15.11.16

¿Trump tiene la culpa?

Los ejercicios de abominación del presidente electo estadunidense, tan de moda entre la oligarquía y sus escribidores, son banales en el mejor de los casos o perversos, en el peor: buscan disimular el hecho de que México no está ante una situación de posible desastre porque ese individuo brutal haya decidido usar a nuestro país como payaso de las bofetadas de su campaña electoral sino porque sucesivos gobiernos nacionales nos colocaron en el riesgo de desempeñar ese papel. Y el riesgo se concretó.

Todo lo que pueda pasar pasará”, dice la implacable ley de Murphy. El advenimiento de posturas ultraderechistas y aun fascistas en la presidencia de Estados Unidos no era un escenario para nada descartable, y menos si el cálculo se hacía en tiempos del gobierno de Ronald Reagan, una administración belicosa y atrabiliaria que no dejó ir ninguna oportunidad para mostrar su hostilidad a México.

En esa época la camarilla neoliberal que se hizo con el control de Los Pinos en 1988, fraude mediante, se había fijado como misión entregar el país al saqueo de los intereses corporativos transnacionales mediante un programa cuidadosamente delineado de enajenación de los bienes públicos, destrucción de las instituciones y de toda forma independiente de organización social e integración subordinada de la economía nacional a la de Estados Unidos.

A cambio de los favores recibidos, los integrantes de esa camarilla recibirían, una vez retirados de la función pública, cargos generosamente remunerados en las corporaciones beneficiadas por la entrega de México o en organismos internacionales, así como manga ancha para saquear el erario con impunidad garantizada.

La demolición de la soberanía económica y política de México inició con la firma del Tratado de Libre Comercio (Salinas), prosiguió con la entrega de los bancos, ferrocarriles y otras empresas nacionales a entidades extranjeras (Zedillo), pasó por la firma de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (Fox), siguió con la Iniciativa Mérida (Calderón) y tiene su más reciente episodio en la reforma energética redactada por Hillary Clinton y aplicada por Peña Nieto, con la complicidad de Acción Nacional, el Partido de la Revolución Democrática y otros socios menores del grupo gobernante.

La implantación del TLC conllevó una grave devastación del campo y la industria y la desaparición de incontables pequeñas empresas nacionales comerciales y de servicios y dejó a millones de personas sin recursos para subsistir. La catástrofe humanitaria así generada se canalizó en forma de un movimiento migratorio masivo hacia el país vecino que proveyó al campo, la industria y los servicios de Estados Unidos con un inapreciable subsidio en forma de mano de obra barata. La economía del país vecino recibió una inyección de competitividad frente a Europa y Asia en la forma de una fuerza laboral que puede ser explotada sin límite porque se encuentra en una total indefensión legal.

Adicionalmente, los gobiernos neoliberales conformaron en la frontera norte y otras regiones del país campos de explotación humana para que las empresas extranjeras, industriales, agrícolas, comerciales y de servicios, pudieran exprimir en territorio nacional a una mano de obra privada de derechos y mecanismos de defensa. Se crearon, de esa forma, millones de puestos de trabajo de ínfima calidad cuya existencia depende por completo del TLC.

Además, los sucesivos gobiernos neoliberales han permitido, por otra parte, la implantación de mecanismos extranjeros de supervisión del quehacer gubernamental (que vigilan el cumplimiento del catecismo neoliberal y voltean hacia otro lado ante actos de corrupción monumentales) y entregaron a Washington el manejo de la política migratoria nacional y de la seguridad nacional.

Deberían dejar de hacerse los tontos. Los responsables de la vergonzosa supeditación del país, de la expulsión de decenas de millones de connacionales y de su estado de extremada vulerabilidad en el territorio vecino no son Trump y sus hordas, sino Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada, Felipe Calderón Hinojosa, Enrique Peña Nieto, José Córdoba Montoya, Jaime Serra Puche, Pedro Aspe Armella, Guillermo Ortiz Martínez, Agustín Carstens, José Ángel Gurría Treviño, Francisco Gil Díaz, Luis Videgaray Caso, Miguel Mancera Aguayo, Herminio Blanco Mendoza, Luis Ernesto Derbez, Jorge G. Castañeda, Ildefonso Guajardo, Patricia Espinosa Cantellano, José Antonio Meade Kuribreña, Emilio Lozoya Thalmann, Jesús Reyes Heroles González Garza, Luis Téllez Kuenzler, Georgina Kessel Martínez y otros que ya no caben en la enumeración.
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Ilustración: “Masquerade”, por Alison E. Kurek.

