30.6.98

Pena de muerte en China y en EU


El presidente Clinton andaba en China derrochando encanto personal y simpatía. Sus anfitriones sólo tensaron la mandíbula cuando su invitado les habló de derechos humanos y les echó en cara que violaran, en forma sistemática, tales derechos.

Clinton tiene razón, y tal vez hasta se quedó un poquito corto. A decir de Amnistía Internacional, a lo largo del año pasado, en China, cientos, tal vez miles de objetores y de supuestos opositores al gobierno fueron detenidos, y miles de presos políticos encarcelados en años anteriores permanecieron en prisión. La tortura y los malos tratos siguieron siendo prácticas constantes y sistemáticas y la pena de muerte siguió siendo utilizada en forma extensiva: unas 2 mil 500 sentencias capitales en ese lapso, y unas mil 600 de ellas cumplidas, según las cifras de Amnistía.

Las autoridades pequinesas siguen empeñadas en sus reformas económicas y avanzan en su programa de hacer volver al país al capitalismo en forma paulatina, pero los opositores son juzgados, recluidos en campos de trabajos forzados, y en ocasiones ejecutados de un tiro en la nuca, por ''contrarrevolucionarios'', lo cual no sólo es una monstruosidad sino también una hipocresía.

Es encomiable cualquier cosa que se haga con el propósito de reducir el sufrimiento de los perseguidos por las autoridades de Pekín, y los exhortos de Clinton se inscriben en ese espíritu, por antipáticos que les resulten a los nuevos mandarines del Partido Comunista. Para ellos violar derechos humanos es tan natural y tan legítimo que ni se les ocurrió --en vez de hacer coraje y apretar las quijadas-- recordarle al presidente de Estados Unidos que el año pasado, en Texas, fueron ejecutados 37 prisioneros, entre ellos Terry Washington, a quien se le calculó una edad mental de siete años; Irineo Tristán Montoya, quien al inicio de su proceso legal fue obligado por la policía a firmar una declaración en inglés, idioma que el sentenciado no comprendía, y Harold McQueen, el cual padecía de lesiones cerebrales médicamente documentadas.

Los gobernantes chinos tampoco dijeron a Clinton que en Arkansas, su estado natal, el reo Kirt Wainwright estuvo 45 minutos con la aguja del veneno clavada en el brazo, esperando una resolución salvadora de la Suprema Corte que nunca llegó, ni que en Florida se le incendió la cabeza a un retrasado mental de origen cubano cuando fue sentado en una silla eléctrica con 74 años de uso. Y eso, por no hablar de los casos de tortura policial, los más celebres de los cuales fueron documentados, en 1997, en Nueva York, Chicago y California, y cuyas víctimas fueron un haitiano, un negro y dos mexicanos.

Entre las mil 600 ejecuciones en China y las 74 realizadas en Estados Unidos hay, sin duda, más que una diferencia cuantitativa. En el primer país la bala en la nuca puede venir a consecuencia de delitos no graves (como robo sin violencia), en tanto que en el segundo la inyección letal, la cámara de gas o la silla eléctrica se reservan para los convictos por homicidio. Pero la diferencia más notable es que, aberrantes y todo, los procesos penales en Estados Unidos se realizan a la vista de todo mundo y de manera metódica y documentada. Antes de escribir estas líneas estuve buscando algún nombre de los ejecutados chinos, y no encontré uno solo, ni materiales sobre los juicios correspondientes --si es que los hubo--. La pena capital en China es, también, una sentencia al anonimato.

No está mal que los gobiernos se echen mutuamente en cara sus respectivas violaciones a los derechos humanos. No importa si lo hacen por un auténtico malestar moral o como parte de un juego de presiones comerciales y geoestratégicas. Esos intercambios, agrios y todo, pueden reducir un tanto el número y el sufrimiento de los torturados, los perseguidos y los encarcelados, y frenar un poquito el frenesí de las ejecuciones y las desapariciones. En el mundo que vivimos, eso ya es algo.

16.6.98

¿Videla al paredón?


