27.5.97
Numeralia letal
En lo que va del mes el estado de Texas ha ejecutado a siete prisioneros. El pasado 21, en Tarrant, Bruce Callins fue sometido a la inyección letal. Cuando los custodios le preguntaron si tenía un último deseo, el prisionero respondió que deseaba fumarse un cigarro. Se lo negaron, porque el tabaco está prohibido en las prisiones del estado, con el argumento impecable de que fumar es nocivo para la salud.
Mañana, en el condado de Leon, está prevista la octava y última muerte de este mes, la de Robert Madden. Pero el mes de junio viene prometedor para los verdugos: hay diez sentencias de muerte que deberán cumplirse. Una cada tres días.
Si no hay alguien que haga algo, en el condado de Cameron las jeringas serán puestas a trabajar en las personas de Davis Lozada (el día 6) y de Irineo Tristán Montoya, el 18.
Las fábricas de cadáveres de las cárceles texanas tienen asegurados los insumos. 455 personas se encuentran en los llamados "pabellones de la muerte''. 75 de ellas son de origen latino, y diez, connacionales nuestros.
En 1987 la Stanford Law Review dio a conocer un estudio en el que se documentaba la inocencia de 42 individuos que, en una primera instancia, fueron condenados a muerte en Estados Unidos en los 17 años anteriores. En casi todos esos casos, las instancias superiores echaron abajo las sentencias. Pero, de 1900 a la fecha, la justicia del país vecino ha mandado a la silla eléctrica, a la cámara de gas, a la inyección letal, al patíbulo o al paredón de fusilamiento a por lo menos 23 reos cuya inocencia fue posteriormente demostrada.
En una edición de The Nation de abril pasado, Bruce Shapiro hace un recuento aterrador de los defensores de oficio que se duermen (no es metáfora: roncan y babean) en juicios en los cuales se condena a sus defendidos a la pena capital. Un caso no muy remoto ocurrió en agosto de 1992 --en Houston, por cierto--, cuando el negro George McFarland fue presentado ante una corte, declarado culpable y sentenciado a muerte en el lapso de cuatro días. Su abogado designado por el tribunal, un tal John Benn, de 72 años, permaneció en sueño profundo durante la presentación de los testigos, según lo documentó el Houston Chronicle. McFarland apeló, pero el juez Doug Shaver rechazó el recurso con este argumento: "La Constitución dice que todo inculpado tiene derecho a un abogado, pero no dice que el abogado en cuestión deba estar despierto''.
Pero, a contrapelo de la Constitución, en algunos estados no hay necesidad de defensor para mandar a un convicto al Más Allá: Exzavious Gibson, un joven pobre de 24 años y coeficiente intelectual de 72, fue recientemente presentado ante una corte de Georgia.
Cuando el juez le pidió que presentara pruebas de descargo, Gibson dijo: "No tengo abogado; no sé qué alegar''.
--No le estoy pidiendo que alegue nada; le estoy pidiendo que presente sus pruebas --replicó el magistrado.
Estas anécdotas vienen al caso porque nueve de cada diez de los 455 huéspedes de los pabellones texanos de la muerte hubieron de depositar su suerte en manos de abogados de oficio. En correspondencia, como dice William Douglas, "es inútil buscar en nuestros registros un solo caso de ejecución de un miembro de los estratos superiores de esta sociedad''.
Los sectores liberales y humanitarios de Estados Unidos han pretendido enfrentar la máquina de la muerte en que se ha convertido el sistema judicial de su país con toda clase de argumentos: éticos, criminológicos, políticos, sociales y hasta financieros: incluyendo los gastos judiciales, administrativos y operativos, una ejecución promedio le cuesta al erario 3 millones 200 mil dólares, si es en Florida; a Texas, gracias a la masificación, le sale más barata: 2 millones 300 mil dólares; en cambio, mantener a un reo en prisión perpetua costaría 500 mil dólares en promedio.
Pero los verdugos también piensan en cuidar el dinero. En la segunda semana de este año, en la prisión de Varner, Arkansas, tres sentenciados a muerte --Earl Van Denton, Paul Ruiz y Kirt Wainwright-- recibieron la inyección letal en cadena, en un lapso de tres horas. El procedimiento habría podido durar menos, pero el último de ellos tuvo que esperar una hora, con la aguja asesina clavada en el brazo, lista para soltar el veneno, por si la Suprema Corte le concedía una apelación de último momento. Los funcionarios de la prisión justificaron la ejecución en grupo con las palabras "cost effective'': de esa forma, dijeron, se abatían los pagos de horas extra y se reduce la tensión de los empleados penitenciarios.
