre bajito, simpático y feo que parece tener más vidas que un gato y más biografías divergentes que Cristóbal Colón, y cuya zigzagueante y larga carrera política resume varios asuntos cruciales que marcaron la segunda mitad del siglo pasado: la liberación nacional, el nacionalismo, la lucha armada, el terrorismo, la democracia, la corrupción, la cooperación internacional, la negociación, las alianzas con el extinto bloque socialista y con los aún vigentes movimientos político-religiosos emanados del Islam.

Muy pocos ciudadanos del mundo, quizá ninguno, aparte del propio Arafat, podrían ostentar semejante currículum: estudiante exiliado, ingeniero en Kuwait, guerrillero y combatiente clandestino (no más ni menos terrorista, en su pasado, que Sharon, Rabin, Begin y que el propio Peres), orador en la Asamblea de la ONU, premio Nobel de la Paz, presidente y, de vuelta, combatiente acorralado por los tanques. Pocos como él, salidos de la nada, han conseguido tanto: la conformación, en la resistencia, de una identidad nacional, el acceso a los grandes foros mundiales, la legitimación de la causa palestina, la firma de la paz y el retiro de las tropas israelíes de Gaza y Cisjordania. Ninguno como él para sobrevivir a pérdidas y derrotas tan aplastantes: la ocupación de Cisjordania y Gaza en 1967, la masacre de palestinos en septiembre de 1970 en Jordania, la expulsión de Líbano, en 1982, en medio de un enfrentamiento fratricida entre facciones palestinas, y ahora, en un nuevo siglo, la reocupación de las tierras ancestrales por el enemigo de siempre.

Quienes lo aborrecen lo tachan de criminal sanguinario y carente de escrúpulos. Sus incondicionales --palestinos o no-- lo tienen por símbolo máximo, y casi sagrado, de la nación palestina y, en general, de la lucha de los oprimidos y los condenados de la tierra. Los fanáticos islámicos y los radicales laicos le critican su disposición a las concesiones y su renuncia a destruir Israel. Quienes pretenden verlo con objetividad le admiran su tenacidad y su heroísmo y le reprochan la corrupción y el burocratismo de las instituciones palestinas.

En medio de todos, en el centro del interés mediático mundial --así en la paz como en la guerra, así en la victoria como en la derrota--, Arafat sigue siendo un enigma. ¿Qué estará pensando el viejo líder en estas horas amargas, rodeado de muertos y de escombros, pero física y políticamente vivo a fin de cuentas?

9.4.02

Salwa Hassan


El sábado pasado en la localidad de Rafah, en la franja de Gaza, los soldados de Israel, en ejercicio del legítimo derecho a la defensa de su integridad física y de su país (por algo el operativo se llama Muro defensivo), mataron a balazos a una peligrosa terrorista palestina de nombre Salwa Hassan.

Fue sólo un incidente en la vasta carnicería que tiene lugar en Medio Oriente en los días que corren, pero de esos pequeños episodios se nutre la inmensa victoria política, moral y militar que está forjando el primer ministro israelí, Ariel Sharon, en su guerra contra el terrorismo palestino y en su determinación por acabar de raíz con el eje del mal en su versión de los kamikazes sangrientos que pululan por Ramallah, Nablus, Belén y Gaza. No hay mejor manera de impedir un atentado que matar a su autora potencial cuando ésta acaba de cumplir seis años, como era el caso de Salwa, aflojar un poco la censura de prensa y procurar, de esa forma, que el cuerpo flácido de la enemiga sea exhibido en los medios del mundo por las agencias de prensa: un escarmiento redondo.

Sería injusto, dicho sea de paso, negarle al gobierno de Estados Unidos --que ha aceptado incorporar esa matanza como un capítulo (o un frente) más de su guerra mundial contra los malvados-- su crédito y su mérito en esa pequeña, pero significativa, victoria contra el terrorismo.

El discurso oficial sostiene que esta actividad criminal es dirigida, en la región que nos ocupa, por un hombre de más de 70 años, privado de comida, agua, luz eléctrica, telecomunicaciones y escapatoria, que deambula como un fantasma de sí mismo por las ruinas y corredores derrumbados de su cuartel general, y cuya silueta triste está siempre en las miras infrarrojas y en los apuntadores láser de los soldados israelíes que rodean el sitio. Esa versión, un tanto metafísica, ha empezado a perder adeptos. Parece más lógico suponer que el ectoplasma de Yasser Arafat ha migrado a todos y cada uno de los palestinos que aún permanecen vivos. Tal vez por eso, los ocupantes de Ramallah han perdido interés en cobrar la vida del viejo dirigente y se concentran, ahora, en exterminar a cuanto ser viviente se encuentran por las calles o en el interior de los hogares.

Independientemente de que Arafat se encuentre, o no, a la cabeza del terror, las tropas de Israel están haciendo el milagro de la multiplicación de los terroristas. Esta ocupación es, en realidad, una cuidadosa y programada siembra de odio en el corazón y en los ojos de cada habitante de Belén, Tulkarem, Ramallah, Rafah, Jenín, Jericó y otros nidos de agresores. La apuesta de Sharon es a largo plazo: las muertes de hoy en las tierras palestinas son semillas de nuevos atentados kamikazes en los que morirán más ciudadanos de Israel, y esos ataques habrán de justificar, a su vez, una nueva cosecha de cadáveres de terroristas niños, adultos y ancianos, en un mes indeterminado del año que viene.