Ahora vuelven a echarle el guante a ese hombrecito envaselinado que sumió a su país en una noche negrísima. Videla dejó el mapa argentino lleno de charcos de sangre masiva e injustamente derramada. En una respuesta que la historia ha querido tardía y mínima, algunos manifestantes expresaron su ira sobre el coche en que el ex dictador fue llevado a prisión y dejaron el vehículo pringado de huevos y tomates. ¿Y eso es todo? ¿Una yema por cada diez mil seres humanos? ¿Una rebaba de tomate por cada mil sesiones de tortura? ¿Una celda con televisor a cambio de los que fueron arrojados al mar, desnudos y anestesiados?

Vamos a ver. En Bolivia, a principios de los años ochenta, Marcelo Quiroga Santa Cruz había intentado llevar a Hugo Bánzer a un juicio político para que respondiera por los crímenes de su dictadura.

Poco después, los militares asesinaron al dirigente socialista y hoy Hugo Bánzer es un converso del gorilato a la democracia, está trepado en el poder Ejecutivo de su país y sigue impune. Pinochet sigue impune y es senador. Stroessner sigue impune. Ríos Montt está impune, activo en la política guatemalteca y apostándole a la presidencia. Son sólo ejemplos.

Hace casi tres lustros, en tiempos de Raúl Alfonsín, los máximos jerarcas de la dictadura militar argentina fueron procesados y encarcelados por el fiscal César Strassera en lo que constituyó un primer acto judicial y legal (ya antes habían sido asesinados con espíritu justiciero dos de la dinastía Somoza) contra la impunidad de Estado en América Latina. En esa ocasión, Videla y sus cómplices fueron juzgados por una fracción ínfima, pero emblemática, de sus crímenes. El juicio fue respirado como una garantía y como una esperanza, pero el consenso democrático contra los criminales de la guerra sucia se erosionó, el Ejército ladró y enseñó los colmillos, vino la ley de ''obediencia debida'' y, después, el indulto de Carlos Menem a los genocidas.

Ahora la globalización de --entre otras cosas-- la justicia ha llevado a la apertura, en Europa, de media docena de juicios contra los sanguinarios colegas de Videla. En esta ocasión, Carlos Menem optó por desamparar al torturador y éste volvió a quedar tras los barrotes, con su bigote encanecido y su carita de que no mata una mosca. Ya no está acusado del puñado de homicidios ejemplares que Strassera puso encima de su expediente: ahora la causa en su contra es por secuestro de recién nacidos.

¿Una piedra, una injuria contra Videla por cada bebé al que dejó sin padres y entregó en adopción a las familias de los torturadores? ¿Es suficiente con que pase lo que le queda de vida en una jaula para pagar sus crímenes? ¿Pena de muerte para Videla?

Hace dos décadas, en las tertulias febriles de la militancia y la simpatizancia, y al calor de las guerras sucias, se ponían a debate los castigos adecuados para pinochets y videlas y bánzers en caso de que cayeran en manos del pueblo: fusilamiento, castración, horca, cocción a fuego lento. Hoy toda esa pasión vengadora resulta ingenua y sus propuestas son a la vez insuficientes y excesivas, y además dan náusea.

Las sociedades de América Latina tienen hoy ante sí la obligación de castigar a los muchos videlas que en su territorio son y han sido, pero deben impedir que las sanciones las hagan parecerse a ellos. Para preservar el futuro de la civilidad, es preciso encontrar las formas de sentar precedentes inequívocos para los tiranos sanguinarios.

Pero no es aceptable soñar con paredones, con ollas para hervirlos o con cuchillos para mutilarlos. Morir en el tormento sería el triunfo póstumo de los torturadores. La sociedad no puede renunciar --por mero instinto de sobrevivencia-- a la perspectiva de la rehabilitación ni sucumbir a unos afanes de venganza que, en el caso de Videla y sus congéneres de todo el continente, están más que justificados, pero que en los tiempos que corren resultan tan ineficaces como unos pocos huevos y tomates que se estrellan contra un parabrisas, hacen ''plof'', provocan un rabioso rechinido de muelas en el ocupante del vehículo y aumentan la carga de trabajo del que lava los coches en la comisaría.

