30.1.14

Las ranas 2.0 del
Condado de Calaveras



Recuerda uno al apostador Jim Smiley –referido por Mark Twain en uno de sus relatos– y a su rana Daniel Webster, entrenada durante tres meses para ejecutar saltos de longitud y hacerle ganar dinero a su dueño, y cómo un forastero taimado apareció en el Condado de Calaveras y, haciéndose el ingenuo, aceptó jugarse 40 dólares poniendo a competir a una rana cualquiera contra Daniel Webster, y cómo, a espaldas del propietario, le dio a comer al anfibio campeón unas cucharadas de municiones de plomo para luego desplumar al atónito Jim Smiley, cuya rana no brincó ni mucho ni poco sino que, por el contrario, se quedó “clavada en tierra tan sólidamente como una iglesia”.

Nada que ver. Tomemos de ese cuento el nombre del lugar y pongámoslo de hábitat para las ranas de esta historia, más modestas y ligeras que Daniel Webster, y que no han ingerido nada especial aparte de su dieta corriente de moscas y otros bichos. Lo de ellas es genético: han nacido con un microprocesador incorporado al organismo y algunos ambientalistas señalan la posibilidad de que ello se deba a una mutación genética provocada por los altos grados de contaminación imperante en el Condado de Calaveras y por las radiaciones de microondas que infestan la atmósfera debido al uso de teléfonos celulares y acaso también a un experimento que se ha salido de control. Algunos infieren que la situación forma parte de un plan perverso de alguna empresa fabricante de chips que se apresta a presentar reclamaciones por violación de patente en cuanto se compruebe que los dispositivos presentes en las ranas tienen un diagrama de circuitos que es propiedad intelectual de la compañía en cuestión. En una de esas, la corporación pretende exigir que se registre a su nombre los derechos de copyright por toda la fauna de la región en cuanto las cadenas alimenticias se contaminen con el gen malévolo. No está claro, por cierto, si los zancudos que forman parte del sustento de los batracios son portadores de la alteración, ni se ha sabido, hasta ahora, de un coyote infestado de tumoraciones en forma de microchip. Pero no importa: seguramente es cuestión de tiempo.

Lo que está claro es que no se puede permitir que el fenómeno siga ocurriendo a la luz del día y a la vista de todo el mundo. Hay que hacer algo para detener la amenaza; es preciso documentar, movilizarse, denunciar, informar a la opinión pública. Y un día te topas con un ejército de ciudadanos honestamente preocupados, irritados, exasperados, que te ponen enfrente una montaña de documentos, páginas web, folletos y videos que van de lo riguroso a lo delirante, pasando por las digresiones más inesperadas. Te pondrán frente a los ojos, por ejemplo, análisis tan bien fundamentados como espeluznantes sobre los altísimos niveles de plomo y cadmio presentes en las charcas del Condado de Calaveras. Te mostrarán fotos inobjetables de horribles deformaciones genéticas en algunos ejemplares de especies endémicas de anfibios. Exhibirán videos sobre la viabilidad de diseñar cyborgs –criaturas mitad biológicas y mitad electrónicas– y te recitarán el texto completo de a Ley Ambiental, y señalarán en ella, con un marcador amarillo, los párrafos en los que se hace manifiesta prohibición del vertido de sustancias tóxicas en los bosques tropicales y de la manipulación de cromosomas con propósitos comerciales. No faltará, desde luego, alguien que te pase el vínculo de un video en el que se registra la disección (perdón, la autopsia, porque hoy en día es incorrecto abrir en canal a un animal vivo, así sea con el más noble de los propósitos) de un espécimen alterado; allí se observa clarito cómo los bancos de memoria han reemplazado a las branquias, cómo el sistema digestivo ha cedido su lugar a lo que es, sin duda alguna, una fuente de poder, y cómo el vientre del animal se ha convertido en una pantalla táctil.

Desde luego, tú estás a favor de impedir por todos los medios legales y administrativos posibles los vertidos de compuestos no biodegradables en los cursos de agua. Crees que los transgénicos deben ser puestos en cuarentena por el tiempo que sea necesario –años, décadas, siglos– en tanto no estemos completamente seguros de que no son nocivos para los equilibrios ecológicos y para la salud, y en tanto no se lleve a cabo una codificación de salvaguardias legales para garantizar que su uso y proliferación no otorgue al dueño de la patente ventajas indebidas sobre productores, consumidores y países. Por otro lado, encuentras lógico, y acaso hasta inevitable, que la tecnología y la bioingeniería avancen en cursos convergentes, como lo han venido haciendo desde hace décadas –marcapasos, implantes cocleares, cápsulas inyectables de lenta liberación de fármacos, vértebras y caderas de titanio, por no hablar de implantes de tetas y de prótesis neumáticas para lograr erecciones en los impotentes– de manera que, un día no muy lejano, se pueda configurar un organismo tal y como hoy se arma un aparato electrónico.

