29.9.09

¿Por desgracia?


Miren nomás: dice el Diccionario de la Real Academia (RAE) que desgracia es, 1, “suerte adversa”; 2, “suceso adverso o funesto”; 3, “motivo de aflicción debido a un acontecimiento contrario a lo que convenía o se deseaba”; 4, “pérdida de gracia, favor, consideración o cariño”; 5, “desagrado, desabrimiento y aspereza en la condición o en el trato”; 6, “falta de gracia o de maña” y 7, “menoscabo en la salud”. El sentido de fatalidad se consolida con lo que el mamotreto dice de la expresión “correr alguien con desgracia”, que significa “no tener fortuna en lo que intenta”. De la palabra infortunio, la RAE afirma que es, 1, “suerte desdichada o fortuna adversa”; 2, “estado desgraciado en que se encuentra alguien” o “hecho o acaecimiento desgraciado”. “Por desgracia”, dijo Felipe Calderón el sábado anterior, “millones de mexicanos viven todavía en la miseria”.

Es harto conocida la afición de este hombre a violentar el sentido de los vocablos, en ocasiones hasta la antonimia: en calderonés vulgar (¿habrá otro?), “empleo” quiere decir desempleo; “seguridad” significa inseguridad; “transparencia” tiene la connotación de desaseo administrativo; “democracia” es sinónimo de atropello a la voluntad popular; “gobernar” implica desgobernar; “legalidad” denota impunidad; “compromiso” es desinterés; “justicia” es Chávez Chávez; “estado de derecho” debe leerse en la acepción García Luna; “educación” quiere decir negocio de mafiosos sindicales; “defender” significa entregar, privatizar, malbaratar, o las tres cosas juntas. En la declaración comentada, fue más o menos preciso en el uso de “millones”, “mexicanos” y “miseria”, pero su “por desgracia” fue una verdadera y original aportación al enriquecimiento de sentidos de esa expresión de dos palabras. Parece que quiso emplearlas en la primera, segunda o tercera acepciones aceptadas por la Academia y dejar implícito que si hay millones de mexicanos en la miseria, ello es consecuencia de la mala suerte, un traspié en la fatalidad, un rebote del azar o una cosa del destino; en suma, un fenómeno que escapa al control y a la voluntad de los humanos.

No es así. Los millones de mexicanos miserables y los dos tercios –o más– de población que se encuentra en situación de pobreza no han sido reducidos a esas condiciones por capricho de las parcas griegas ni por un mal golpe de dados en el destino de la nación, sino por efecto de una política económica dedicada a engendrar y a engordar a unos cuantos multimillonarios y a producir una muchedumbre de pobres y de miserables. Abreviemos: hay millones de mexicanos en situación de pobreza o de miseria, sí, pero no por desgracia, sino por culpa de Felipe Calderón. Y también, claro, de sus aliados políticos y empresariales, de sus antecesores, de sus cuates, de sus parientes, de sus compadres, comadres y compinches, de sus patrones verdaderos, que no son los ciudadanos sino los corporativos: ellos lo pusieron en donde está, y a ellos rinde las cuentas reales.

Las pruebas sobran: el calderonato mantiene a sus cuadros principales –empezando por el propio declarante– en un tren de boato ofensivo y a ese propósito destina la tajada del león del presupuesto; los impuestos son un mecanismo de distribución invertida de la riqueza: 40 potentados se distribuyen entre sí la de cien millones, gracias a los regímenes especiales de recaudación, que perdonan las cargas fiscales de los primeros pero exprimen sin piedad (“hasta que duela”, era una expresión dilecta de Gil Díaz, antecesor de Carstens y hoy empleado de su exenta Telefónica) los bolsillos rotos de asalariados, pequeños comerciantes y empresarios, profesionistas independientes y (cómo no les da vergüenza o, cuando menos, remordimiento, que es más íntimo) consumidores situados precisamente en los nichos estadísticos “pobre” y “miserable”. En vez de crear empleos con el dinero que sobra después del saqueo, el calderonato, al igual que las administraciones que lo precedieron, reparte morralla (o calderilla, que es un diminutivo de lo que calderón aumenta) entre los “desgraciados” que conforman esos estamentos mayoritarios; es decir, compra votos.

Tropo es “empleo de las palabras en sentido distinto del que propiamente les corresponde; eufemismo, “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. El hacedor de tropos de Los Pinos consagró “por desgracia” como eufemismo de “por mi culpa”. Bueno, “por nuestra culpa”. La verdadera desgracia para el país se llama Felipe Calderón. La persistencia y la expansión de la pobreza y la miseria son, en cambio, consecuencia de una rapiña sostenida que ha venido cambiando de apellidos: Salinas, Zedillo, Fox y ahora, Calderón.

24.9.09

El último suspiro
del Conquistador / III


No bien había terminado de acceder a la petición de Jacinta, Andrés sintió una desoladora incomodidad intelectual y quiso eludirla por medio de una nueva zambullida en la carne, pero ella lo paró en seco. “Espérate —le dijo—: ¿Cómo, dónde y cuando vas a analizar mi frasco?” Él apartó las manos de aquel cuerpo espléndido ; con un suspiro de resignación, transitó del ámbito del deseo al reino del intelecto e intentó descomponer el problema en sus hechos básicos: “Vamos a ver; tú posees un recipiente y sospechas que adentro de él se encuentra el alma de Hernán Cortés, o de cualquier otro mono, de un muerto equis. Me pides que yo te ayude a analizar el contenido del frasco, pero sin abrirlo; eso no sería problema si el análisis tuviera una dirección determinada, es decir, si tuviéramos al menos preguntas específicas: ¿Composición química? ¿Pre-sión?¿Densidad? Pero lo que tú quieres es que yo determine si ahí adentro hay un alma o no, y eso, simplemente, no hay forma de averiguarlo.”

—¿Por qué?