10.11.16

Ganar soberanía



Ahora toca hacer frente a tiempos oscuros que tal vez remitan a la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca y el giro mundial hacia la destrucción bélica, el aplastamiento de libertades individuales, la paranoia policial generalizada y la cínica utilización del poder militar imperial para la consecución de los negocios del clan presidencial.

Pero, a diferencia de Bush, Donald Trump encarna las corrientes aislacionistas estadunidenses que depositan en la globalización el origen de todos los males y que, por ello, miran con recelo a la OTAN y a los acuerdos de libre comercio y sueñan con desvincular a la todavía superpotencia de sus más sólidos aliados y socios. Ya el empresario neoyorquino tendrá tiempo de responderse cómo emprender grandes aventuras militares (la amenaza sobre Irán es explícita) sin contar con coaliciones multinacionales que se definen, en última instancia, por la comunión de propósitos económicos. La promesa de Trump de reconstruir el esplendor estadunidense –que obliga, junto con sus arengas racistas, a recordar los demagógicos propósitos de restauración imperial de Mussolini y de Hitler– es imposible de cumplir porque si Estados Unidos ha sido capaz de sobrevivir a su propia decadencia ello se debe a su capacidad de descentralizar su propio poder y de construir un sofisticado aparato de colaboración política, económica, tecnológica y militar con potencias antiguas y emergentes y de poner esa red al servicio de los capitales transnacionales en general, no exclusivamente de los estadunidenses. La complejidad de esa construcción –indispensable para Washington– es incompatible con la manifiesta brutalidad del magnate, quien propugna el predominio mundial del empresariado de su país.

En lo que respecta a México y a los mexicanos, Trump representa una amenaza real. El ahora presidente electo ha alimentado el odio racista en contra de los connacionales que viven y trabajan en Estados Unidos, ha amagado con deportarlos en forma masiva; ha sido claro en su amenaza de imponerle a nuestro país, manu militari, el pago por la construcción de un muro divisorio. Además, se ha manifestado a favor de la revisión radical –si no es que de la derogación– del Tratado de Libre Comercio y de “llevar de vuelta” a su país a las empresas estadunidenses hoy en día instaladas en el nuestro. El acento electorero y demagógico de semejantes propósitos no logra ocultar su carácter como expresiones del genuino pensamiento del individuo que en un par de meses estará despachando en la oficina oval de la Casa Blanca.

Pero, sin llegar a minimizar el antimexicanismo de Trump como un mero conjunto de fanfarronadas, lo cierto es que sus acciones agresivas son difícilmente realizables. Puede esperarse un incremento cuantitativo de las deportaciones pero la expulsión generalizada de indocumentados exigiría un aparato administrativo y policial del que Washington carece y que le costaría un dineral a los contribuyentes. Lo más peligroso de la retórica racista del magnate no es lo que éste pueda hacer desde el gobierno sino que alimenta a los grupos supremacistas y antiinmigrantes, los cuales pueden verse alentados a emprender agresiones y hasta cacerías en contra de nuestros connacionales y de otros grupos de migrantes, particularmente los de credo islámico.

En el fondo, la idea de prescindir de la mano de obra indocumentada parte de la ignorancia de que ésta es un componente fundamental de la competitividad que le queda a la economía estadunidense frente a Europa yAsia. En este sentido, la política migratoria de la superpotencia es un mecanismo hipócrita para regular el astronómico subsidio que recibe de los países de origen de la migración en forma de un trabajo que se paga muy por debajo de su precio explotando la indefensión legal de los “sin papeles”.