Sea. Pero toda esta información no prueba la existencia de ranas con chips congénitos ni justifica que un creciente número de ciudadanos de bien se pasen días enteros metidos en el fango y con el cuerpo torcido en posiciones incómodas para videograbar anfibios con comportamientos sospechosos: “mira, que una rana común no brinca de esa manera”; “¿lo ves? ha abierto la boca por demasiado tiempo; eso es antinatural”; “es que sólo un microprocesador puede controlar los músculos de sus ancas en esa forma”. Y así.

–Pero, hasta ahora, nadie ha visto ranas con microcircuitos en las tripas –señalas, y de inmediato te rebaten:

–¿Pues qué crees que son todas esas ranas que te hemos mostrado?

–A ver, pero nadie ha presentado una cosa de esas en una universidad, en un centro de investigación...

Pobre de ti: no sabes que las universidades han sido sometidas para que oculten la información, como lo han sido los medios masivos y las academias científicas. Y entonces llega el momento de dudar y, por si acaso, revisas tu estado de cuenta para verificar que ninguna corporación de bioingeniería te haya hecho un depósito millonario. ¿Y si te sobornaron para que participes en el encubrimiento  y no te diste cuenta? ¿Y si a estas alturas ya tienes la bóveda craneana infestada de transistores? ¿No será tiempo de que te hagas una resonancia magnética cerebral? ¿Y si el laboratorio le hace Photoshop a los resultados de tu examen? ¿O será, simplemente, que eres tan estúpido que no logras eslabonar los datos empíricos de tal forma que te lleven a apreciar lo que es, a ojos de tantas personas honestas y conscientes, una realidad irrebatible?

Bueno, lo que es irrebatible es la creencia. Porque ésta no es una construcción lógica sino  un estado mental en el que algo es visto como verdadero, independientemente de que lo sea o no, y constituye el núcleo más primario, el más entrañable, de nuestra visión del mundo. Entonces te acuerdas de Mark Twain y su relato y decides hacer un acto de amor: vas a un tiradero de desperdicios electrónicos y compras medio kilo de ellos; luego pasas por la tienda de mascotas, adquieres una rana –no es del tipo de las que habitan el Condado de Calaveras, pero no importa mucho– llegas a casa, trituras unos circuitos impresos hasta dejar una especie de gránulos verdosos con motas negras, agarras al bicho (sí, estás cometiendo un crimen de lesa animalidad), le abres la boca y le metes a cucharadas algo de esa sustancia. Ya cagará un poco de silicio y eso será esgrimido como prueba contundente de la mutación. Finalmente, llevas la rana a la guarida de los creyentes, la entregas y les dices con humildad:


–Disculpen mi escepticismo; he sido muy güey y ustedes tenían razón.




28.1.14

¿Pueblo sumiso?


Y si alguien vive yo estaré despierto”
José Emilio Pacheco

Se ha escrito y dicho enormidades sobre la presunta pasividad de la sociedad mexicana y de su supuesta obsecuencia ante el poder oligárquico que devasta al país desde hace tres décadas y que ha eliminado o atropellado derechos básicos, ha vendido o se ha robado buena parte de la propiedad pública y ha entregado a México al saqueo transnacional. Pero es fácil desmentir esa apreciación con un apretado recuento de algunas de las rebeldías que han tenido lugar en ese lapso: ya desde 1988 la sociedad mayoritaria votó por sacar del gobierno a los tecnócratas neoliberales y a éstos les fue necesario perpetrar un fraude monumental e inocultable para conservar la Presidencia. Seis años después las comunidades indígenas chiapanecas se alzaron en armas, han resistido y a la fecha se mantienen en rebeldía y han desarrollado un modelo de desarrollo que es, en muchos sentidos, ejemplar. En 1997 la ciudadanía capitalina echó al PRI del gobierno de la ciudad. En el sexenio de Fox se sucedieron, entre otras, las rebeldías de los trabajadores de Lázaro Cárdenas y las rebeliones de Atenco y Oaxaca, implacablemente reprimidas por el “démocrata” Vicente Fox y por sus aliados priístas locales: Enrique Peña Nieto y Ulises Ruiz.

En 2005 la sociedad detuvo el intento foxista de fabricar un caso judicial que inhabilitara al aspirante presidencial mejor posicionado, Andrés Manuel López Obrador. En 2006 tuvo lugar una nueva insurgencia electoral, el régimen volvió a perder una elección federal y hubo de recurrir, de nueva cuenta, a la falsificación de la voluntad popular. Dos años más tarde la movilización social detuvo el primer intento formal de privatización de la industria petrolera y a partir de 2009 el Sindicato Mexicano de Electricistas se ha mantenido en pie de lucha, al lado de decenas de miles de usuarios de energía eléctrica que resisten los cobros arbitrarios y desmedidos. Durante el calderonato se multiplicaron las resistencias comunitarias a proyectos depredadores de “desarrollo”, como en La Parota, Temacapulín, Wirikuta y otros sitios. La violencia impuesta al país por el régimen desembocó en el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, el cual logró llevar a cabo importantes movilizaciones masivas. En el último año de esa administración desastrosa estalló el movimiento #YoSoy132, el cual asimiló con agilidad sorprendente la vieja noción de que el aparato mediático formalmente privado constituye uno de los pilares fundamentales del régimen oligárquico. El narcosexenio de Calderón se saldó con una nueva inmundicia electoral y una nueva imposición presidencial.