10.6.98

Drogas en la cumbre


A propósito de la Cumbre Mundial contra las Drogas, un funcionario equis de acento britaniquísimo decía antier en el noticiero de la televisión que si la humanidad ha sido capaz de superar el colonialismo y el racismo, ¿cómo no va a poder resolver el problema de los estupefacientes? A renglón seguido, auguraba éxito al encuentro de Nueva York y subrayaba sus palabras optimistas fijando en la cámara una mirada de tortuga. A lo que se ve, las sustancias malditas por vía intravenosa no son la única manera de freírse los conductos de la bóveda craneana.

“El problema de las drogas” no tendría por qué existir. Se trata de una carpeta creada para meter siete fenómenos distintos en los portafolios del poder y encajar conveniencias coyunturales con tragedias de largo alcance en los estrechos cajones de la razón de Estado. Las concepciones oficiales que salen de ahí son tan comparables al racismo o al colonialismo como un concilio vaticano al mundial de futbol. Pero a un funcionario de rango internacional le garabatean en una tarjeta cualquier cosa que suene histórica, la suelta a cámara y nos coloca ante una nueva década de confusiones.

Hoy en día una buena parte de las mafias mundiales se dedica a medrar con los temblores de abstinencia de los consumidores, pero se trata de un negocio de coyuntura: en los años 20 amasaban fortunas vendiendo alcoholes pésimos a los briagos estadunidenses y en Yugoslavia se concentraron en el negocio de las municiones.

Las drogas destruyen individuos, no civilizaciones, y éstas han debido convivir --en forma permisiva o represiva-- con minorías de pasados. Tendrían que ser asunto de ministros de Salud y de Educación, no de policías y estadistas. Pero la negativa a mirar y reconocer ese dato ha desembocado en una guerra muy sórdida que parece capaz de acabar, ésa sí, con el tejido social e institucional de varios países. El afán de convertir actos íntimos, subjetivos e individuales --correctos o no, eso es otra historia-- en crímenes contra la sociedad ha abonado el caldo de cultivo para el crecimiento de corporaciones delictivas tan poderosas como las grandes compañías legales, o como los gobiernos, o más.

En otro sentido, los cárteles de la droga son la prueba extrema de que la mano invisible del mercado no se toca el corazón para empuñar a conveniencia jeringas o carrujos y que, en aplicación de la ley de la oferta y la demanda, nunca faltarán operadores que aprovechen la escasez, incluso si ésta se origina en una prohibición, para encarecer los productos correspondientes, e hinchar las ganancias a costillas de la demanda, aunque ésta tome la forma de múltiples tragedias personales.

Bajo el piso de la legalidad la economía también crece, se expande y aprovecha las sinergias naturales entre los distribuidores de venenos, los traficantes de poder de fuego y las agencias financieras, cambiarias y bursátiles que cierran los ojos y extienden la mano para reciclar dólares manchados --entre 300 mil y 500 mil millones anuales-- y convertirlos en causas humanitarias, Bonos del Tesoro, acciones inmobiliarias, corbatas fragantes y limusinas negras y silenciosas que se estacionan frente a la sede de cristal de la ONU o frente a la Basílica de San Pedro.

Si la disparatada Ley Seca hubiese adquirido rango internacional, los capos estadunidenses habrían dispuesto de mercado y margen de ganancia en muchos países del mundo y habrían erigido formidables empresas delictivas transnacionales. Pero operaban en una economía cerrada y en un mercado local y restringido: fuera de la unión americana su mercancía tenía precios de cantina, no de joyería. Ahora, en el caso de las drogas, la prohibición internacional opera como un vasto tratado de libre comercio hecho a la medida de los narcos.