—Porque nadie conoce la fórmula ni las propiedades físicas del alma, suponiendo que existiera —contestó Andrés con un leve tono de burla—. De hecho, se supone que el alma no tiene propiedades físicas.

—Lo que pasa es que, hasta ahora, nadie ha tenido oportunidad para averiguarlas—porfió ella—. Pero si el alma existe tendría que ser una sustancia muy rara. Lo que yo te propongo es que nos vayamos a México, que pasemos a casa de mis papás a buscar el frasco, que lo llevemos a un laboratorio y que veas si contiene algo más que aire común y corriente.

Ante el disparate, Andrés se rió a pesar de sí mismo. No habían pasado 8 horas desde la aparición de Jacinta en su vida y se preguntó si no estaría a punto de descarrilarla por las obsesiones de una loca. Jaló “aire común y corriente”, como acababa de decir ella, e intentó un nuevo ordenamiento de la situación:

—Espérate —le dijo—. Me gustaste desde que te vi, me caíste muy bien cuando platicamos, decidí atrasar un día mi llegada al CERN y no me arrepiento: he pasado unas horas más que gratas contigo, pero, la verdad, no voy a irme ahorita a tomar un avión a México para ir a buscar un frasco en el que tú sospechas que hay algo raro. Te propongo esto: mañana muy temprano nos vamos de aquí, tú te vas a pasear por Ginebra, como lo tenías planeado, yo me voy a Saint-Genis-Pouilly a hacer mis cosas, nos volvemos a ver en París en una semana, o algo así, y vamos pensando en qué hacer con tu alma de Hernán Cortés. ¿Te parece?

Para su sorpresa, ella accedió, le prometió no volver a hablar del asunto sino hasta la próxima cita; el resto del día se contaron sus respectivas vidas, al caer la noche cenaron en un restaurante de montaña, luego volvieron al hostal, hicieron el amor como conejos y a la mañana siguiente salieron muy temprano, y sin haber dormido, hacia la estación de trenes. Abordaron juntos el tren a Ginebra, llegaron a la estación de Cornavin y allí tuvieron que despedirse. Él estaba por anotar su número telefónico en un papelito pero ella se le adelantó. Sacó de su mochila un marcador de tinta de agua, le arremangó la camisa, le garabateó una dirección electrónica en el antebrazo y le dijo:

—No te bañes antes de apuntarlo en otro lado. Si te interesa, ya me buscarás tú a mí.
Acto seguido, se dio la vuelta y se alejó con paso rápido, pero firme, sin una palabra más ni un beso de despedida. Él tuvo el impulso de alcanzarla pero en ese momento tuvo un ataque de pánico: el CERN o ella. “Si nos decimos una palabra más, no termino el doctorado”, pensó, y se quedó parado, a la espera de que ella terminara de desaparecer. Copió en su agenda el email de ella, salió a tomar un taxi y le pidió que lo llevara a un hotel situado en la Rue Auguste Piccard. Tomó posesión de su habitación y se sintió furioso consigo mismo por no poder dejar de pensar en Jacinta. Sacó la laptop de su maleta, se conectó a la red inalámbrica gratuita, abrió el correo y se puso a redactar un mensaje para ella.

Tras dejar a Andrés en la estación de Cornavin, Jacinta se metió a un cafetín, pidió un café doble, se sentó en una mesa y se echó a llorar. “Por qué tengo que mezclar así las cosas —se dijo a sí misma—. Este güey me gusta mucho.” Se prometió que si llegaba a recibir un correo de Andrés, se concentraría en buscar algo con él y dejaría el frasco fuera del encuentro. Se fue a la residencia estudiantil de la Ciudad Universitaria, se desembarazó allí de su mochila, paseó hasta el atardecer y luego se dirigió al cibercafé de la estación para consultar su correo.

El día siguiente, por la tarde, Jacinta se mudó a la habitación 23 del hotel Balladins, y esa misma noche, tras varios desagües hormonales intensos en compañía de Andrés, el alma del Conquistador volvió a anteponerse entre ellos.

—¿Un gas que se hace líquido él solito con el paso del tiempo? —inquirió él— ¿Eso se supone que es el contenido de tu frasco? Es imposible: habría que enfriarlo hasta una temperatura determinada, para evitar que explote, y luego, someterlo a una presión específica. Sería, en todo caso, un proceso de condensación, no de licuefacción. Déjame formular tu loquera de modo que revista un mínimo interés científico: alma o no alma, Cortés o no Cortés, brujos o no brujos, un frasco lleno de algo que después de tantos años tendría que ser aire, y cuyo contenido se vuelve líquido sin que medie un brusco cambio de temperatura o una compresión súbita, tendría que ser una anomalía.

—El aire es un gas; define gas —pidió ella.

—No, es una mezcla de gases —corrigió Andrés, y accedió—; gas es un estado de agregación de la materia sin cohesión y sin forma ni volumen propios; se trata de un conjunto de moléculas no unidas entre sí, de densidad menor que la de los líquidos y los sólidos, que se expande libremente hasta llenar el recipiente que lo contiene.

—Define líquido —volvió Jacinta.

—Fluido de volumen constante en condiciones de temperatura y presión constantes, con propiedades de capilaridad y tensión superficial, de forma esférica, en ausencia de gravedad, y definida por el contenedor, en función de la gravedad; en ciertos casos, propiedades anisotrópicas...

—Párale a tu cacle-cacle —interrumpió ella— y escucha esto: “... Constreñida / por el rigor del vaso que la aclara, / el agua toma forma./ En él se asienta, ahonda y edifica, / cumple una edad amarga de silencios / y un reposo gentil de muerte niña, / sonriente, que desflora / un más allá de pájaros / en desbandada. / En la red de cristal que la estrangula, / allí, como en el agua de un espejo, / se reconoce; / atada allí, gota con gota, / marchito el tropo de espuma en la garganta / ¡qué desnudez de agua tan intensa, / qué agua tan agua, / está en su orbe tornasol soñando, / cantando ya una sed de hielo justo!”