En el léxico político de estos tiempos se recurre a la zoología para expresar atributos, cualidades o defectos de los dirigentes. Pero las palomas y los halcones, a diferencia de los humanos, no prestan atención a las fotos que se publican en los diarios ni experimentan, ante ellas, emociones específicas. Los terroristas palestinos, equívocamente calificados de “bestias”, no alcanzan a ver en los diarios o en la tele los cuerpos despedazados de sus víctimas inocentes ?niños como Salwa Hassan, entre ellas? porque, para cuando las imágenes de sus crímenes llegan a los medios, los cadáveres de los responsables ya forman parte de la escena.

Sharon tampoco es una bestia, ni un halcón ni una paloma, sino un ser humano. Pero él, a diferencia de sus enemigos acérrimos, vive para mirar la foto de una niña palestina muerta con balas de grueso calibre. ¿Y qué le ocurre, entonces? ¿Se compadece, aprieta la mandíbula y decide seguir adelante? ¿Se regocija en secreto porque ha librado a su pueblo de un peligro? ¿Se felicita por el dolor causado a los familiares? ¿Experimenta una excitación sexual que ninguna otra circunstancia puede ya brindarle? ¿Logra un orgasmo? ¿Mancha su traje de primer ministro? 

2.4.02

La gelatina


Uno de los rasgos más extraños y desesperantes de la dolorosa guerra florida (es decir, tácitamente acordada) entre el asesino que gobierna Israel y los asesinos que dirigen las facciones terroristas del bando palestino es la enorme diferencia de medios y recursos bélicos: el ejército de Tel Aviv tiene a su disposición aviones supersónicos, helicópteros artillados, tanques y misiles tierra-tierra, entre otras cosas, para descuartizar niños y ancianos de Ramallah, Belén y Tulkarem. Los terroristas del integrismo sólo cuentan con reclutas rabiosos y enajenados para enviar sus cargas explosivas contra los cuerpos inermes de niños y ancianos de Jerusalén, Haifa y Netanya.

Los carísimos artefactos bélicos de Sharon y los kamikazes de Hamas y demás fundamentalistas son, a fin de cuentas, igualmente eficaces y cumplen su tarea de muerte y destrucción con la misma capacidad, pero eso no elimina la vasta desigualdad entre un Estado constituido y formal, mundialmente reconocido y que cuenta con el respaldo incondicional de la máxima potencia bélica, financiera, comercial, tecnológica y política del mundo, y una tribu de desesperados y miserables que nacieron entre gases lacrimógenos, crecieron viendo morir a los suyos y atestiguando la destrucción de sus hogares y el saqueo de sus tierras, y que viven, hasta su muerte prematura, sagrada y estúpida, bajo una circunstancia de opresión absoluta.

Si no fuera tan humillante (y, por ende, tan trágico de consecuencias), casi daría risa el contraste entre el poderío militar de Ariel Sharon y la indefensión casi absoluta de Yasser Arafat, orillado a sobrevivir como rata entre los escombros de su cuartel general en Ramallah, sobre todo si se piensa que, en el terreno de las formalidades, ambos se han sentado a la mesa de negociaciones en pie de dignatarios. En este punto del acoso y el aplastamiento, si el gobierno de Israel creyera en sus propias acusaciones contra el líder palestino, técnicamente no tendría ningún problema para liquidarlo físicamente ni para capturarlo vivo y meterlo en una celda. Da la impresión, por ello, de que Sharon carece de ideas para enfrentar esta coyuntura, o bien que encuentra en ella un intenso deleite.

En esta desigualdad aterradora hay, sin embargo, un par de elementos de simetría que no habría que pasar por alto. El primero es que, con todo y la abrumadora superioridad israelí, el gobierno de Tel Aviv es tan incapaz de proteger a su población civil de los atroces atentados terroristas como la Autoridad Nacional Palestina (ANP) de defender a la suya de las criminales incursiones militares enviadas por Sharon. El segundo consiste en que las instituciones de Israel y la ANP tienen un grado de control muy parecido --es decir, ninguno-- sobre las expresiones más violentas de sus respectivas organizaciones. Eso quiere decir que Sharon no puede (y probablemente no quiera) garantizar la vida de los habitantes de los territorios palestinos, de la misma manera que Arafat no tiene la menor posibilidad de incidir (lo quiera o no) en la seguridad de los ciudadanos de Israel. La única diferencia en este punto es que el jefe de la ANP aún condena, con lo que le queda de respiración, y sólo Dios sabe si con sinceridad, los cruentos atentados de Hamas y compañía, en tanto que Sharon se esfuerza por justificar y legitimar las matanzas de palestinos a manos del ejército israelí. Pero se ha llegado a la guerra total y ese pequeño matiz carece ahora de relevancia.

En los tiempos que corren la conclusión es de una obviedad casi insultante: ni Israel ni Palestina están en condiciones de mantener vivos a sus respectivos habitantes --ya no se diga a los del odiado vecino--, y ese dato debiera bastar y sobrar para que la gelatina llamada “comunidad internacional” actuara en cualquiera de sus advocaciones (ONU, Unión Europea, OTAN, la que gusten) y enviara a la región una fuerza militar capaz de cuidar a israelíes y palestinos de sus adversarios, y hasta de sí mismos. La negativa a emprender una acción semejante o su postergación indefinida (esperar, por ejemplo, a que la cuota diaria de bajas llegue a un número cualquiera seguido de dos o tres ceros) es tan criminal como los helicópteros artillados de Sharon o las bombas humanas de Hamas. Pero la llamada “comunidad internacional” es una especie de gelatina, en ella las responsabilidades de Estado se diluyen sin problema y los golpes se absorben entre toda la masa, y es probable, por ello, que los jefes de Estado y de gobierno de Europa occidental, el bobalicón y simpático Kofi Annan y demás representantes de la Civilización, sigan departiendo en hermosos encuentros mientras israelíes y palestinos se sacan las tripas unos a otros.