La resistencia civil pacífica encabezada por López Obrador ha desembocado en la constitución del Movimiento de Regeneración Nacional, del que se puede esperar que reinserte las luchas sociales y la propuesta de un modelo alternativo de país en un entorno electoral hoy dominado casi en su totalidad por el proyecto neoliberal. Se ha establecido un grupo plural de convergencia, la Unidad Patriótica por el Rescate de la Nación, que ha logrado acerar posiciones hasta hace poco irreconciliables. En estas tres décadas, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación ha emprendido innumerables movilizaciones en defensa de los intereses del gremio magisterial, la democratización del sindicato y mantiene, hasta hoy, una resuelta oposición a las reformas regresivas peñistas. A su manera, las policías comunitarias y los grupos de autodefensa, siendo tan distintos entre sí, constituyen también formas de rebeldía ante un poder que ha venido delegando en los cárteles el ejercicio de gobierno. ¿Pueblo sumiso?

En algunas personas florece una rebeldía interior que lleva el nombre de literatura. Es una de las más virulentas y peligrosas para este desorden establecido que padecemos. José Emilio Pacheco la practicó desde siempre y hasta su último día. Va para él una pequeña despedida que es también un reencuentro.

No podía creer que fuera cierto
cuando ayer por la noche, en mala hora,
supe la novedad demoledora
de que usted, José Emilio, había muerto.

Imperan la tristeza, el desconcierto,
y si la poesía lo deplora,
llora el país y la decencia llora
sus batallas 
librando en el desierto.

En esta soledad devastadora
nos queda por lo menos algo cierto
y un susurro de letras por aurora.

Ayuda, José Emilio, en el entuerto
saber que en esta tierra que lo añora
muchos 
viven y usted está despierto.

23.1.14

Nos fumigan



 

Aeronaves de todos los tamaños zumban por el espacio aéreo de las redes sociales y dejan a su paso estelas de un vapor blancuzco y letal (chemtrails). Están fumigando al mundo con virus de fiebre porcina o de gripe aviar, o bien con alguna ponzoña química de aplicación incierta en una operación de bioingeniería, o tal vez con el objetivo de bloquear la luz solar de manera paulatina para que proliferen los hongos y las personas sufran carencia de vitamina D. Por órdenes procedentes de Estados Unidos o de la OTAN, ha comenzado un genocidio en gran escala o, cuando menos, la ind--ucción de estados de apatía masiva mediante la dispersión en la atmósfera de “neuroactivos, nanotúbulos de carbono y otros productos biocompatibles”. Se multiplican los reportes en texto, foto y video, procedentes de Brasil, de España o de México. Esta semana las fuerzas aéreas de India y de Nigeria interceptaron y obligaron a aterrizar a aviones ucranianos fletados por la US Air Force para esparcir agentes biológicos no determinados.

El guión se complementa con la explicación fehaciente y calvinista de que las vacunas, en vez de evitar la enfermedad, la desencadenan y liquidan, no tan a largo plazo, al organismo que las recibe. O sea que estamos atrapados entre la maldad de los fumigadores asesinos y la perversidad de la industria farmacéutica mundial, dispuesta a exterminar a la especie humana; nos encontramos tan inermes como unas aves de corral bajo una lluvia de ácido sulfúrico. Y sí, así estamos.

Es impresionante la fidelidad con la que las leyendas urbanas retratan los estados de ánimo del colectivo y sorprende la veracidad alegórica de sus narraciones. Los virus aerotransportados son una amenaza tan definitiva y poderosa como ese “consenso de Washington” que, en la vida real, nos ha fumigado durante décadas y ha causado en el mundo millones de muertes por hambre, por guerra y por desesperación. Sus ideólogos y los responsables de las aplicaciones locales –gobernantes y funcionarios ruines y abyectos que han venido rebosando los basureros de la historia– actúan a plena luz del día, blindados en su propio cinismo y, salvo excepciones, permanecen impunes. También son evidentes los estragos que han dejado en la carne social. Los aviones que dejan sus estelas de vapor genocida bajo cielos azules y límpidos son la representación perfecta de la flagrancia con la que imponen sus intereses los capitales financieros, las mafias del dinero, sus gerentes generales, como Obama y Merkel, y sus procónsules locales, como los Rajoy, los Salinas-Zedillo-Peña, los Fox-Calderón, los Menem y los Fujimori.