Andrés había vivido, hasta entonces, sin ser consciente de su propia sensibilidad ante la palabra y sin reparar —tal vez hubiese leído el texto en la prepa, pero nunca le dio importancia— en la Muerte sin fin. El poema de Gorostiza, declamado, para rematar, por la boca de Jacinta, le causó un impacto inmediato y trascendental. Antes de que ella terminara, él supo que no concluiría el doctorado. Dos semanas después, la pareja abordaba un vuelo París-México. “Todavía no lo puedo creer”, dijo él, al abrocharse el cinturón de seguridad. “Me has descarrilado la vida.”

—Quién sabe —replicó Jacinta—: en una de esas, te la estoy encarrilando. Por ahora, mejor relájate y piensa en nosotros como protagonistas de una historia que continuará.

22.9.09

Civilidad


Si el amontonamiento de seres humanos que se produjo en el Zócalo capitalino la noche del 19 de septiembre se resolvió, a la postre, con saldo blanco, y si el asunto no pasó a mayores, “fue por la forma en que actuamos los ciudadanos”, dijo a reporteros de La Jornada (20/09/09) una asistente a la segunda presentación del espectáculo multimedia que el calderonato había estrenado en esa plaza, repleta de empleados públicos acarreados, cuatro días antes. Luego se supo que los elementos del Estado Mayor Presidencial, en el afán de cuidar a su jefe, cerraron durante hora y media varias salidas —las calles de 16 de Septiembre, Madero y 5 de Mayo— e hicieron chocar entre sí a grupos de espectadores entrantes y salientes. “La gente llegó aquí desde la tarde para la función de las 20:30 (que) terminó a las 20:55 y desde esa hora nadie podía salir; empezamos a caminar por las calles, pero estaban bloqueadas, afirmó otro testigo citado por Reforma (20/09/09); según ese periódico, hasta las 23:00, el declarante no había podido abandonar el Zócalo. Las funciones subsecuentes del tal espectáculo multimedia fueron canceladas, pero el bien conocido libreto presumiblemente continuará: en el próximo capítulo algún funcionario federal le echará la culpa del estropicio a las autoridades capitalinas.

Es muy alto, en efecto, el grado de civismo social al que hizo referencia la ciudadana de la primera nota. Esa virtud no sólo impidió que en el Zócalo tuviera lugar una versión multitudinaria de la tragedia que la policía capitalina provocó en junio del año pasado en el antro News Divine; tan elevado, que después de tres años de estar sujetos a una doble exaltación de la violencia como único recurso de desgobierno (Calderón) y de éxito inmediato (el narco), siguen siendo excepcionales los episodios como el del tipo del revólver .38 especial en el Metro Balderas. No vienen al caso en el recuento, claro, los innumerables pistoleros, zetas, familiares, paramilitares y matarifes que han encontrado un modo de vida (breve) en la eliminación del prójimo, sino de esos paroxismos individuales con arma de fuego, tan comunes en Estados Unidos, por ejemplo.

No hay que tomarlo a la ligera: el discurso oficial, multiplicado y rebotado en un bombardeo de spots y carteles, es un instrumento de educación moral que legitima la guerra y la aniquilación y presenta a las instituciones en una actitud de bravuconería armada no tan diferente a los modos que los crminales ostentan en los videos que cuelgan en Youtube. Más allá del discurso, en los hechos, la movilización policial-militar deja caer sobre las poblaciones que la sufren un mensaje inequívoco: la implantación expedita y de facto de la pena de muerte, el atropello contra inocentes y la suspensión discrecional de garantías son medios justificados por el fin supremo (e incierto) del combate a los cárteles. Si el gobierno de Calderón puede matar, encarcelar, allanar y suprimir el libre tránsito a quien se le antoje con tal de “salvar a los jóvenes del flagelo de las drogas” (sí, cómo no), a más de alguno le parecerá sensato remontar el calentamiento global perpetrando una carnicería en una estación del metro. En la relación entre los medios y los fines de ambas aventuras hay un manifiesro disparate. A juzgar por resultados, ambas han sido, en distinta escala, tan cruentas como inútiles.

Lo extraño en el contexto no es que ocurran estos hechos; lo significativo —y alentador— es que el ejemplo de la violencia no haya cundido en un entorno salpicado de balaceras entre bandos difusos.

Mientras la oligarquía gobernante se empeña en destruir la convivencia por medio de agresiones directas e indirectas, cruentas y no, contra la mayoría de la población —fabricación de culpables, criminalización de las luchas sociales, transferencia de las políticas sociales al reino de la simulación, carestía deliberada, desempleo inflado desde las oficinas públicas, ostentación insolente en medio de las ruinas de la economía—, el grueso de la gente se aferra a la paz y a la civilidad, se abstiene de herir y de matar, no sale armada a las calles a pregonar el fin del mundo establecido: sale como puede, y procurando que nadie quede lastimado, de convocatorias torpes y cargadas de desdén y paranoia, como la que formuló el calderonato para que la gente acudiera al Zócalo el pasado 19 de septiembre. Hay mucho para construir. Esa civilidad a contrapelo de la insensatez oficial es una gran razón para el optimismo.