Del famoso muro: ya fue construido en todos los tramos de frontera en los que la construcción era viable (cerca de un tercio de la línea de demarcación). Cercar miles de kilómetros de desiertos es una estupidez irrealizable en términos económicos y hasta topográficos a la que seguramente se opondrá la mayor parte de la clase política del país vecino, y la pretensión de obtener los fondos necesarios de las remesas de los mexicanos implica una operación administrativa y financiera tan complicada que el propio Obama la sintetizó con una expresión irónica: “suerte con eso”. En cuanto a la idea de imponer un gravamen de 35 por ciento a las importaciones desde México, se trataría, a fin de cuentas, de un impuesto interno, habida cuenta del grado de integración de los procesos productivos de numerosas transnacionales de origen estadunidense que operan en nuestro país.

Proyectado a México, el ideario aislacionista y chovinista electo conllevaría una grave afectación a los intereses de Estados Unidos, en primer lugar, y es razonable suponer, en consecuencia, que será frenado por los poderes fácticos empresariales de su país. Trump puede imprimir un freno al proceso de integración y hasta una reducción cuantitativa de los intercambios, pero no es probable que los consejos de administración y los legisladores le permitan una suerte de “usexit” del TLC o algo parecido.

Del lado mexicano la economía ya empezó a sufrir el efecto Trump y es probable que experimente una nueva y prolongada desaceleración para agravar un desempeño propio de suyo deplorable. Pero la súbita tendencia antiglobalizadora que está por llegar a Washington puede ser, en cambio, una oportunidad inesperada para reducir la dependencia económica y política con respecto al país vecino.

En lo inmediato, la victoria del magnate reduce en forma significativa el margen del infame Acuerdo Transpacífico, firmado por el régimen de Peña Nieto pero aún pendiente de ratificación. Asimismo, el problemón institucional que empieza a gestarse en Washington a raíz de la transición Obama-Trump obligará al poder imperial a centrarse en sus propios problemas y a descuidar su inveterado injerencismo hacia México.

La circunstancia sería ideal si tuviéramos de presidente a un estadista como Lázaro Cárdenas, pero el que está en Los Pinos hoy se llama Enrique Peña. Es trágico que nuestro país carezca en el momento presente de un gobierno nacional propiamente dicho, capaz de aprovechar la coyuntura para recuperar algo o mucho de la soberanía perdida y salir en defensa de esa porción de país a la que podría llamarse México del Norte: decenas de millones de connacionales dispersos en la geografía estadunidense y que más que nunca están en peligro. Pero lo que hay es una suerte de gerencia proconsular sin más proyecto que enriquecerse con dinero público, dar satisfacción a rajatabla a los intereses transnacionales y perpetuarse en el poder por los medios que sea. Lo peligroso para México es que la primera mitad del mandato de Trump coincidirá con el último tercio de un sexenio carente de más política exterior que el alineamiento servil y automático a los designios de Washington.

Aun así, el grado de distanciamiento que Trump logre imponer –y que tendrá efectos económicos perniciosos, sin duda– puede y debe ser aprovechado desde los movimientos sociales y desde la oposición política para ganar soberanía.
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Ilustración: mural “Paseo de Humanidad”, adosado al muro fronterizo en Nogales, Sonora, obra colectiva de Alberto Morackis, Alfred Quiróz y Guadalupe Serrano. Foto de Jonathan McIntosh.

8.11.16

Las muertes de Daniel


Daniel Ortega falleció en combate a una edad precoz. No había cumplido 22 años cuando participó en la tentativa del Frente Sandinista de Liberación Nacional de implantar un foco guerrillero en las montañas de Matagalpa. Un error de los rebeldes hizo posible que la Guardia Nacional de Anastasio Somoza los ubicara y los aniquilara en el cerro de Pancasán. Allí cayeron, entre otros, el legendario Pablo Úbeda, maestro de profesión; Silvio Mayorga, nativo de Nagarote; el obrero Carlos Reyna y un muchacho aun más joven que Daniel, Otto Casco, quien apenas cursaba la secundaria. El médico Óscar Danilo Rosales fue capturado vivo y torturado a muerte en una mazmorra del tirano. La dictadura somocista parecía eterna por entonces y nada permitía presagiar su caída, y mucho menos el triunfo de una revolución armada.

