13.8.15

Quesos y esperanzas


El negocio perteneció originalmente al señor Durael, un viejo tan francés que era judío y que se pasó todo el régimen de Vichy –su primera juventud– escondido en una bodega hedionda para evitar que los nazis y sus amigos locales lo deportaran a algún campo de exterminio. En la persecución, sin embargo, perdió a toda su familia.

Tras el fin de la ocupación alemana salió de su escondite, no para burlarse de las mujeres que fueron paseadas en las calles desnudas y rapadas en castigo por haber tenido amoríos con soldados germanos, sino para enterarse en silencio de la suerte atroz de sus seres queridos y para reconstruirse y renacer de las cenizas de la tragedia. Lo ocultaba muy bien.

Lo conocí en los años ochenta del siglo pasado, cuando ya llevaba varias décadas instalado en su quesería minúscula y deliciosa, cerca de donde hacen esquina el boulevard Grenelle y la Rue du Commerce. En ese entonces, el superviviente ya andaba entrado en los sesenta, se había vuelto un viejo regordete y rubicundo y tenía un asistente cetrino y flaco, silencioso y eficaz.

Desde que entré a su establecimiento hicimos buenas migas, acaso porque tomó mi glotonería insaciable como un elogio a sus quesos y su caja registradora, y a la tercera o cuarta visita, que tuvo lugar por la tarde, dejó a su asistente a cargo del mostrador, me hizo pasar a una salita minúscula que tenía en la trastienda, me ofreció asiento y me agasajó con una copita de agua de vida y un pedazo de Reblochon celestial facturado con leche de segunda ordeña que le surtían directamente de la Alta Saboya y que él escamoteaba de la tienda para consumo propio. La narración de nuestras respectivas biografías brotó de manera natural.

Al cabo de una hora, el patrón pidió a gritos al otro hombre que cerrara la tienda y que se nos uniera.

Abdelkhader, lo presentó, y sin más preámbulos colocó en el aparato de sonido un caset de música jasídica. La primera pieza era muy dulce y la escuchamos en silencio; la segunda tenía un ritmo frenético y el señor Durael se incorporó de su poltrona y se puso a bailar. Para mi sorpresa, el otro lo imitó y ambos bailaron, con estilos muy diferentes, toda la canción. Al final el anfitrión resopló y se puso más rojo que de natura, y el magrebí le pasó un brazo por los hombros y lo forzó suavemente a regresar a su asiento. En la tercera melodía cantó una voz femenina honda, cristalina y dulce al mismo tiempo, y de pronto descubrí que entendía perfectamente el significado de aquella letra porque no estaba en hebreo ni en yiddish, sino en ladino, y se me hizo un nudo en la garganta. El señor Durael percibió mi emoción y a su vez se sintió conmovido, y en cosa de un instante los dos teníamos los ojos vidriosos, él tal vez porque aquella música lo ponía en contacto con su infancia y yo sólo por esnob, o acaso porque por medio de mí el desconocido tatarabuelo de alguno de mis tatarabuelos volvía a escuchar esos vocablos. El otro nos observó, hizo un mohín de disgusto, se levantó y puso otro caset. Fue la primera vez en la vida que escuché los acordes vertiginosos del raï, y el impacto me sacó de la melancolía. Salí de ahí agradecido y sorprendido por lo extraño de ambos personajes y de su relación indescifrable.

Durante esa estancia en París volví en varias ocasiones a la quesería del señor Durael y siempre recibí el mismo trato, independientemente del horario, y luego la hice una de mis escalas imprescindibles siempre que pasaba por la ciudad. Nos vimos poco, pero él me resultó entrañable y la amistad se volvió un aliciente para acudir a su establecimiento como los quesos inenarrables que vendía.

En 2008 ya no lo encontré. Abldekhader estaba parado detrás del mostrador, más delgado que nunca y con un gesto de piedra adolorida. Conforme se le volvía de color cenizo, el pelo se le había ido recorriendo hacia atrás y hacia arriba. Ya no era el treintón que yo había conocido. Tenía de subordinada a una jovencita francesa que se movía con movimientos nerviosos como de pájaro. No me fue necesario que me diera la noticia para comprender que el patrón había muerto.

–¿Qué le pasó al señor Durael? –pregunté a modo de saludo.

–Falleció hace siete meses –me respondió con tono amargo.

–Lo lamento mucho.

Luego vino un momento incómodo y silencioso, porque hasta entonces la empatía había sido con el difunto, no con el vivo. Cuando estaba a punto de salir del lugar, Abdelkhader me hizo un gesto seco con la cabeza para que lo acompañara a la trastienda y no me pude negar. Le encargó el negocio a la muchacha y me hizo pasar al habitáculo que se encontraba idéntico a como yo lo recordaba. Sólo que en vez de una bebida alcohólica, el hombre preparó un té de menta, me lo sirvió, se acomodó en la poltrona del difunto y me dijo con brusquedad:

–A ti te extrañaba que un judío y un árabe pudiéramos tener un negocio juntos, ¿no es así? Pues bien: estoy viudo. Lucien y yo éramos pareja.

No me desconcertó la confesión a quemarropa sino el tuteo súbito y la revelación del nombre de pila –desconocido para mí hasta entonces– del señor Durael. Me tomó un momento asociarlo y pronunciarlo completo en mi mente: Lucien Durael.

–Debe haber sido muy duro para ustedes –aventuré.

–Fue duro hasta que nos conocimos –respondió con convicción–. Después cada uno de nosotros fue la patria del otro.


La narración fue larga y tal vez algún día sea oportuno recrearla. Baste decir por ahora que si esos dos pudieron encontrarse y amarse a pesar de la diferencia de edad, a contrapelo de los entornos morales en los que crecieron y por sobre el laberinto de prejuicios que es el mundo, ello tal vez sea indicativo de que las cosas pueden tener arreglo. Salí de allí triste por la muerte del señor Durael, pero también cargado de quesos y de esperanzas.