17.9.09

El último suspiro
del Conquistador / II


La semana pasada dejamos a Jacinta y a Andrés embobados la una con el otro y al revés, en algún hostal próximo a la frontera franco-suiza. Se habían conocido horas antes, en la estación de Montparnasse, cuando ambos estaban a punto de abordar el tren a la nación helvética. En el camino decidieron no llegar a sus respectivos destinos originales (él se dirigía a Meyrin en viaje de estudio, ella a Ginebra en turismo de fin de semana), dirigirse a cualquier pueblo e irse juntos a platicar y a hacer más cosas. Entre una y otra de esas, Jacinta le contó a Andrés que había investigado a los almeros de la cuenca del Usumacinta que se dedican a enfrascar (y a almacenar, en su caso) el ánima --contenida en el último suspiro-- de los moribundos y le expresó su sospecha de que en el aire contenido en los frascos correspondientes había algo más que aire, es decir, algo que ella no sabía qué era, pero que en una de esas resultaba ser realmente, gulp, el alma del individuo. Inicialmente, Andrés recibió la elucubración con el escepticismo propio de un físico próximo a concluir el doctorado. El joven desarrollaba una experimentación de frontera sobre la caracterización del plasma de quark y gluones, o bien con una pequeña aportación a la búsqueda del Higgs y Susy, y no me pregunten qué es todo eso, porque yo nomás transcribo lo que puede hacer un físico mexicano en el laboratorio del CERN en Saint-Genis-Pouilly. Pero Andrés no requirió de una colisión de hadrones para dar cabida en su mente rigurosa a la idea de Jacinta: un par de orgasmos bien trabajados le bastaron para reorientar sus inquietudes teóricas y prácticas, y si la historia resultante fuera cierta, bien podrían haber sido los más trascendentes en la historia del pensamiento científico. Yo no digo que sí ni que no: simplemente consigno la historia tal y como me la contó uno de los participantes, y tampoco revelaré cuál de los dos.

Una referencia fundamental que omití sin querer en la versión impresa del capítulo anterior (pido perdón por la omisión, oportunamente señalada por el lector Alejandro Murillo) es que originalmente Jacinta supo de los almeros por “El embotellador de almas”, un cuento de Eraclio Zepeda cuya versión en audio, y con voz del autor, puede hallarse, entre otros sitios, en el blog contandoelcuento.bli-goo.com. Fue por leer o escuchar esa historia que Jacinta, una mujer de intuiciones privilegiadas, sospechó que la práctica de enfrascar almas podía ser algo más que ficción, y que, años antes de encontrarse en Francia con Andrés, decidió ir a Chiapas en busca de los almeros. En su práctica de campo dio con algunos de ellos, todos muy viejos ya.

Conforme entrevistaba a los enfrascadores, Jacinta iba cediendo al deseo de poseer uno de los recipientes. Una tarde abusó de la confianza de un almero que la había albergado en su casa: en un momento de ausencia del anfitrión, robó de un viejo almario un bote de vidrio soplado que tenía, colgado con una cadenita antiquísma, el escudo de armas del Marquesado del Valle de Oaxaca. La antropóloga “concluyó que se había convertido en la feliz propietaria del alma de don Hernando Cortés Monroy Pizarro Altamirano”, escribí en la navegación de la semana pasada, y el lector Ernesto Carranza me expresó su gentil indignación porque Jacinta debe ser considerada “la infeliz ladrona que, aprovechándose de la confianza del almero, le hurtó algo que seguramente para él tenía un sentido más trascendente, y no un supuesto afán antropológico”. Concuerdo con ese juicio. El hecho es que, tras su fechoría, Jacinta regresó radiante a la Ciudad de México; que en los meses siguientes se hundió de cabeza en la lectura de todos los cronistas habidos y por haber (desde Alva Ixtlixóchitl, Fernando, hasta Vázquez de Tapia, Bernardino, pasando por todo el resto del abecedario) y que en los renglones de alguno de ellos encontró la pista del almero Tomás: “un brujo que nubló el entendimiento de Cortés con la promesa de la inmortalidad”, decía la crónica, y al que el Conquistador mantuvo a su lado desde que lo reclutó en su expedición a Las Hibueras hasta que regresó a España para desenredar las intrigas que se cernían sobre su cabeza.

Quién sabe qué le dieron de tragar en la Madre Patria; es posible que una butifarra podrida haya logrado lo que no consiguieron los ejércitos aztecas durante la Noche Triste. La cosa es que Cortés enfermó del vientre y que murió el 2 de diciembre de 1547, en Castilleja de la Cuesta, a los sesenta y tres años de edad, con un cura horrorizado a la izquierda y el indio Tomás, impertérrito, del lado derecho, y entre una demasía de eructos y flatulencias, mentadas de madre a granel e imprecaciones contra el jodido Rey Nuestro Señor, quien tan mal le había pagado sus servicios monumentales a la Corona. En el momento postrero, Tomás pronunció un conjuro en su lengua y realizó un pequeño ritual que fue visto con benevolencia por el sacerdote, quien tal vez deseaba alejarse lo más pronto posible de un muerto tan blasfemo y pedorro. “Entregó el alma”, decía la narración que leyó Jacinta. “Entregó, mis huevos”, se dijo para su coleto la sagaz antropóloga, que siempre ha sido mal hablada: “Se me hace que a este güey lo embotellaron, y que hoy está en el cuarto de servicio de casa de mis papás”.

Años más tarde, sobre el colchón demasiado blando de un hostal barato en los alrededores de la frontera franco-suiza, Jacinta preguntó a Andrés si con los instrumentos contemporáneos era posible realizar un análisis exhaustivo del gas contenido en un frasco sin abrir el recipiente y sin alterar su contenido. “Imagínate –replicó él–, si los astrónomos son capaces de determinar la composición química de cuerpos situados a mil años luz de la Tierra, sin más datos que la lucecita pinche que nos llega a través de esas distancias, cómo no se va a poder analizar tu dizque suspiro de difunto”. “¿Lo harías?”, preguntó ella con ansiedad. Entonces Andrés dio a Jacinta un “sí” mucho más trascendente que el matrimonial y se comprometió a investigar qué clase de contenido podìa haber en un frasco que, en ese momento, se encontraba a miles de kilómetros de allí. Pero, antes de eso, ambos tenían que tomar decisiones sobre lo que harían en los momentos próximos, en los días siguientes y en los meses por venir, y en esas disyuntivas a nosotros nos llega el tiempo de escribir “continuará”.