Dos años después de aquellos sucesos, la Guardia Nacional cayó sobre una casa de seguridad del Frente ubicada en el que se llamaba por entonces Barrio Maldito de Managua. Allí murieron combatiendo Julio Buitrago y Daniel Ortega. El segundo volvió a ser asesinado por la dictadura en 1970 al lado de Luisa Amanda Espinoza y junto a María Castil. Cayó en combate o huyendo de la represión en las mismas fechas en las que mataron a la chinita Arlen Siu, a Julia Herrera, a Mildred Abaunza, a Mercedes Avendaño, a Claudia Chamorro, a Ángela Morales, a Genoveva Rodríguez, a Pilú Gutiérrez, a Mercedes Peña, a Martina Alemán, a la enfermera Clotilde Moreno, a la mexicana Araceli Pérez, a Idania Fernández, a Laura Sofía Olivas, a Nydia Espinal, a la bailarina Ruth Palacios, y a tantas otras que lucharon por una patria libre pero también por un país en el que se respetara los derechos de las mujeres y en el que ningún gobierno acabara prohibiendo el aborto.

Pero uno de los pocos sobrevivientes de la gesta de Pancasán, Bernardino Díaz, fue detenido por los esbirros de Somoza y su cadáver fue encontrado con huellas de tortura cerca de Wasaka. Otro cuerpo fue identificado como perteneciente a Daniel Ortega, un todavía joven sandinista que había estado en la cárcel por asaltar un banco con el propósito de recuperar fondos para la lucha y que había escapado de la prisión. Su muerte heroica lo salvó de contemplar el vomitivo espectáculo que tuvo lugar dos décadas más tarde, cuando unos comandantes derrotados en las urnas se repartieron la propiedad de todos en un acto de pillaje conocido como “la piñata”.

El comandante Daniel Ortega Saavedra fue capturado cerca del río Zinica junto con Carlos Fonseca Amador, fundador y dirigente máximo del FSLN, cuando se realizaban esfuerzos por reunificar al Frente, que por entonces estaba partido en tres tendencias; ambos fueron ejecutados por un soldado borracho. Pero además, Daniel murió en vísperas del triunfo revolucionario al lado de Germán Pomares, El Danto, y cayó combatiendo en Rivas al mismo tiempo que el cura asturiano Gaspar García Laviana, quien se había unido a la lucha sandinista años atrás, y junto a tantos otros que dieron su vida por la democracia, la igualdad, la justicia social, la libertad, el estado de derecho, la probidad y, sobre todo, la decencia.

El general Daniel Ortega Saavedra murió de tristeza el 25 de febrero de 1990 cuando perdió las elecciones presidenciales frente a lo que era entonces la derecha, y falleció en la década pasada por la vergüenza que le causó el haber sometido al poeta Ernesto Cardenal a una persecución judicial injustificada y vesánica.

El émulo de finquero presidencial, el dictadorzuelo tropical que fue reelecto en Nicaragua hace unos días no tiene nada que ver con aquel comandante guerrillero que peleó por su país y que luego encabezó un intento de transformación social durante once años. El hombre abotagado y grotesco que exhibe la jefatura de Estado en la Nicaragua de hoy se llama igual y algunos de sus gestos y sus rasgos evocan vagamente al joven Daniel Ortega Saavedra, pero fuera de eso no hay nada en común entre ambos. Daniel Ortega falleció en combate. 

1.11.16

Ofrenda


Sangre detenida, gota quieta, lágrima en suspenso sobre el borde del párpado; pupila inmóvil, cráneo ciego, alma oscurecida, gesto que se quedó en camino de ser, alba que ya no te amanece, sueño que se disuelve en un futuro cancelado, porfía de la quietud, desorden de tus elementos, difunta, difunto, carne todavía tibia, corazón mío, astilla de hueso, recuerdo impregnado de polvo, olvido irremediable:

Vengo hasta ti con dolor y gozo a preguntarte cómo no has estado este año y este siglo, cuánto te pesa la nada, con quiénes has guardado silencio, de cuántos males no te has quejado y a qué parientes no has visto. Vengo a arroparte en un abrazo de aire curtido en los aromas del copal y del incienso. Traigo preguntas que no vas a responderme desde tu postración definitiva pero que acaso me contestes musitando desde mi interior, y abrigo la ilusión de que los tímpanos puedan escuchar en sentido contrario, de adentro para afuera. Vengo con la certeza amarga de que si algo queda de ti es la maraña de evocaciones que me habita: el timbre de tu voz, tus muecas y tus modos, tu sufrimiento y tu alborozo, tu risa y tu bostezo y tu milagro de haber sido.

