28.5.02

Ghauri


La madrugada del último domingo, el Bush junior sudaba una pesadilla en la que los fantasmales responsables de la destrucción masiva se burlaban de él. El aliento cercano pero inatrapable de Osama Bin Laden le paseaba por el cuerpo y el mandatario se revolvía inquieto entre sus sábanas con estampados de Winnie the Pooh. A esa misma hora, en el otro lado del mundo, en un lugar ignoto de Pakistán, se elevó del suelo un cilindro de 135 centímetros de diámetro por 16 metros de alto y un peso de 15 toneladas. A pesar de sus dimensiones majestuosas, el aparato, rojo y puntiagudo, recuerda vagamente un pene de perro. Tiene la denominación técnica Haft-V, pero fue rebautizado en homenaje al rey afgano Shahbuddin Ghauri, quien, en el siglo XII de esta era, conquistó las porciones occidentales de lo que actualmente es territorio de la India.

El Ghauri metálico actual es, potencialmente, mucho más sanguinario que su predecesor de carne y hueso. El pájaro tiene un alcance de mil 500 kilómetros, suficiente para llevar su cabeza atómica de varias decenas de kilotones y hacerla reventar sobre Nueva Delhi o Bombay, las dos ciudades indias más importantes y populosas. Según el CDISS (Centre for Defence & International Security Studies (http://www.cdiss.org/hometemp.htm), la tecnología del misil fue un gracioso obsequio de los gobernantes chinos a sus amigos paquistaníes. No hay datos, en cambio, sobre la procedencia de la pintura roja de la punta, una pequeña obscenidad adicional a la que significa construir un artefacto para administrar la muerte a 9 millones de personas en Nueva Delhi (o 12 millones y medio, si el cilindro decide visitar Bombay) y destruir, de paso, el célebre Museo de Muñecas, el Jama Masjid, uno de los más hermosos recintos musulmanes de la ciudad, el Templo del Loto, consagrado en cambio al culto Bahai, o el Raj Ghat, donde fue incinerado Gandhi.

La India cuenta, por supuesto, con instrumentos de muerte de bajeza análoga, dispuestos a emprender un vuelo rápido y definitivo a Islamabad. También Israel dispone de tubos semejantes; por razones de costo/beneficio es poco probable que los aviente contra Tulkarem, Belén o Ramallah: a Sharon y sus aliados les resulta mucho más barato producir cadáveres de palestinos con armas convencionales, pero si un día de estos la tirantez entre Israel y los países árabes ya constituidos volviera a puntos de crisis, y si el genocida que gobierna en Tel Aviv lograra afianzar entre sus conciudadanos la idea de que los vecinos de Israel han vuelto a amenazar la existencia del Estado hebreo, habría que agregar Damasco, Bagdad y sabe Dios qué otras poblaciones, con sus parques, sus museos, sus iglesias y sus tiendas de helados, a la nómina de ciudades amenazadas por el holocausto atómico.

Mientras estas y otras cosas ocurren en sitios lejanos del planeta, separados de Washington por decenas de miles de kilómetros y por ocho o más horas de diferencia horaria, el Bush junior se revuelve en sus sábanas de Winnie the Pooh, acosado por las barbas con olor a cabra de Bin Laden, espantado por los bigotes de Saddam Hussein y atormentado por las arrugas de momia precoz de Muamar Kadafi. El humo de carne chamuscada que brotó durante días de los escombros de las Torres Gemelas sigue impregnando la mentalidad simple del mandatario. Quién sabe si los hipermalvados de Al Qaeda y los otros espantajos del eje del mal tuvieron alguna o mucha capacidad de destrucción y si aún conservan algo de ese poder satánico nunca demostrado. Pero mientras el Bush junior se orina de susto en su cama presidencial, sus aliados de Islamabad han puesto a punto el mecanismo para perpetrar el bombazo terrorista más cruento desde agosto de 1945, cuando Harry Truman acabó de un plumazo con cientos de miles de civiles inocentes en Hiroshima y Nagasaki.