* * *

El próximo domingo, La Jornada conmemora su 25 aniversario. La circunstancia nacional actual es la más grave y preocupante de ese cuarto de siglo. Me atrevo a estar seguro de que si nuestro diario no existiera, la situación de México sería mucho peor.


16.9.09

El neovirreinato


Procter & Gamble, Coca Cola y Repsol, por ejemplo, han dejado algunos indicios, pero se requiere de una investigación minuciosa, con la perspectiva amplia que da la historia, para esclarecer los entramados que, en los hechos, han colocado a los grandes capitales del mundo como superiores jerárquicos de los más recientes habitantes de Los Pinos, y cabe dudar que los historiadores de la Corte se animen a emprenderla. Tal vez algún día conozcamos a detalle la función que desempeñaron los grandes corporativos del extranjero en la selección —e imposición, en su caso— de los gobernantes mexicanos de las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI: los virreyes contemporáneos que han propiciado la transferencia a las transnacionales de la propiedad de los bancos, las minas, los ingenios, buena parte de las telecomunicaciones, lo que queda de los ferrocarriles, la industria alimentaria, la generación de electricidad, los derechos de autor sobre obras de arte y especies vivas de origen nacional, entre otras cosas.

Ahora bien: por exasperante que sea el saqueo de los bienes nacionales, lo más intolerable de este virreinato neoliberal es la sistemática y deliberada devaluación de la gente. En la lógica en la que se nos ha situado, cualquier agente de seguros desarma con facilidad el lugar común de la ética según el cual la vida humana no tiene precio; cualquier empleador es capaz de tasar en una entrevista de cinco minutos el tiempo de una persona —nadie es nada sin tiempo y el tiempo es oro— y las eminencias de la Comisión Nacional de Salarios Mínimos se saben al dedillo el tabulador de precios de los mexicanos según su lugar de residencia. En la medida en que la apuesta del modelo neoliberal criollo ha sido competir en el mercado internacional de carne humana (exportada a través del Río Bravo o comprada in situ por la inversión maquiladora), lo procedente es reducir al mínimo posible el precio de esa mercancía para ampliar al máximo deseable el margen de utilidad de los mayoristas, subcontratistas e intermediarios locales.

Se ha venido restando valor a la población lanzándola al sector informal y a una situación de mera supervivencia, por medio del deterioro planificado de los servicios de educación, salud y transporte, y mediante la reducción regular de sus condiciones de alimentación y vivienda; en aplicación estricta de las leyes de la oferta y la demanda, se le ha abaratado con el mantenimiento de un desempleo enorme (aunque minimizado y disfrazado en las cifras oficiales), y con políticas inamovibles de contención salarial, de supuestos propósitos antiinflacionarios, por más que el mismo poder que las impone con una mano propicie, con la otra (impuestos, tarifas de servicios públicos) abrumadores y masivos incrementos de precios.

Resultados, a la vista: en cifras correspondientes a ingreso, prestaciones, seguridad social y poder adquisitivo, en las dos últimas décadas se ha ensanchado de manera pavorosa la brecha entre un mexicano promedio y un noruego, estadunidense o japonés promedio. Si a principios de los años ochenta del siglo pasado valíamos un tercio de lo que valen ellos, hoy la proporción es de un décimo, de un vigésimo, o menos.

El neovirreinato es distinto de lo que había hace un par de siglos: en vez de la Flota de Indias hay movimientos electrónicos bancarios y bursátiles y ya no es necesario el azaroso transporte en galeón para llevarse el oro literal o figurado de estas tierras. El marketing político, el terror sicológico y la hegemonía oligárquica sobre el conjunto de los medios informativos constituyen, en conjunto, un mecanismo de legitimación ideológica más eficiente (es decir, más aplastante) que la religión de Estado, y los criollos económicos de hoy en día no se andan con veleidades independentistas porque los nuevos peninsulares han aprendido a incluirlos, con la generosidad debida, en el reparto del pastel: hay cuarenta o cincuenta mexicanos que valen, cada uno, un dineral.

El desafío de la gesta contemporánea de independencia consiste en invertir esta tendencia, coagulada en estructura de dominación, y reorientar el impulso nacional hacia la restitución y el incremento del valor de la gente en general, no de medio centenar de potentados y de accionistas extranjeros sin rostro; en erradicar la estupidez inconmensurable de minimizar la riqueza central y básica del país, que es su población; en armonizar medios y fines, y en concretar ese proyecto civilizatorio en forma civilizada, es decir, pacífica: los ciudadanos deben ser los beneficiarios de esta transformación, no sus mártires; porque, a pesar de los cálculos de los amanuenses de la Corte y de la inmoralidad mercantil dominante, la vida no tiene precio.

10.9.09

El último suspiro
del Conquistador / I


Don Martín Cortés, segundo Marqués del Valle, mandó grabar en la primera tumba de su progenitor, a modo de epitafio, unos versos apresurados:

Padre cuya suerte impropiamente
Aqueste bajo mundo poseía
Valor que nuestra edad enriquecía,
Descansa ahora en paz, eternamente.

Ja, ja, ja. En esa sepultura, ubicada en la iglesia de la localidad sevillana de San Isidoro del Campo, el Conquistador duró sólo tres años, pues fue mudado, dentro del mismo recinto, a un nicho junto al altar de Santa Catalina; Dos décadas más tarde, sus huesos cruzaron una vez más el Atlántico y fueron depositados en el templo de San Francisco de Texcoco, en donde pudieron relajarse por medio siglo. En 1629 las autoridades virreinales pusieron los despojos junto al altar mayor del convento de San Francisco, pero setenta años después, por necesidades derivadas de una remodelación, fueron trasladados a la parte posterior del retablo. En 1794 Cortés fue exhumado por enésima vez, esa sí para darle gusto, y enterrado donde había deseado yacer: en la iglesia anexa al Hospital de Jesús. Pero en 1823 volvieron a molestarlo pues se temía que, al calor de las pasiones independentistas, las turbas profanaran la tumba del Conquistador. Lucas Alamán escondió los huesos bajo una tarima y propaló la especie de que habían sido enviados a Italia. 13 años después, ya calmadas las aguas, Cortés fue reubicado en un nicho en el mismo establecimiento, en donde lo dejaron en paz hasta 1946, cuando un grupo de historiadores fue a tocarle el timbre para efectos de autenticación. Los expertos dieron el visto bueno y el certificado de validez a los restos, volvieron a meterlos en el hoyo del que los habían sacado y hasta la fecha, que se sepa, siguen en ese sitio.