20.5.97
Kinshasa es un espejo
La magia de la información globalizada te permite ser una celebridad anónima. Millones, cientos de millones de espectadores televisivos y de lectores de diarios pueden asistir a la intimidad de tu martirio y de tu muerte sin tomarse la molestia de descubrir el nombre que llevabas en vida. Tal fue el caso del hombre de zapatos cafés y vestimenta azul que fue llevado al matadero a golpes de canana y luego fusilado de espaldas por la soldadesca de Kabila. Todos vimos caer su cuerpo sobre el polvoriento suelo de una calle de Kinshasa. Ap nos invitó al espectáculo de su agonía, en el que sólo faltó el crédito del protagonista. Lo recordaremos por un tiempo como un hombre de zapatos cafés y como presunto esbirro de Mobutu Sese Seko, pero no sabremos nunca cómo se llamaba.
Desde Kinshasa llega el olor persistente de la barbarie. En las calles, los niños vitorean a las hordas triunfantes que derrotaron al viejo dictador zaireño, hacen con los dedos la "ve'' de la victoria y gritan "liberté''. De ahora en adelante asociarán esa palabra con los cadáveres de los mobutistas ejecutados, con el saqueo y la venganza, así como antes "progreso'' y "desarrollo'' significaban corrupción sin límites y férrea represión. Mal comienzo para algo que quiere llamarse liberación o revolución y que desde antes de serlo se presenta ante el mundo bajo la forma de sanguinarias revanchas tribales y políticas.
Pero en el ascenso al poder de Laurent Désiré Kabila ni siquiera la amplia cobertura gráfica resulta novedosa. El corazón de Africa ha padecido en lo que va de la década una cadena de tragedias --¿nacionales?-- con sus respectivas dosis de matanza, hambruna y bestialidad. En el lado de acá del hemisferio sur, hace apenas unas semanas, Alberto Fujimori se hizo retratar, sonriente y orgulloso, frente a los cadáveres de los asaltantes de la embajada japonesa en Lima. No han terminado de convertirse en restos áridos los últimos muertos de la carnicería bosnia. Los judíos, gitanos, comunistas y demás víctimas de la "solución final'' puesta en marcha por los nazis para construir una Europa aria, amable y civilizada, fueron introducidos en las cámaras de gas en tiempos en que existían ya los teléfonos, la radio, los automóviles, los vuelos trasatlánticos y las rotativas. En la era de Internet, los faxes y las drogas inteligentes, no pasa un mes sin que un tribula estadunidense ordene inyectarle veneno o matar de asfixia a algún hijo de familia destruida.
Kinshasa tiene la virtud incómoda de funcionar como espejo donde pueden apreciarse las verrugas y las llagas de una propuesta civilizatoria que se pretende mundial (¿o no fueron los gobiernos de Francia y Estados Unidos nodrizas titulares de Mobutu durante varias décadas?), pero que se deslinda de sus zonas periféricas en cuanto un pobre hombre de camisa azul y pasado incierto es asesinado a mansalva en las calles de la capital zaireña, hoy nuevamente congolesa. Pero aun en esos momentos de marcar las distancias permanece un vínculo entre la sociedad que produce filosofía analítica y máquinas de resonancia magnética y la que genera cadáveres anónimos: es la misma clase de nexo que existía entre el espectador y los actores en el circo romano.
13.5.97
Kasparov frente a Deep Blue
En febrero de 1996, en Filadelfia, Gary Kasparov, campeón mundial de ajedrez, se enfrentó por primera vez a una computadora. No tuvo muchos problemas para derrotar a la máquina, y en esa ocasión Tony Marsland, presidente de la Asociación Internacional de Ajedrez Computarizado, predijo que en el curso de cinco años los sistemas digitales desarrollarían la capacidad suficiente para derrotar a un campeón del mundo.
No hubo que esperar tanto tiempo. El domingo pasado, esta vez en Nueva York, el propio Kasparov se levantó de la mesa, exasperado, después de sólo 19 jugadas. Su oponente, la misma IBM RS/6000 SP con procesamiento en paralelo y capacidad para calcular 400 millones de movimientos por segundo, acababa de ganarle un encuentro a seis partidas y una bolsa de 700 mil dólares.
A primera vista resulta estremecedora la derrota de un campeón mundial de ajedrez ante una máquina. Pero esta culminación del duelo, celebrado en Nueva York entre el primero y el 11 de mayo pasados, puede dar lugar a conclusiones erróneas porque, más que una serie de partidas de ajedrez, el segundo enfrentamiento entre el azerbaijano y Deep Blue fue una vasta operación de imagen corporativa: el desafío ha otorgado un considerable margen publicitario para divulgar el enorme poder de cómputo que han alcanzado los procesadores de tecnología de punta, lo que en el argot computacional se denomina "fuerza bruta''.
Dejando de lado la visible neurosis del campeón, la cual fue un factor importante en su derrota, ésta era, a la larga, previsible. En materia de operaciones lógicas y aritméticas, cualquier calculadora de bolsillo es capaz de ganarle en rapidez, precisión y resistencia al matemático más superdotado.