Los contrapesos a la embestida neoliberal (el estado de bienestar o los países llamados socialistas), así resultaran un tanto míticos, se han venido derrumbando en los últimos cinco lustros y desde entonces han surgido pocas alternativas civilizatorias a la barbarie del libre comercio, el ajuste estructural, la desregulación y la “modernización” globalizadora. En China se erigió, con los mismos ladrillos del maoísmo, una dictadura del empresariado; las protestas altermundistas surgidas en la década antepasada se desgastaron en el curso de la pasada; los indignados y los occupy no encontraron un cauce de largo aliento para la rabia colectiva; los ciudadanos progresistas, laicos y democráticos que derribaron a la momia egipcia Hosni Mubarak fueron marginados del poder con facilidad; los partidos que generaban esperanza se han vuelto piezas de los aparatos de control político. Al poderío de Occidente le han surgido adversarios de cuidado que se le diferencian en el plano geoestratégico (el bloque BRICS), pero no en lo político, social y económico. Las excepciones al desorden mundial de los capitales están más bien en Sudamérica.

Es más fácil asimilar el símbolo de una maldad simple, directa y perfecta, como la de los aviones asesinos, que la complejidad del neoliberalismo, por más que su acción destructiva y sus efectos desastrosos sean tan evidentes. Y no es sencillo reconocer, sin el recurso a formulaciones simbólicas, el desamparo de la humanidad y su incapacidad, hasta ahora, de acabar con esa construcción de una ínfima  minoría que tanta devastación ha causdo a las mayorías, al entorno ambiental y al desarrollo ético de la especie. 

Los consumidores de conspiraciones dejan de lado consideraciones tan básicas como que el uso reglamentario de armas de propagación atmosférica (químicas y biológicas) fue descartado por las grandes potencias desde hace cien años –en la Primera Guerra Mundial– y no precisamente porque los estrategas fueran buenas personas, sino porque esta clase de armas son un cuchillo de doble filo y resultan demasiado peligrosas para quien las emplea: basta con un cambio en la dirección de los vientos para que los combatientes del bando propio mueran como moscas por el efecto de sustancias corrosivas, neurotóxicas o infecciosas; desde entonces, esas armas han sido empleadas sólo de manera excepcional y localizada (Irak, Siria) o experimental (Estados Unidos, Unión Soviética, Francia). En nuestra época, cualquiera que se tomara la molestia de procurar la propagación planetaria de una epidemia o de nubes nocivas correría el riesgo inevitable de sucumbir a ellas. “¡Ah, pero los responsables de los ataques tienen antídotos secretos!”, respingarán los convencidos.

Ante el sentido común los relatos conspiracionistas tienen la ventaja de la modularidad: pueden ser ensamblados entre sí sin necesidad de un gran esfuerzo intelectual:  ya no sólo se fumiga desde aviones, sino también desde platillos voladores. Y como los autores de una maldad tan enorme contra la humanidad han de ser, necesariamente, no-humanos, los creyentes de este nuevo apocalipsis sacan de su mansión del terror a los reptiles extraterrestres que controlan el mundo (illuminati) para que tomen el mando de las aeronaves usadas para perpetrar el gran crimen. Con esta articulación neomitológica  se puede sortear, además, el problema de la vulnerabilidad de los fumigadores a sus propios virus (¿alguien ha visto una lagartija con gripe?) y, de paso, se elude el doloroso reconocimiento de los extremos de crueldad a los que somos capaces de llegar los homo sapiens.

Los alarmados de última hora olvidan, asimismo, que las más devastadoras conspiraciones del siglo recién pasado tuvieron lugar a la vista de todo mundo: el ascenso del nazismo en Alemania y la instauración planetaria de la barbarie neoliberal misma. Jóvenes, no hacen falta aviones fumigadores para envenenarnos en masa: para eso basta con los camiones repartidores de Bimbo y de Coca Cola que recorren, palmo a palmo, los puntos cardinales de México y que ya provocaron una epidemia de obesidad en la población. Bueno, pero admitamos que es más original y divertido indignarse por la dispersión misteriosa de sustancias nocivas en la alta atmósfera que por la palpable mierda que dejan las empresas mineras y petroleras en su sistemática, cotidiana y documentada depredación del territorio. Y es más fácil ubicar al enemigo –illuminati o terrícola– en un avión insolente que nos intoxica desde las alturas que comprenderlo en su vastedad, en su complicación y en su ambigüedad política, económica, social y humana, y emprender la extenuante, difícil e incierta tarea de construir su derrota histórica.


22.1.14

El reloj de Navarrete


Padece el secretario Navarrete
un asalto brutal a mano armada;
le roban una joya cotizada
en un titipuchal, en un billete.

Siendo el minisalario tan ojete,
mira la sociedad, exasperada,
cómo lleva una vida tan holgada
un miembro del peñista gabinete.

Pues según su reloj, ¿qué viene ahora,
con el país rodando cuesta abajo
por culpa de la mafia saqueadora?

La hora, secretario del Trabajo,
que ven los ciudadanos es la hora
de que ustedes se vayan al carajo.