Lo que nadie supo, en cambio, es que Cortés, en su último viaje a la Península, había llevado con él a Tomás, un indio de la región del Usumacinta que dominaba los secretos del almacenamiento de almas. Conoció al brujo en el curso de su expedición a Las Hibueras y desde entonces lo mantuvo a su lado. El Conquistador entendía que ese procedimiento habría de garantizarle la existencia eterna.

Lo cuenta Eraclio Zepeda en un relato que puede escucharse aquí. Todavía en la actualidad, dice Jacinta por su parte, los enfrascadores o almeros recorren los pueblos de la región en busca de agonizantes (o, mejor dicho, de familiares de moribundos, que son los que todavía pueden abrir y cerrar el monedero); una vez contratados, permanecen al lado del enfermo, como zopilotes solícitos y discretos, a la espera del último suspiro. Cuando éste se acerca, el especialista tapa cuidadosamente una de las fosas nasales del agonizante (existe toda una discusión y una lucha entre escuelas en torno a si debe ser la izquierda o la derecha), aproxima a la otra un pequeño frasco, amarra las quijadas con un pañuelo grande para que la boca quede bien cerrada y, en el momento preciso, capta la exhalación postrera y cierra de inmediato el recipiente con un tapón de cera de abeja mezclada con chicle natural de la región, logrando un cierre perdurable y totalmente hermético. Luego, por un pequeño cargo extra, deposita el frasco, por tiempo indefinido, en uno de esos muebles a los que llaman almarios.

Quiere la tradición que algún día el aire contenido en esos frascos acabará por licuarse, que entonces el fluido resultante podrá emplease para humedecer una pizca de hueso del difunto y que de esa forma será posible devolver al muerto del otro mundo a éste. El problema es que nadie dijo cuánto tiempo hay que esperar para que el gas del frasco se vuelva líquido y que, desde tiempos inmemoriales, los almarios pasan de una generación a otra de enfrascadores, y si el conjunto de muebles y recipientes no ha desembocado en una proliferación incontrolable, como las explosiones demográficas que ocurren en los cementerios, es porque la vida moderna ha mellado la credibilidad de estos profesionales y cada vez menos personas recurren a sus servicios.

Dicen que la precisión y la oportunidad son fundamentales a la hora de atrapar el ánima del expirante, pues si ésta se mezcla con aire común y corriente, el resucitado será por consecuencia lerdo y distraído, o incluso tarado, y que si el recipiente se deja unos segundos de más en la fosa nasal del cadáver, se contaminará con efluvios mortíferos que tendrán por consecuencia un resurrecto desapegado y cruel. El frasco debe contener el alma y nada más. Pero, hasta donde se sabe, este debate técnico y sus derivaciones no ha podido ser zanjado en la práctica, pues todas las almas enfrascadas siguen esperando su momento de licuefacción.



Jacinta conoció al que luego sería su marido, Andrés, en la estación ferroviaria de Montparnasse. Ella había terminado la carrera de Antropología y estudiaba una maestría en París; él, físico, estaba por terminar un doctorado. Ella aprovechaba unos días libres para conocer Ginebra y él iba a una visita de investigación al laboratorio del CERN en Meyrin. Cruzaron las primeras miradas en el andén y ambos repararon en un detalle común: ella llevaba pegado a la mochila, y él impreso en la camiseta, el emblema de Los Pumas. El flechazo fue fulminante y poco más tarde, en los alrededores de Le Creusot, platicaban, como si se conocieran de toda la vida, muy pegaditos la una junto al otro en los asientos hinchados del tren rápido que hace el recorrido de París a Ginebra. No sin temor de que la considerara excéntrica o de plano loca, Jacinta le dijo que había objetos de culto que tendrían que ser tomados más en serio por las ciencias exactas y le citó el caso de los frascos de los almeros, con los que había tenido contacto en una práctica de campo, y en los que ella sospechaba que había algo más que una última bocanada de dióxido de carbono exhalada por un agonizante. En otras circunstancias, él habría tomado la observación por una chifladura, pero los ojos de Jacinta, grandes y hermosos, le ganaron la partida al escepticismo científico que caracterizaba al aspirante a doctor. Para cuando pasaron por Lyon, ambos habían perdido interés en sus respectivos destinos originales; en Chambéry descendieron del tren, se fueron a buscar un hostal y permanecieron en él los siguientes tres días. En los pocos momentos que hubo para la conversación, Andrés se comprometió a poner todo de su parte para analizar el contenido de los frascos chiapanecos.


Hasta entonces, Jacinta no le había contado todo a su amante súbito. No le había dicho, por ejemplo, que en una práctica de campo logró recibir hospedaje en la casa de un viejo almero y que su anfitrión le tomó confianza, tanta, que en una ocasión se animó a dejarla sola en la vivienda mientras él acudía a la cabecera municipal a gestionar unas escrituras; que ella aprovechó la ocasión para hurgar en un almario antiquísimo y que en ese mueble, vio un pomo al que había amarrada una cadenita; que pendiente de ella había un blasón inconfundible: las siete cabezas y los cuatro elementos de los cuarteles —el águila bicéfala, las tres coronas, el león rampante y el castillo torreado sobre un torrente— eran referencia inequívoca al Marquesado del Valle de Oaxaca, es decir, a Cortés; que no dudó un segundo: que robó el frasco, que abandonó de inmediato la casa del pobre almero despojado, que regresó en cuanto pudo a la Ciudad de México, que puso el recipiente a buen resguardo, en una bodega de la azotea de casa de sus papás, y que en los meses siguientes hurgó en crónicas y reproducciones facsimilares hasta que dio con una tenue referencia a la discretísima existencia del almero Tomás y concluyó que se había convertido en la feliz propietaria del alma de don Hernando Cortés Monroy Pizarro Altamirano; ah, y que deseaba revivirlo sólo para ver qué pasaba. Y ahora, dice la computadora, hay que teclear la palabra “continuará”.