21.5.02

Buenos días, Loro Sae


En la madrugada del domingo nació Timor Oriental como nuevo integrante de la comunidad de naciones. El viejo luchador independentista Xanana Gusmão fue investido presidente del nuevo Estado en una ceremonia en Dili, a la que asistieron también la mandataria indonesia, Megawati Sukarnoputri, el ex presidente Bill Clinton y el secretario general de la ONU, Kofi Annan, quien en ciertas ocasiones de fiesta unánime logra incluso hilvanar discursos emotivos.

Hay que recordarlo: la isla completa, situada entre los paralelos 8 y 10 y entre los meridianos 123 y 127, entre los océanos Índico y Pacífico, tiene 470 kilómetros de largo por unos 110 de ancho en su parte más gruesa, y una superficie de 32 mil 350 kilómetros cuadrados de los cuales 19 mil corresponden a su porción oriental. 19 mil 152, para ser precisos, si se agregan los islotes de Ataúro y Jaco. La porción occidental de la isla corresponde a Indonesia, mientras que la nueva patria se asienta en la porción oriental. En Malayo, “timor” significa, precisamente, oriente, y ante ese pleonasmo más vale pronunciar el nombre del país en tetum, el idioma local: Loro Sae.

Es un país pequeño, paupérrimo y escasamente poblado: 800 mil habitantes, desempleo de 70 por ciento e ingreso per cápita promedio de 55 centavos de dólar al día. Sus herencias coloniales destacables son el portugués sonoramente amestizado con las lenguas locales, el catolicismo mayoritario y los diez muertos por kilómetro cuadrado que dejó la última y delirante fase de la prolongada ocupación indonesia (1975-1999) que siguió a la salida de la isla de las tropas de Portugal tras la descolonización.

A partir de la invasión indonesia, el Consejo de Seguridad y la Asamblea General de la ONU emitieron varias resoluciones pidiendo el fin de la ocupación, pero ninguno de los gobiernos poderosos hizo nada para aplicarlas. Tal vez las cosas habrían seguido el curso invariable del exterminio (Timor Oriental tenía 600 mil habitantes en 1975, y de entonces a la fecha los ocupantes le han asesinado 200 mil). Pero el 12 de noviembre de 1991 las tropas de Suharto abrieron fuego contra los asistentes al funeral de Sebastião Gomes, un presunto miembro de la resistencia timoresa asesinado la víspera. 271 personas murieron en el lugar. Hubo 382 heridos y otros 250 “desaparecidos”, quienes, de acuerdo con testimonios de sobrevivientes, fueron arrestados y rematados a pedradas, o mediante la inyección de sustancias letales, en el interior de un hospital militar.

El mundo estaba ocupado en cosas más importantes (fue el año de la guerra contra Irak y el de la disolución de la URSS) y acaso no habría prestado mucha atención al suceso, pero entre los heridos había dos periodistas estadunidenses (Alain Nairn y Ami Goodman) que vivieron para contarlo. Quien tenga el hígado fuerte puede encontrar fotos y fragmentos de video de la matanza en el servidor de la Universidad de Coimbra. La noticia llevó al Congreso de Estados Unidos a suspender la ayuda militar a Indonesia y, en general, introdujo una dosis de vergüenza y sentimientos de culpa en las hasta entonces impasibles cancillerías de Occidente. También contribuyó a la difusión del drama timorés el Premio Nobel de la Paz otorgado en 1996 al obispo Dom Ximenes Belo y al dirigente maubere José Ramos Horta. Pero no fue sino hasta la caída de Suharto, en 1998, que se abrió una perspectiva real de solución para la autodeterminación del país negado.

En 1999, las tropas indonesias y sus grupos paramilitares perpetraron la última matanza (documentada por Amnistía Internacional), el mundo tomó cartas en el asunto y se envió una fuerza internacional a proteger a los timoreses y a organizar el referéndum de independencia y las elecciones generales. Fue una historia de éxito, como lo ha sido la de Namibia, y como no han podido serlo todavía las de Palestina y la República Árabe Saharaui. Pero Timor está apenas en el principio. Ahora deberá resolver el desesperante acertijo del desarrollo, de la consecución de niveles de vida decorosos y de la integración en la intemperie de la globalidad salvaje y depredadora. Ojalá que lo consiga. Buenos días, Loro Sae.

