26.11.02

Ranas en Kaduna


La frustrada realización del concurso de Miss Mundo en Abuja, Nigeria, dejó un saldo de 215 muertos, medio millar de heridos, unas cuatro mil 500 personas sin vivienda, 22 iglesias cristianas y ocho mezquitas destruidas y severas violaciones a los derechos humanos, según datos de las tres de la tarde del domingo pasado. Además el episodio causó pérdidas económicas no difundidas, pero seguramente cuantiosas, para los organizadores del certamen y para las arcas del país africano.

Esta historia tan triste como estúpida debe de haber dejado un amargo sabor de boca entre quienes visten prendas de Banana Republic, pregonan la consigna bobalicona “piensa globalmente y actúa localmente” y han confundido los comerciales de American Express y Camel con descripciones reales del mundo contemporáneo. En sentido inverso, y si fueran un poco más perceptivos a las realidades sociales y culturales --y menos aficionados a la adrenalina inmediata del disturbio--, los globalifóbicos podrían adoptar a esos dos centenares de muertos nigerianos como ejemplo de las dificultades de globalizar y uniformar a la fuerza a una diversidad humana que no admite reduccionismos y cuyas necedades son plurales y, muchas veces, contrapuestas.

Un caso concreto es el choque de misoginias que tuvo lugar en Nigeria la semana pasada: la misoginia pragmática occidental, que todavía se dedica a comparar ubres, ancas y belfos en una feria en la que el ganado está compuesto por muchachas procedentes de todo el mundo, y la misoginia fóbica de los musulmanes más cavernarios, para la cual habría que reducir a las mujeres a su condición natural de incubadoras y, en todo caso, erradicarlas del paisaje cotidiano.

En las sociedades occidentales u occidentalizadas, los certámenes de belleza, con toda su vulgaridad, pueden ser ofensivos, pero resultan inevitables porque forman parte de la diversidad como valor compartido: el mercado la exige, los partidos la pregonan y ni las posturas feministas más beligerantes y radicales podrían abogar por la censura sin cometer un espectacular harakiri. En esas regiones del mundo, los detractores de Miss Mundo, Miss Universo, Nuestra Belleza y similares tienen claro que la única manera lícita de prescindir del espectáculo (unas pobres ranas hinchadas de ilusiones, que desfilan trabajosamente sobre unos tacones altísimos, convertidas en princesas a golpe de Revlon y Max Factor y que recitan frases de un manual de superación personal comprado a las carreras en el supermercado) es cambiar de canal, saltarse la página o apagar el televisor.

A quienes idearon el concurso en Abuja, Nigeria, no les pasó por la cabeza que, por esas latitudes, el evento no sería un insulto a la razón, sino a la religión de la mitad de los nigerianos. El gobierno de Lagos, ansioso por superar una proyección nacional manchada por las sentencias a muerte --mediante lapidación-- contra mujeres presuntamente adúlteras, se adhirió con entusiasmo al proyecto. Aquello ya no parecía un concurso de belleza --aunque sea en realidad una carrera de efectos especiales entre marcas de cosméticos--, sino de idiotez, y un imprudente redactor confirmó esa tendencia cuando escribió en el periódico This Day, de Lagos, que los musulmanes no tendrían por qué sentirse ofendidos con el certamen, porque si Mahoma estuviera vivo probablemente escogería a una de sus esposas de entre las concursantes.

La redacción del diario fue incendiada por turbas enfurecidas y en Kaduna, Abuja y otras ciudades, musulmanes y cristianos se dedicaron, durante tres días, a asesinarse mutuamente con machetes, hachas, armas de fuego y piedras: 215 muertos y medio millar de heridos, hasta las tres de la tarde del pasado domingo. El gobernador de Kaduna instruyó a las fuerzas de seguridad a que dispararan a cualquiera que vieran incitando a la violencia, y el resultado de esa sabia instrucción no se hizo esperar: mientras una parte de los policías y soldados se consagraban a cuidar a las reinas de la belleza, recluidas en el hotel Nicon Hilton de Abuja, el más elegante del país, otros se dedicaron a disparar a mansalva contra civiles en las calles de esa ciudad; se documentó, también, que en Kaduna los efectivos de seguridad sacaron a 15 musulmanes de sus viviendas, los ejecutaron y tiraron sus cadáveres a un río.

Consternados por la violencia y por sus pérdidas económicas, los organizadores rentaron varios vuelos charter para evacuar de Nigeria a sus ranas maquilladas y transportarlas, sanas y salvas, a Londres, donde habrá de realizarse, en un ambiente menos pasional, la feria ganadera.