* * *

El próximo 24 de septiembre iban a cumplirse 64 años de una de las últimas masacres perpetradas por las fuerzas militares alemanas en el extranjero: en esa fecha del año 1944 (habían transcurrido menos de cuatro meses desde el asesinato, a manos de la 2ª División Panzer, de 240 mujeres, 205 niños y 197 hombres en la iglesia de Oradour-sur-Glane, en Francia), el alto mando de las tropas nazis en Italia llevaba a cabo un operativo de represalia —la Operación Piave— contra la población civil del pueblo de Bassano, que tantos hijos suyos daba a la resistencia partisana. Entre los días 20 y 28 fueron asesinados 264 varones adultos, ancianos y niños. El 24 los ocupantes ofrecieron a todos los hombres de la localidad que si se entregaban les respetarían la vida y que serían destinados a los batallones de trabajadores civiles o a la brigada antiaérea. 31 muchachos que creyeron en la propuesta se presentaron ante los nazis y de inmediato fueron maniatados, inyectados con algún sedante y ahorcados con pedazos de cable telefónico en los árboles de la plaza.

Por alguna razón, el pasado viernes 4 de septiembre el alto mando de Berlín contemporáneo decidió ponerse al corriente y perpetrar una nueva carnicería de civiles fuera de Alemania. Fue realizada en la provincia afgana de Kunduz, en donde los talibán habían robado a las fuerzas ocupantes dos camiones cargados con gasolina y empezaban a distribuir el combustible entre la población. Soldados alemanes ubicaron los transportes y pidieron a la fuerza aérea de su país que los bombardeara. Entre 56 y 134 civiles que rodeaban los camiones fueron asesinados por la aviación germana. La acción bélica tiene las características de un escarmiento; pero, por supuesto, en Berlín la canciller Angela Merkel salió a las cámaras a hacer pucheros en memoria de los fallecidos, a jurar que “estamos de luto por cada uno de ellos” y a rebuznar el conocido mantra contra el terrorismo. La hipocresía no tiene madre.


8.9.09

Cálculos

Y uno se pregunta cuántas masacres faltan, cuántas familias exterminadas, cuántos adictos fusilados, cuántas cabezas abandonadas en hieleras, cuántos secuestros, para que los propietarios de facto del país reconozcan que en 2006 cometieron un error gravísimo al poner a Felipe Calderón en la presidencia de la república y vayan a Los Pinos y le digan que, con la pena, pero que mejor se quite de ahí: que ya llevan tres años sin poder dormir tranquilos y que necesitan en el cargo a alguien con una mínima idea de lo que es gobernar, y lo convenzan de una solicitud de licencia indefinida y plena de compensaciones.

También podría ser que en el ánimo de los acaudalados pesaran, tanto o más que la violencia indetenible, el mercado nacional famélico, los miles de empresas quebradas, la irritación por la desmedida ineptitud en el manejo de la crisis, la incertidumbre ante las ocurrencias tardías de un gabinete que vive en la Luna mientras la economía nacional naufraga entre rebrotes inflacionarios, devaluaciones, recesión, caída de las remesas y de los precios petroleros, brotes epidémicos mal manejados y, eso sí, un boato injustificable y exasperante ya no se diga para las expectativas más básicas de justicia social y de decoro, sino hasta para las consideraciones de rentabilidad y eficiencia empresariales.

O no: puede ocurrir, en cambio, que en los cálculos de costo/beneficio de la oligarquía los contratos redondeados en cientos o miles de millones de dólares compensen las molestias por la inseguridad, la ruina del país y la marcha en dirección a estallidos sociales que, de todos modos, han sido ya estimados como parte de los gastos operativos de la concentración sin precedentes de la riqueza nacional. La maquinaria policial-militar se encuentra aceitada y curtida en ese embuste sangriento al que llaman “lucha contra la delincuencia organizada”; se dispone de grupos paramilitares y guardias privadas que en un momento decisivo se venderán al mejor postor —negocios son negocios— y la población en general ha venido siendo sometida a un intenso proceso de desensibilización ante la violencia, la destrucción y la muerte: un día con menos de diez homicidios se considera apacible y ya no pasa semana sin la noticia del asesinato de una persona prominente. Pero el acostumbrar a la gente a convivir con el asesinato no está tipificado en el Código Penal —así como el ahondar los efectos de una recesión no aparece en la lista de responsabilidades de los servidores públicos— y, por consiguiente, los integrantes del calderonato disfrutan, entre otras prebendas astronómicas, de cobertura amplia ante riesgos jurídicos.

Independientemente de lo que esté pasando con sus mandantes reales, es posible que Calderón y sus colaboradores sueñen aún con la posibilidad de prolongar la usurpación del gobierno hasta 2012, y acaso hasta con un milagro de última hora instrumentado como chanchullo que les permita incluso perpetuarse en él. El pre ex presidente podría albergar la fantasía de designar a un heredero, a la manera en que los infantes juegan a cocinar pasteles en estufas de plástico. Pero es probable que, en sus momentos de plena conciencia y de lucidez —que posiblemente los tenga—, el cruzado del empleo, la seguridad y el crecimiento económico se siente a negociar salidas impunes con un sucesor adverso. En todo caso, de los cálculos que hoy se hacen, los de este párrafo son los menos relevantes.