21.1.14

Autodefensas: el debate


Michoacán y sus autodefensas no cuadran en el relato de nadie. Algunos han optado por ubicar el alzamiento de la Tierra Caliente como la primera rebelión popular del siglo, y así parecen confirmarlo la extensión del movimiento y la autenticidad que impregna las declaraciones de sus integrantes. Otros ven la mano del sórdido ex general colombiano Óscar Naranjo –operador de escuadrones paramilitares en Colombia, y contratado por Peña como asesor de seguridad– en el surgimiento del grupo armado michoacano y consideran que el episodio es parte de una gran manipulación contrainsurgente. No faltan quienes consideran que la formación y la expansión de los alzados es producto de una maquinación del sempiterno injerencismo de Washington, y ven robustecida su hipótesis con los impertinentes ofrecimientos del Departamento de Estado al régimen mexicano de “colaborar” en el apaciguamiento de Michoacán. Para muchos resulta inconcebible que un movimiento tan llamativo y poderoso no vaya acompañado de formulación ideológica alguna ni de una propuesta política para el país, y que no manifieste más objetivos que los de expulsar de la región a la mafia local y establecer “la santa paz”.

Los propios dirigentes de este alzamiento se contradicen con frecuencia en sus conclusiones explícitas y no siempre logran ubicar con claridad al resto de los actores en sus respectivos sitios: los gobiernos estatal y federal, por ejemplo, lo mismo pueden ser protectores de los templarios que aletargados aliados propios a los que urge sacudir y poner en acción. En todo caso, la rebeldía no va dirigida contra el régimen sino contra su ausencia, la que hizo posible que las organizaciones mafiosas se apoderaran de todos y de todo –de las hijas y los hijos, de los cultivos, de las casas, de las calles, de las festividades, de la producción y hasta de las autoridades–, pero en el discurso de Hipólito Mora, José Manuel Mireles, Estanislao Beltrán y otros coordinadores de las autodefensas no se registra el hecho de que esa ausencia es, en sí misma, un acto de gobierno. Un día los voceros del alzamiento se congratulan por el tardío despliegue policial-militar en Apatzingán y al siguiente reconocen que se trata de un acto de inocultable simulación. Con todo, los alzados están dispuestos a otorgar a las autoridades el beneficio de la duda.

El más contradictorio de todos es el propio gobierno, con sus dos varas de medición tan contrastadas –una, abiertamente represiva, para las policías comunitarias de Michoacán y Guerrero, que son instituciones legales y hasta ancestrales, y otra, mucho más ambigua, para los armados de Tepalcatepec, La Ruana, y Buenavista-Tomatlán– y con su zigzagueo permanente: con la misma hipocresía con la que Fox y Calderón cedieron el control de Michoacán y de otros estados a las mafias del narco, en su primer año de gobierno Peña permitió, simultáneamente, que los templarios siguieran ejerciendo ese control y que las autodefensas se organizaran, expandieran y avanzaran. Pero también les ha tomado prisioneros, les ha matado gente y la semana antepasada el poder federal empezó a hacer frente a la crisis –¡un año después de entrar en funciones!– planteando a los alzados la exigencia criminal y estúpida de que se desarmaran, como si Osorio Chong y sus operadores no supieran que, desarmados, serían cazados como conejos por los matarifes de los templarios.

De su lado, los medios desinformativos del oficialismo, desorientados y todo, no pierden oportunidad de fraguar y ejecutar sus propias emboscadas periodísticas contra los alzados, como las que recientemente sufrieron Mireles y Mora, en el marco de la grotesca adulteración de declaraciones del primero, a quien se hizo aparecer como dispuesto a un desarme inmediato.

Para el grueso de la sociedad es imposible determinar, por ahora, si el régimen peñista alentó, en forma deliberada, aunque discreta, el surgimiento de las autodefensas; hoy lo que es claro es que el gobierno no tiene control sobre el alzamiento y sus protagonistas. ¿Son las autodefensas el comienzo de una gran rebelión popular o son, simplemente, un ejército privado al servicio de agricultores adinerados? El hecho es que a los habitantes ricos, pobres y de clase media de las regiones amenazadas por la mafia no les ha quedado otro camino.

Ciertamente, la consolidación de un grupo armado irregular y de grandes dimensiones plantea un peligro grave; los propios alzados parecen estar conscientes de él, porque repiten una y otra vez su disposición a desmovilizarse en cuanto la amenaza templaria sea desarticulada. Pero el problema central no son ellos ni el grado de su pureza o de su contaminación sino lo que, como síntoma, han dejado al descubierto: un régimen criminal que se aviene a cogobernar con el narco y que especula para beneficio propio con el conflicto entre la delincuencia organizada y los civiles armados.


19.1.14

Pequeño recuento europeo


Hollande va con la méntula parada

a su cita detrás del Eliseo.
Rajoy se pone cada vez más feo
y Julian permanece en la embajada.