19.11.02

Los cerebros de Tubinga


Las masas encefálicas de Ulrike Meinhof, Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jan-Carl Raspe permanecieron largos años al margen de los titulares, resguardados por sus respectivos frascos de formol en un laboratorio de la Universidad de Tubinga. Según la versión oficial, los propietarios originales de esos órganos se suicidaron en prisiones de alta seguridad de Alemania, entre el 9 de mayo de 1976 y el 18 de octubre del año siguiente. Ulrike y Gudrun, las mujeres, decidieron estrangularse, en tanto que Andreas y Jan-Carl optaron por un tiro en la cabeza. Hay numerosos indicios de que Meinhof, Baader, Ensslin y Raspe fueron en realidad asesinados por el Estado alemán, el cual, posteriormente, confiscó sus cerebros peligrosos para buscar el bulbo responsable de la personalidad incendiaria o la glándula que produce ideas terroristas.

En efecto, los cuatro occisos eran gente violenta y poco reflexiva, pero hay que recordar que en aquellos años la afición por las ametralladoras y las granadas de mano era políticamente correcta. Las máximas potencias militares buscaban desesperadamente el flogisto de la sobrevivencia nuclear --librar una guerra atómica y ganarla: he ahí el dilema--, Yasser Arafat se subía a la tribuna de la ONU con un revólver colgado de la cintura, las damas de la alta sociedad centroamericana organizaban colectas piadosas para sufragar los gastos de los escuadrones de la muerte, Estados Unidos provocaba un infierno en el sudeste asiático para implantar el paraíso de la democracia y la libertad, y nadie pensaba en las ocurrencias del Che Guevara de crear muchos Vietnams como un indicativo de trastornos que habrían requerido de ayuda profesional urgente.

En aquel entorno resultaba legítimo promover por cualquier medio la implantación de las propuestas propias para la felicidad universal, y en ese afán los dirigentes y militantes de la Rote Arme Fraktion (RAF; se estima que el grupo estaba compuesto por unas pocas decenas de activistas, dos centenares de elementos de apoyo y un máximo de 3 mil simpatizantes) no daban descanso a los gatillos. Para lograr su noble propósito de liquidar el capitalismo, los terroristas de la RAF incendiaron almacenes, asaltaron bancos, ejecutaron a jueces, fiscales y empresarios y, en colaboración con grupos palestinos radicales, secuestraron aviones repletos de burgueses. En respuesta, el gobierno de Bonn desató una represión desmesurada que causó mucho más daño al estado de derecho que los propios terroristas.

Con sus principales dirigentes en prisión, la RAF libró una guerra sin cuartel, a punta de aerosecuestros, para lograr la liberación de Meinhof, Baader y los demás. Uno de esos episodios fue el célebre desvío de un avión de Air France a Entebbe, Uganda, acción que fue abortada por comandos israelíes; el gobierno de Bonn replicó con un boletín en el que se informaba de la muerte en prisión, por ahorcamiento, de Ulrike Meinhof; el asunto culminó con el secuestro de un aparato de Lufthansa que iba de Mallorca a Frankfurt y que terminó en Mogadiscio, Somalia, en donde unos comandos alemanes liberaron a los pasajeros y mataron a tres de los cuatro secuestradores. Unas horas más tarde, las autoridades germanas aseguraron sin rubor que los cabecillas de la RAF que permanecían en la cárcel de alta seguridad de Stuttgart habían cometido suicidio colectivo. En todo caso, sus cerebros fueron preservados y encomendados, para su estudio, al profesor Juergen Peiffer, de la Universidad de Tubinga.

El pasado fin de semana se denunció la desaparición de los órganos. Peiffer aclaró que, cuando él se retiró, en 1988, dejó los órganos en un anaquel de su laboratorio y que no supo más. Nadie tiene claro si las masas encefálicas fueron hurtadas, si un intendente rompió por descuido los frascos y luego borró las huellas, si los cerebros decidieron pasar a una condición de clandestinidad aún más severa que la muerte clínica o si escaparon de su encierro para buscar un poco de afecto.

12.11.02

Terroristas


O es manriquismo a ultranza, pero hace 100 años la lucha contra los terroristas era mucho más fácil que ahora. Un puñado de conspiradores, casi siempre laicos y lúcidos, preparaban sus acciones durante muchas semanas y luego, plop, hacían volar por los aires a un zar o a un ministro. El finado recibía unos funerales solemnes, con el carruaje mortuorio tirado por percherones blancos, y a continuación el poder afectado iniciaba una cacería humana generalmente breve, que concluía con el ahorcamiento de él o los infelices que habían osado romper el orden público. Tales episodios no solían provocar dilemas morales en ninguno de los bandos --porque ambos estaban convencidos de estar en lo correcto-- y ni siquiera en el resto de la sociedad, cuyos miembros salían indemnes del trance. Eran guerras claras entre unos iluminados que combatían la atrocidad institucionalizada de los gobiernos mediante acciones igualmente atroces, pero aisladas y dirigidas específicamente a los directamente responsables de los abusos. Hoy, el conjunto de la clase política española puede rasgarse todas las vestiduras que quiera pero, en una fecha tan tardía como el 20 de diciembre de 1973, el homicidio del almirante Carrero Blanco, en pleno Madrid, a manos de ETA, generó una oleada mundial de simpatía y atracción hacia los asesinos, tan amplia como el repudio a las carnicerías de inocentes que perpetran, hoy, los separatistas armados.