Este hecho conocido no nos coloca en la inminencia de convivir con Frankenstein o con el Golem. La inteligencia artificial es un eufemismo que designa al conjunto de rutinas informáticas orientadas, por ahora, al mero reconocimiento y la percepción de contextos.
Pero ninguna corporación y ningún instituto de estudios tecnológicos ha podido producir un ingenio capaz de hacer el nudo en una agujeta.
Contra lo que se afirma en un popular chiste de gallegos, las computadoras sí han sido capaces de armonizar precisión y rapidez, pero a pesar de ello siguen siendo desoladoramente estúpidas. Aparte de las sumas y restas, que les salen muy bien y muy rápido, no tienen aptitud alguna para operaciones como la inferencia, la deducción, la inducción, el pensamiento analógico, la libre asociación, la síntesis, la antítesis, y mucho menos la intuición.
En suma, el duelo que culminó anteayer en Nueva York no tiene porqué alimentar los temores o las esperanzas en torno al surgimiento de una forma no humana de inteligencia. Permite, en cambio, sacar otras conclusiones: la primera es que de hoy en adelante las partidas de ajedrez entre masas encefálicas y circuitos integrados son un despropósito tan grande como lo serían las competencias de velocidad entre automóviles y humanos; la segunda es que Kasparov demostró ser menos inteligente de lo que habría podido pensarse, no por haber perdido la partida ante Deep Blue, sino por haber aceptado, a cambio de 400 mil dólares, hacer el ridículo de su vida compitiendo contra un refrigerador repleto de máquinas sumadoras.
6.5.97
Capitalismos
A pesar de los pronósticos en contra, la Historia sigue su curso, pero parece que la Revolución Conservadora ha llegado a su fin. El último de sus bastiones, el número 10 de Downing Street, en Londres, fue ocupado por un laborista descolorido y, a lo que se ve, un poco confuso ante el aplastante electoral que obtuvo el primero de mayo.
Los tiempos en que el pobre Océano Atlántico tenía a Reagan en una de sus orillas, y a Thatcher en la otra (o a sus remedos respectivos, Bush y Major), dejan el sitio a la época Clinton-Blair, dos dirigentes que no se han propuesto revivir la edad de oro del Estado de bienestar, pero que en muchos terrenos han tomado distancia inequívoca con respecto al neoliberalismo salvaje de los años ochenta.
Ahora que el capitalismo se ha implantado en casi todo el mundo, y cuando, electoralmente hablando, lo único importante que queda de la izquierda es la centroizquierda, habrá que aprender a distinguir la infinita gama de grises en que se han transformado las políticas económicas.
En los últimos treinta años las cosas se han sedimentado --y mezclado-- lo suficiente como para que hoy sea imposible poner de nuevo a pelear a Keynes y a Friedman, como se hacía en los setenta. Un deslinde más moderno puede encontrarse en Michel Albert (Capitalisme contre capitalisme, Seuil, 1991), quien marca las diferencias entre el "capitalismo anglosajón'' consolidado en tiempos de Thatcher y Reagan, basado en el éxito individual y el beneficio financiero a corto plazo, y el "modelo renano'', que se ha desarrollado en Alemania, Holanda, Suiza, los países escandinavos y, salvando las diferencias culturales, en Japón, y que valora el éxito colectivo, el consenso, la inquietud por el largo plazo.
Hace seis años Albert dijo que ambas propuestas estaban destinadas a entablar "una guerra subterránea, violenta, implacable, pero amortiguada e incluso hipócrita... una guerra entre hermanos enemigos, armados de dos modelos surgidos de un mismo sistema''. Más que el triunfo de los laboristas, la derrota de los conservadores en Gran Bretaña parece ser ahora un capítulo decisivo, y acaso final, de esa guerra. El neoliberalismo puro y duro subsiste, ciertamente, en las burocracias de los organismos financieros internacionales y en un barrio periférico de la economía global: América Latina. Pero las economías más poderosas del mundo se encuentran en manos de políticos que acaso no sepan muy bien lo que quieren, pero que en todo caso saben lo que no quieren: repetir la aplicación a rajatabla del simplismo friedmaniano que preconiza reducción fiscal, control estricto de la moneda, desregulación y privatización.
Más allá del ámbito económico, en los gobiernos no neoliberales hay una visión de futuro --cosa ausente en los yuppies tradicionales, quienes prefieren beneficiarse del futuro que ya se ha hecho presente-- que toma en cuenta nuevos factores de desarrollo como la información, la tecnología de punta, la educación profesional y las telecomunicaciones.
En lo poco que queda del siglo, las lesiones sociales dejadas por el neoliberalismo se irán asimilando a la historia, y sobre ellas habrán de construirse propuestas nuevas.
En América Latina tenemos, antes, el pendiente de ver de qué manera nos deshacemos de una ideología hoy residual y obsoleta, pero aún feroz, que permanece en el poder en casi todos los países del continente y que hace ya más de quince años que no nos deja vivir en paz.
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