Estuviste ausente de este mundo durante miles de millones de años, viviste como un relámpago y ahora has regresado al caos. Pasaste como pasan las épocas, las lluvias y el pez irrepetible que remonta el río. Sólo dejaste el recuerdo de tu fulgor plateado. Vengo a la tumba, al osario, a la fosa clandestina, al registro civil, no porque estés en uno de esos sitios sino porque en uno de ellos me he dado cita con la porción de mí que es tu ausencia.

No sientas angustia: no morirás dos veces. Llevaré conmigo tu memoria como una enfermedad incurable, como una virtud indómita, como una deliciosa cicatriz. Te llevaré hasta que me llegue el tiempo de volverme, a mi vez, recuerdo en las entrañas de otra gente. Y seré, aun entonces, un recuerdo habitado por recuerdos. Así avanzaremos por la historia, compactándonos y caminando hacia la esencia de átomos: los muertos de los muertos de los muertos, la parte millonésima de una generación distante, la partícula mínima de una civilización extinta. No llores, criatura mía, que de esa forma llegaremos hasta el fin de la especie, contenidos los unos en los otros, cada vez más pequeños, pero acompañados por un torrente humano que deja a su paso un rastro memorable.

Aquí en el hueco de tu pecho desaparecido están los australopitecos, la mujer Lucy y la niña Selam; aquí llevas a los neandertales y a los cromañones, a los migrantes de Beringia y a los escitas; en tu interior inexistente viajan en el tiempo los xicalancas y los egipcios, los astrogodos, el Doncel, el abuelo Alberto, la tía Lola, el padre, la madre, el hermano. Tú, que ya estás con ellos, ayúdame a serenarlos. Compongamos una canción de cuna para que duerman su sueño sin sueños y un canto matinal para que despierten este día y vuelvan, en ti y en mí, a sentarse a la mesa de los vivos.

Encarne cada cual de ustedes en la flama de una vela, en un pétalo de cempasúchil, en un grano de azúcar, en una gota de agua; aspire una voluta de incienso; disfrute el aroma del azahar en el pan de muerto; tórnese una presencia fulgurante; camine, pueble, respire, maldiga, acaricie; regrese el brillo a sus ojos, retorne el calor a sus manos, vuelva a su boca la saliva.

En tanto no se rompan estas muñecas rusas que somos los vivientes, ustedes nacerán de nuestros cuerpos preñados de muerte una vez al año. Navegarán río arriba por nuestro llanto amoroso hasta llegar al manantial oscuro del que provienen. Volverán a ver sus propios rostros reflejados en la poza primigenia, límpidos y serenos, sin muecas hospitalarias ni huellas del tormento, con la dentadura completa y la piel lozana. Se acordarán. Discernirán. Platicaremos.

Sal de la lágrima, almendra de la vida, molécula vagabunda: vamos a convivir en la falta perfecta de conciencia. Ayúdame, cuerpo ausente que te llamas Tomás o Lucía o cualquier otro nombre, a orientar cada pensamiento para todos y cada uno de tus hermanos. Hallemos esta noche al que fue y ya no es, brindémosle un asiento, tendámosle la mano. Llámalos. Congrégalos. Esencias que carecen de todo y no ambicionan nada: la mesa está servida para ustedes.

Y ya mañana, corazón mío, sueño disuelto, cráneo ciego, sangre detenida, se irán, descansarás. Volverás al no ser de cada día, al aire frío de noviembre, a la foto del muerto en el sitio amoroso y cotidiano, a la pavorosa nada.
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Foto: Peter Sumner Walton Bellamy. “Bones and Flowers”.