Ahora, cuando los monarcas se han convertido en mera comidilla para escándalos sexuales y los gobernantes efectivos pasean demasiado blindados como para matarlos de un bombazo, no existe margen, salvo el siquiátrico, para felicitarse por las masacres de civiles que cometen los terroristas del presente, especialmente los confesionales, ni para aplaudir tomas de rehenes multitudinarias o ejecuciones de inocentes. Una cosa es toparse con la muerte porque eres carnicero del franquismo, o Somoza, o Pinochet, y otra, bien distinta, volar por los aires porque fuiste a comprar pan, o saliste a bailar, o tomaste un avión en un viaje de negocios.

El contraterrorismo, por su parte, también ha perdido la precisión en sus objetivos. Hoy ya no se contenta con ahorcar o fusilar a los responsables intelectuales y materiales de un atentado, sino que prefiere destruir todo su entorno. Así lo hace Israel en la Palestina ocupada, así lo hizo Estados Unidos en Afganistán, así lo hace Putin en Chechenia. A los restaurantes y centros comerciales destruidos (con todo y sus ocupantes, sí) en los atentados explosivos se responde con el arrasamiento de barrios, pueblos, ciudades y países. La dinamita y la goma-2 han sido sustituidas por sustancias mucho más potentes, pero la soga de la horca o el pelotón de fusilamiento han sido, a su vez, remplazados por fuerzas aéreas completas, dotadas de un poder de destrucción realmente cautivador.

Lo anterior viene a cuento porque a inicios de esta semana los líderes máximos de la Unión Europea acordaron con Vladimir Putin acciones comunes de lucha contra el terrorismo. Europa occidental se escandalizó cuando Milosevic arrasó a los bosnios y después a los kosovares. Ahora, en cambio, parece que van a ayudarle al gobernante ruso a hacer otro tanto con los chechenos.

5.11.02

Simulaciones


Fue en marzo, junio o agosto pasados, en una de las numerosas ocasiones en las que las fuerzas israelíes de ocupación han tenido a Yasser Arafat agarrado del cogote en una ruina de Ramallah, y cuando los soldados de Tel Aviv practicaban su puntería sobre los habitantes civiles en otros puntos de Cisjordania, una funcionaria del gobierno de Israel me hizo el favor de explicarme que esas medidas eran dolorosas pero que las autoridades de Tel Aviv no tenían más remedio que aplicarlas y que, ahora sí, se acabarían los atentados terroristas en los territorios israelíes propiamente dichos. No sé cuánta gente descuartizada han dejado los ataques dinamiteros perpetrados de entonces a la fecha en el campo israelí, cuántos palestinos han sido convertidos en cadáveres por las fuerzas de ocupación, y ya no parece relevante cuál de los bandos batea ahora en el turno de la venganza.

La simulación de humanismo del gobierno de coalición era tan escandalosamente inverosímil que Shimon Peres y los suyos hubieron de salir de escena y dejar solos en el poder a los entusiastas de la guerra. Pero los cambios en los gabinetes palestino e israelí, coincidentes en el tiempo, tampoco lograrán poner término a la carnicería; conseguirán, a lo sumo, poner en evidencia una doble simulación: la de una autoridad “nacional” palestina, que ha dejado de existir, y la de una democracia israelí “a la occidental”, que en realidad ha sido, desde siempre, rehén de integrismos políticos y religiosos y que carece de capacidad para negociar la paz.

Hace una semana Saddam Hussein provocó la hilaridad mundial al ganar, con ciento por ciento de los votos, un referéndum sobre su permanencia en el poder. Su triunfo superó incluso las cifras del Partido Comunista Cubano, el cual, cada vez que se ha consultado si debe seguir gobernando Cuba, se ha mostrado invariable y abrumadoramente de acuerdo consigo mismo. Estados Unidos, por su parte, ha demostrado ser una nación tan respetuosa de las minorías que hace dos años se le cedió la Presidencia a un hombre que perdió las elecciones.

George W. Bush no llegó a la Casa Blanca como consecuencia del sufragio popular mayoritario, sino gracias a las triquiñuelas electorales de su hermano Jeb, en Florida. Desde un primer momento dio muestras de su gusto por la mediocridad y la sombra, y acaso habría seguido así durante su periodo. En realidad, Bush hijo le debe la existencia a Osama Bin Laden, tanto como éste fue engendrado --política y administrativamente, al menos-- por Bush padre en los tiempos aciagos de la ocupación soviética de Afganistán. No está claro hasta ahora si la simulación reside en las amistades cruzadas entre las dinastías Bush-Bin Laden o en la confrontación sangrienta y costosísima en la que ambas partes dicen estar enfrascadas.

Hay muchos otros ejemplos. En lo inmediato, en este mundo uno no puede ya pasearse por ahí, con el riesgo de entrar en contacto con discursos oficiales, y sin intérpretes a la mano.