Cataluña y Escocia, de avanzada
en su separatista contoneo;
Francisco está arriesgando el solideo
y Julian permanece en la embajada.

Siguiendo el maremágnum europeo,
la Merkel continúa encabronada
por el washingtoniano fisgoneo,

sube la xenofobia en escalada,
millones siguen sin hallar empleo
y Julian permanece en la embajada.



16.1.14

El túnel del tiempo
que nunca existió



Ocurrió a finales de los años setenta del siglo pasado, poco antes de una enésima ampliación del Periférico, por el tiempo en que los restos del barrio El Chorrito, en Tacubaya, empezaban a olvidar ese nombre. Todo empezó con un chavo que se llamaba Luis Enrique, que vivía por ese rumbo, estudiaba filosofía y era una persona sin atributos memorables. Lo raro fue su muerte. Una tarde se dispuso a cruzar una calle, vio en ambas direcciones para cerciorarse de que no vinieran vehículos, empezó a caminar con normalidad y, de pronto, cuando había pasado el primer tercio del asfalto, cayó sobre su costado, aturdido, y segundos después ejecutó unos movimientos extraños en el suelo, gritó de una manera espantosa y luego se quedó quieto en una postura descoyuntada, con la ropa descosida en varias partes y algunos charquitos de sangre que fueron creciendo a su alrededor. No tardó en llegar una patrulla que pepenó a tres viandantes para llevarlos a testificar y luego aparecieron los peritos para levantar el cadáver desmadejado del pobre Luis Enrique.

Aquellos testigos declararon en forma coincidente y sin fisuras lo que habían visto: que el muchacho cayó violentamente de lado, como si hubiera recibido un golpe, que se retorció en el suelo por unos instantes y luego murió; que ningún vehículo lo había atropellado, que nadie lo golpeó, y de allí no los sacaron. El caso causó extrañeza, pero luego le fue cayendo polvo; la opinión pública encontró otros asuntos en qué ocuparse y aquella muerte quedó en el misterio.

Unos años después, una amiga me contó que el marido de su tía le dijo que un compadre tenía un hermano que era médico forense y que le había tocado ver a Luis Enrique en la plancha. De inmediato, el facultativo se sintió intrigado –me refirió la amiga que tenía una tía, etcétera– por unas lesiones profundas, en forma de media luna, en el tórax y las piernas del infortunado, que coincidían con daños internos graves. Parece ser que, en su juventud, el tipo había sido médico rural, que se le vinieron a la mente imágenes de algunos accidentados a los que había atendido en el campo y que declaró, sumido en la perplejidad, pero sin dudar:

–A éste le pasó encima un caballo.

La explicación era impecable, salvo por el hecho de que al malogrado estudiante no le había pasado por encima nada visible y que en aquel tiempo, en esa zona de la ciudad, no había caballos, sino Javelins, Datsuns, Dodge Darts, Mavericks, Opels, uno que otro Borgward y muchos Volkswagens, además de Delfines, unos autobuses aerodinámicos de lujo que tenían prohibido llevar gente de pie y que costaban el doble que los ordinarios. La amiga que tenía una tía, etc., dedujo que en el barrio de El Chorrito se paseaba un caballo fantasma que, de cuando en cuando, apachurraba transeúntes, y decidió no volver a pararse por ahí.

Poco después me topé, en otros ambientes, con un tal Héctor, que resultó primo de Luis Enrique y que, cuando supo que yo pensaba volverme escritor, me abrumó con una historia aún más disparatada: cien años antes, por la calle de marras, pasaba un tranvía de mulas, y seguramente se había abierto allí un umbral espacio-temporal en el que el desdichado estudiante se había cruzado al paso de uno de esos vehículos. La hipótesis era idiota, pero me llamó la atención que mi interlocutor no supiera la historia del forense que había creído ver patas de equino impresas en el cuerpo del difunto. Y como por aquellas épocas yo devoraba las narraciones de Weinbaum, Wells, Asimov y no sé quiénes más, le hallé algún sentido a la idiotez que acababa de escuchar y le referí el chisme de la autopsia. Con eso me gané su entusiasmo. Héctor me invitó a su casa, que resultó ser una vivienda de soltero universitario acaudalado; me sentó en un sofá de cuero, me dio a beber un whisky caro y me desplegó copias de mapas antiguos para respaldar su aserto.