En la cumbre de Nueva York habría que empezar por admitir que la drogadicción está entre nosotros mucho antes de que hubiera cárteles de Cali o de Tijuana, y que sobrevivirá a tales organizaciones; que la prohibición internacional no va a erradicar del escenario a los narcotraficantes, sino que está destinada a perpetuarlos; que el escenario continental del combate al narcotráfico está irremediablemente contaminado de consideraciones políticas, geoestratégicas e injerencistas, y que el sistema financiero mundial, en su configuración contemporánea y con sus reglas actuales, se ha vuelto adicto a los narcodólares. Pero también puede ocurrir que en la jaula de cristal de la ONU resuenen frases históricas, invectivas contra el nuevo flagelo de la humanidad y compromisos estratégicos, y que no pase nada.

2.6.98

Talón de Aquiles


Me impresionan las implicaciones de la expresión certera de Pablo Salazar Mendiguchía: ''El sector de mayor fragilidad en el país es el sistema bancario nacional'' (La Jornada, 24 de mayo). La aseveración puede aplicarse no sólo a este país, sino a casi todas las naciones, y puede extenderse del mero sistema bancario a la burbuja global de las instituciones financieras. Hay que cotejar ese señalamiento con las consignas y los lugares comunes de la orientación económica en boga, según la cual fortaleza nacional significa fortaleza financiera. A mayor concentración de bancos por kilómetro cuadrado, más fuerte es el país. A mayor volumen de operaciones en la bolsa, más sólido es el país. Mientras más atractiva es la plaza financiera, más inexpugnable resulta a las tendencias de inestabilidad e incertidumbre.

La contraposición señalada es perfectamente globalizable. En verdad, el talón de Aquiles de las economías ha sido, desde la década de los ochenta, por lo menos (aunque, en rigor, podría remontarse esta consideración a 1929), ese conjunto de edificios impecables de concreto y vidrio en los cuales se deciden los destinos de empresas, regiones y naciones. A pesar de las limusinas blindadas, los mecanismos de autorregulación y los instrumentos estabilizadores, a pesar de los guardias y guardaespaldas que pululan en las instituciones bancarias y financieras, a pesar del aplomo sonriente con el que actúan sus propietarios, los órganos especulativos de un organismo social son los primeros en caer enfermos y los que menos resisten los embates del mercado.

Los gobernantes viven en la añoranza de escenarios ideales para desarrollar su gestión sapientísima y bienhechora: en la ausencia hipotética de pobres, de campesinos, de indios, de comunidades ancestrales y de trabajadores sin grado de especialización, en ausencia de mercaderes mínimos, los grandes planes de gobierno tendrían una ejecución más tersa y fácil y se llegaría en plazos menores a la ansiada perfección social.

De no ser por descontentos heredados --porque un gobernante modelo no puede hacerse corresponsable de los desastres y desajustes causados por sus antecesores-- la Nación marcharía en forma más armónica y maniobrable hacia su propio futuro, un porvenir que en los discursos y los himnos siempre es brillante. De no ser por esas y otras lacras, los países serían inmensamente fuertes ante el exterior y mucho más sólidos y sanos en lo interno.

Pero esta versión no resiste el cotejo mínimo con la realidad. Los sistemas bancarios y financieros son los primeros en desmoronarse por efecto del pánico, mientras que las sociedades profundas y sus tejidos (familiares, comunitarios, sindicales, barriales) representan, ante las perspectivas de desastre, la reserva efectiva y el instrumento para amortiguar las crisis.

Los que cada quincena hacen cola en la ventanilla para cobrar su sueldo estricto, los que no pueden tomar el próximo vuelo a Europa, los que tienen que despertar temprano, bañarse --si posible-- y trabajar, aquéllos para quienes la sobrevivencia es el único horizonte de las próximas doce horas, son, en realidad, la enorme garantía de estabilidad, la solución de la catástrofe, el correctivo de las situaciones límite: aguantan todo, hasta lo inaguantable, para no ver perturbadas sus expectativas de persistencia. Son la parte más prudente, tolerante, serena y confiable de los conglomerados nacionales. Y cuando el desastre de la irresponsabilidad se ha materializado, cuando las torpezas gubernamentales asociadas a la voracidad inestable de los especuladores ha llevado al país al desastre (como en Indonesia) son los que ponen las vidas, la sabiduría y la determinación necesarias para restaurar los márgenes mínimos de viabilidad nacional.