¿Y el resto de la gente? La gente se divide entre quienes (de seguro son la mayoría) reducen sus aspiraciones a un legítimo deseo de supervivencia frente al caos de violencia, recesión y bancarrota institucional al que ha sido llevado el país, los que se han rendido al constante ejemplo de cinismo que ofrecen los poderosos políticos, económicos y mediáticos, los que han recogido el guante de la violencia oficial y esperan su turno para lanzar el suyo, y quienes consideran necesario, y hasta imprescindible, preservar la civilidad que queda, la paz que queda y el México que aún sobrevive al ciclo Salinas-Calderón. Este último sector realiza sus cálculos en público: busca organizarse desde abajo, aprovechar todos los espacios de la legalidad para revertir la grave declinación nacional generada por los neoliberales y mafiosos que se hicieron con el poder público hace 21 años y restituir la vigencia de la Constitución, empezando por el Artículo 39, según el cual la soberanía nacional reside esencial y originariamente no en los cárteles de la droga, no en las televisoras y los bancos privados, no en Washington ni en las telefónicas y petroleras españolas, no en los desayunaderos políticos de Polanco, sino en el pueblo.

3.9.09

Perdón


Ya me pondré al corriente en los comentarios y en esto otro: así ve las cosas la webcam cuando se asoma a la ventana del hotel (puras cosas de chamba, ni crean) y en tales condiciones resultó imposible terminar la columna de este jueves.

1.9.09

La diferencia


Sabrá Dios cómo va a terminar eso, pero el asunto de Juanito será recordado, a lo sumo, como una anécdota menor. La descomposición del régimen y las bajezas personales fermentan en una suerte de picaresca sin humor poblada por muchos personajes como ese. Pero el dominio de la izquierda en la capital de la República, con todos sus errores y sus miserias, va mucho más allá de esos episodios tristes y exasperantes: se concreta en obra pública y vialidades, en pensión para adultos mayores, en promoción del desarrollo económico incluso en tiempos de crisis, en útiles escolares gratuitos, en la fundación de universidades, en cultura y recreación para las mayorías depauperadas, en dignificación de las personas. No es fácil eludir el nudo en la garganta cuando uno se entera que en el Festival por los Derechos LGBT (Lésbico, Gay, Bisexual, Travesti, Transexual y Transgénero), que tuvo lugar el sábado anterior en la glorieta del Metro Insurgentes, el Gobierno del Distrito Federal mandó poner una manta con esta leyenda: “Sal del clóset, el GDF te apoya”.

El hecho es conmovedor, en primer lugar, por razones locales: hasta hace cosa de una década, la autoridad capitalina, representada en patrullas de policía, no tutelaba los derechos de los ciudadanos no heterosexuales, sino que se dedicaba a cazarlos en razzias infames, a extorsionarlos en las barras del Ministerio Público, a tolerar y alentar la discriminación de género y de preferencia sexual, a sospechar por inercia que cualquier homosexual asesinado en un crimen de odio se merecía la muerte. Esos hábitos mentales horrendos distan mucho de haber sido erradicados de los niveles inferiores de la administración, pero se ha operado una revolución en las tendencias generales de la autoridad capitalina que obedece a la transformación cultural y cívica de la ciudadanía y acusa recibo de las añejas luchas sociales. El Distrito Federal conmemoró en abril pasado el segundo aniversario de la despenalización local del aborto. En los 28 meses transcurridos desde esa reforma legal histórica, la sociedad no se ha caído a pedazos, como auguraban los jerarcas eclesiásticos de varias religiones, las cifras de interrupción de embarazos no deseados se mantienen estables y siguen sin abrirse los restaurantes en cuyas mesas, según los peores augurios, habrían de ofrecerse fetos al orégano. En cambio, miles de mujeres se han salvado de una muerte injusta y estúpida, de las secuelas irreparables que solían dejar los abortos sucios de la vieja clandestinidad, y de la imposición, en sus vidas, de transformaciones indeseadas, prescritas por una moralina hipócrita y rancia.
Sin caer en la autocomplacencia y cerrar los ojos ante los rezagos, las insensibilidades, las injusticias y las corruptelas que prevalecen en las oficinas públicas del Distrito Federal: cuando la autoridad pública envía un mensaje de aliento y respaldo a un sector de la población que ha sido perseguido, despreciado y escarnecido por siglos, es momento de ver lo que hemos logrado. La opción preferencial por los diversos, por las oprimidas, por los desamparados de la economía y por los discriminados, es un logro institucional histórico del que pueden enorgullecerse los chilangos. Sería mezquino atribuir la obediencia de ese mandato social a uno solo de los gobiernos de izquierda que han administrado la ciudad a partir de 1997: todos ellos, independientemente de simpatías personales o de desvíos lamentables de sus protagonistas, ha hecho su contribución.
Esta manera humanista de gobernar es una seña inequívoca de diferencia frente a los gobernantes reaccionarios federal y locales –panistas y priístas son básicamente lo mismo-- que pretenden negar, como si siguiéramos en el Virreinato, la soberanía personal y los derechos básicos (empezando por los reproductivos) de los individuos, que se roban el dinero de la obra pública y los programas sociales y que dejan al arbitrio de la beneficencia privada el reparto de patitas de pollo para que subsistan los más hambrientos.

Más allá de episodios miserables, está a la vista la diferencia de actitudes entre la siempre insatisfactoria y exasperante izquierda y una derecha multicolor que existe para el beneficio personal de sus miembros y para preservar el poder y el principio de autoridad. En quince estados de la República los legislativos estatales han creado o reforzado prohibiciones totales contra el aborto que, entre sus consecuencias más extremas, llegan a condenar a las mujeres violadas a escoger entre la cárcel o una maternidad forzada. Y todavía los panuchos, los tricolores y los verdes, se dan el gusto de horrorizarse ante los talibán afganos por lindar con la barbarie. Qué diferencia.