14.5.02

Infancia


A la larga, el cuidado de las crías hizo la diferencia entre los reptiles, ovíparos, y los mamíferos, vivíparos. Un hecho así de elemental, una discriminación básica entre las perspectivas de sobrevivencia y las de extinción, habría podido animar los trabajos de la sesión especial de Naciones Unidas en favor de la infancia que tuvo lugar la semana pasada en Nueva York, encuentro lucidor que reunió una apreciable masa de liderazgo mundial. Pero, a juzgar por los resultados, la humanidad no tiene ni instinto ni conciencia sobre el cuidado de sus cachorros, ha perdido interés en la viabilidad (hay cosas mucho más importantes, como mantener a raya la inflación y combatir el terrorismo) y sus dirigentes mundiales son estúpidos: los anima principalmente el afán de asegurar la transferencia de sus sillones de cuero y de sus camionetas blindadas --vehículos de doble tracción que fatigan de manera absurda el pulido asfalto de los centros de convenciones-- a sus propios nietos y bisnietos; creen que con ello asegurarán la persistencia de sus genes. Pero hablan en nombre de la humanidad y, deliberadamente o en virtud de una extrema inocencia, creen que sus propias familias y sus respectivos círculos sociales constituyen el conjunto de la especie.

Si las cosas siguen como van, los bisnietos burgueses de Kofi Annan, de Vicente Fox, de Alejandro Toledo, de la reina Sofía y de Bill Gates, entre otros de los invitados ilustres en Nueva York, sobrevivirán cercados por millones y millones de descendientes de los niños soldados, los niños sexoservidores, los niños famélicos, los niños sidosos, los niños drogadictos y los niños de la calle del presente. Los estadistas, funcionarios, empresarios y nobles que se dieron cita en el encuentro para ponerle sonrisitas de conejo a los problemas contemporáneos son responsables, por omisión, de una fractura de la especie en una vicemanada de bebés rosáceos, regordetes y tecnocráticos, por un lado, y, por el otro, en una horda gigantesca de tarados miserables. Unos y otros heredarán el mundo que habitamos y tendrán que compartirlo y convivir, y aquello será un infierno.

Las responsabilidades de la vida privada no pueden deslindarse --no del todo-- de las obligaciones sociales. Uno puede meter el dedo en un tarro de miel y después chupárselo, y sentarse a imaginar a su propia familia instalada en el bienestar logrado con el esfuerzo de toda una vida. Pero, del otro lado de la barda del jardín (mira qué lindas bugambilias, imbécil), acecha el resto de la especie. No siempre con rencor, no necesariamente con facturas personales, pero sí con todas las no resueltas miserias materiales y espirituales, lista para aplicar las leyes de la termodinámica y a disipar el calor en una vastedad de frío, a enfriar lo caliente, a compensar, a tejer de manera vertiginosa vasos comunicantes insospechados entre la opulencia y la carencia, entre el convento y el burdel, entre la crema contra las arrugas de la tía rica y las llagas expuestas del mendigo.

Pero ante esa perspectiva los asistentes al encuentro de Nueva York se conformaron con esbozar sonrisitas de conejo y con redactar una maravillosa carta a Santa Claus. Son, pues, responsables por omisión de permitir la persistencia de los infiernos creados por la humanidad para todos sus cachorros. Podrán esgrimir toda clase de pretextos para explicarle al mundo su manifiesta ineptitud --la precariedad de los consensos, el gradualismo obligado de las acciones, el realismo responsable que justifica el no hacer nada-- pero en el fondo saben que han fallado, que les han fallado a sus hijos, a sus nietos, a los bisnietos de sus prójimos y a los descendientes más lejanos de todo mundo, y que son por ello, tomados en conjunto o uno por uno, una impresentable vergüenza.