Ya mutuamente contagiados de demencia, se me ocurrió que incluyéramos en la aventura a Filiberto, un antiguo condiscípulo mío muy apasionado de la historia de México y de la ciudad, un tipo raro que se enamoraba de mujeres que aparecían en fotos antiguas. A Héctor le pareció espléndido y dos días más tarde, muy temprano, nos reunimos los tres frente a la vieja hemeroteca del Centro para peinar los periódicos del siglo antepasado (pasado, en aquel entonces) en busca de algún indicio. A los seis días de aquel empeño, Filiberto gritó inesperadamente “¡no mames!” en medio del recinto adusto y los tres fuimos expulsados de inmediato. En la calle mi ex compañero de escuela se mostraba tan entusiasmado que se le iba el aire y no podía hablar. Cuando al fin se calmó un poco, nos dijo:

–Me estaba yo clavando con un capítulo de Los misterios de París, que publicaba en entregas El Siglo Diez y Nueve, cuando me encuentro con una nota rarísima: en 1872 o 73, a unas cuadras de la estación de tranvías de Tacubaya, se apareció un carruaje brillante y chaparrito que se movía sin caballos y con gran estruendo, y que luego luego desapareció. Perdón por haber gritado, pero no me pude aguantar.

–Obviamente –terció Héctor, dando saltitos y haciendo caso omiso de la disculpa– era un coche de nuestra época.

–Obviamente –repitió Filiberto en tono triunfal–. Chavos, en Tacubaya hay una puerta del tiempo. ¿Ahora qué hacemos?

–Compremos terrenos en el rumbo –sugirió Héctor–. Las propiedades en esa zona van a valer un chingo.

–Mejor preocúpate por ir al pasado a detener el tranvía que atropelló a tu primo –le dije, ofendido por el pragmatismo de mi interlocutor.

–En todo caso, no digamos una palabra a nadie –terció Filiberto–; imagínense, si el asunto se llega a saber: todo mundo va a querer meterse por ese umbral, o lo que sea, para cambiar la historia. Tacubaya se va a llenar de espías gringos y soviéticos.

–¿Más? –ironizó Héctor, en alusión al hecho de que la representación de la URSS tenía su asiento en esa zona de la ciudad, y a que se encontraba cercada por enjambres de agentes de la CIA.

–Pues no hagamos nada –dije, aterrado por el cariz que empezaba a tomar el asunto. Ellos pusieron esa cara de quien piensa para sus adentros: “mientras menos burros, más olotes”; intercambiaron miradas cómplices y me dieron palmaditas en los hombros. Yo decidí no buscarlos más.

Unos años después me enteré, con asombro, que Héctor, a su poca edad, había amasado una enorme fortuna en una forma que hoy llamaríamos enriquecimiento inexplicable. De Filiberto, supe que estuvo internado por un cuadro sicótico. Me contaron que estaba muy angustiado porque creía haber tenido una relación incestuosa con su tatarabuela. Ya no quise preguntar por detalles adicionales.

Por un tiempo pensé que ambos habían encontrado alguna forma de ir al pasado; que Héctor traficó información o divisas y que Filiberto halló la oportunidad de ligarse a alguna de las señoras de las fotos antiguas de las que estaba enamorado. Pero me he sacado esas ideas de la cabeza y hoy estoy convencido de que no hubo nunca un túnel del tiempo en El Chorrito y que la muerte de Luis Enrique fue uno de esos miles y miles de fallecimientos inexplicables que ocurren en este país.

14.1.14

Carta a mi nieto o nieta

Juan Gelman*

Dentro de seis meses cumplirás 19 años. Habrás nacido algún día de octubre de 1976 en un campo de concentración del ejército, el Pozo de Quilmes casi seguramente. Poco antes o poco después de tu nacimiento, el mismo mes y año, asesinaron a tu padre de un tiro en la nuca disparado a menos de medio metro de distancia. El estaba inerme y lo asesinó un comando militar, tal vez el mismo que lo secuestró con tu madre el 24 de agosto en Buenos Aires y los llevó al campo de concentración “Automotores Orletti” que funcionaba en pleno Floresta y los militares habían bautizado “El Jardín”.

Tu padre se llamaba Marcelo. Tu madre, Claudia. Los dos tenían 20 años y vos, siete meses en el vientre materno cuando eso ocurrió. A ella la trasladaron –ya vos en ella– al Pozo cuando estuvo a punto de parir. Allí debe haber dado a luz solita, bajo la mirada de algún médico cómplice de la dictadura militar. Te sacaron entonces de su lado y fuiste a parar –así era casi siempre– a manos de una pareja estéril de marido militar o policía, o juez o periodista amigo de policía o militar. Había entonces una lista de espera siniestra para cada campo de concentración: los anotados esperaban quedarse con el hijo robado a las prisioneras que parían y con alguna excepción, eran asesinadas inmediatamente después. Han pasado 13 años desde que los militares dejaron el gobierno y nada se sabe de tu madre. En cambio, en un tambor de grasa de 200 litros que los militares rellenaron con cemento y arena y arrojaron al río San Fernando, se encontraron los restos de tu padre 13 años después. Está enterrado en La Tablada. Al menos hay con él esa certeza.

Me resulta muy extraño hablarte de mis hijos como tus padres que no fueron. No sé si sos varón o mujer. Sé que naciste. Me lo aseguró el padre Fiorello Cavalli, de la Secretaría de Estado de El Vaticano, en febrero de 1978. Desde entonces me pregunto cuál ha sido tu destino. Me asaltan ideas contrarias. Por un lado, siempre me repugnó la posibilidad de que llamaras “papá” a un militar o policía ladrón de vos, o a un amigo de los asesinos de tus padres. Por otro lado, siempre quise que, cualquiera que hubiese sido el hogar al que fuiste a parar, te criaran y educaran bien y te quisieran mucho. Sin embargo, nunca dejé de pensar que, aun así, algún agujero o falla tenía que haber en el amor que te tuvieran, no tanto porque tus padres de hoy no son biológicos –como se dice– sino por el hecho de que alguna conciencia tendrán ellos de tu historia y de cómo se apoderaron de tu historia y la falsificaron. Imagino que te han mentido mucho.

También pensé todos estos años en qué hacer si te encontraba: si arrancarte del hogar que tenías o hablar con tus padres adoptivos para establecer un acuerdo que me permitiera verte y acompañarte, siempre sobre la base de que supieras vos quién eras y de dónde venías. El dilema se reiteraba cada vez –y fueron varias– que asomaba la posibilidad de que las Abuelas de Plaza de Mayo te hubieran encontrado. Se reiteraba de manera diferente, según tu edad en cada momento. Me preocupaba que fueras demasiado chico o chica –por no ser suficientemente chico o chica– para entender lo que había pasado, lo que habías pasado. Para entender por qué no eran tus padres los que creías tus padres y a lo mejor querías como a padres. Me preocupaba que padecieras así una doble herida, una suerte de hachazo en el tejido de tu subjetividad en formación.

Pero ahora sos grande. Podés enterarte de quién sos y decidir después qué hacer con lo que fuiste. Ahí están las Abuelas y su banco de datos sanguíneos que permiten determinar con precisión científica el origen de hijos de desaparecidos. Tu origen. Ahora tenés casi la edad de tus padres cuando los mataron y pronto serás mayor que ellos.

Ellos se quedaron en los 20 años para siempre. Soñaban mucho con vos y con un mundo más habitable para vos. Me gustaría hablarte de ellos y que me hables de vos. Para reconocer en vos a mi hijo y para que reconozcas en mí lo que de tu padre tengo: los dos somos huérfanos de él. Para reparar de algún modo ese corte brutal o silencio que en la carne de la familia perpetró la dictadura militar. Para darte tu historia, no para apartarte de lo que no te quieras apartar. Ya sos grande, dije.

Los sueños de Marcelo y Claudia no se han cumplido todavía. Menos vos, que naciste y estás quién sabe dónde ni con quién. Tal vez tengas los ojos verdegrises de mi hijo o los ojos color castaño de su mujer, que poseían un brillo muy especial y tierno y pícaro. Quién sabe cómo serás si sos varón. Quién sabe cómo serás si sos mujer. A lo mejor podés salir de ese misterio para entrar en otro: el del encuentro con un abuelo que te espera.

La nieta, Macarena, al lado de su abuelo, en Quito, en 2010
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* Carta escrita por Juan Gelman en 1995. Cuatro años más tarde, y tras una larga e intrincada pesquisa, el poeta pudo descubrir, por fin, el paradero de su nieta, Macarena Gelman, quien residía en Montevideo, y se encontró con ella.

2.1.14

En defensa del bla, bla, bla




De seguro ya lo saben, pero igual les platico: para quienes tenemos el lenguaje como materia prima de nuestra chamba resulta muy graciosa esa contraposición infundada que establecen algunos entre acción y palabra, entre discurso y praxis, como si el hablar no fuera parte del hacer, como si la formulación verbal o escrita no fueran, en sí misma, acciones concretas.

Se suele usar las expresiones “bla, bla, bla” o “palabrería” para referirse a un discurso mentiroso y hay la creencia rústica de que la comunicación, por sí misma, no sirve para nada.

Bueno, pues resulta que La Ilíada, El Capital, la Constitución, el Ágora de los griegos, una asamblea de #YoSoy132 y los discursos de Martin Luther King son, en rigor, 100 por ciento palabrería; que la civilización es un edificio de palabras y que el “bla, bla, bla”, oral o escrito, es el único componente tangible de la filosofía, la historia, el periodismo y la poesía, y el elemento predominante en 
la política, el conocimiento científico, la religión, la psicología y la enseñanza. Entre otras actividades.


¿Cuáles son las tareas básicas de un dirigente o gobernante? Pues escuchar y leer (no música clásica ni el ruido de la lluvia sino las expresiones de sus gobernados), dialogar (y no se dialoga intercambiando estampitas sino vocablos) pensar (intenten hacerlo sin lenguaje) y luego, formular, mediante palabras, directivas, lineamientos, instrucciones.

Pero como es muy fuerte el prejuicio despectivo hacia los actos idiomáticos, el dirigente o gobernante se ve presionado a "la acción” y de cuando en cuando agarra una pala y siembra un arbolito para que le tomen fotos mientras “hace algo concreto”.

¿Bla, bla, bla?


Je, je, je.