27.8.09

El llamado de la vista


  • Galileo y los paparazzi
  • Dicen que el mirar por el ojo de una cerradura es una tentación preponderantemente masculina, un aserto posiblemente falso y hasta ofensivo, pues difama a las mujeres al pretender que carecen, o tienen mal desarrollado, un atributo cognoscitivo fundamental: la curiosidad visual, una pulsión que logra abrirse paso a través de prohibiciones, velos, candados, distancias, lápidas y censuras. Pensándolo bien, la invención del telescopio, que oficialmente corresponde a Galileo Galilei, aunque se discuta, habría podido ser considerada una acción tan herética y blasfema como sus tesis heliocéntricas, porque la observación del cielo más allá de lo que permite la visión humana es una forma de levantarle los hábitos a Dios para poner al descubierto Sus intimidades.

    Pero no: el 25 de agosto de 1609 el Senado de Venecia (donde la Inquisición tenía menos poder que en otras ciudades de Italia) adoptó al genio y a su invento sin reparar en las posibles implicaciones teológicas y ni siquiera en las científicas. El trebejo, que rima con catalejo, fue instalado en el campanario de San Marcos, desde el cual, a una altura de 60 metros, era posible detectar el arribo de naves enemigas antes de que éstas aparecieran, a la vista de los observadores de a pie, en el horizonte marino. O sea que es la historia de (casi) siempre y que por aquel entonces la tecnología ya recibía su impulso fundamental de los intereses militares. Hace como mil columnas escribí que uno de los méritos principales de Arquímedes fue la invención de armas secretas —de utilidad harto dudosa, cabe reconocer— para defender a su Siracusa natal de los imperialistas romanos. Pero esa es otra historia.



    La primera fabricación de un telescopio fue disputada por Hans Lippershey, un alemán que fabricaba lentes, por el catalán Juan Roget y por el holandés Zacharias Janssen, rival de Lippershey y un tipo deshonesto que se dedicó a falsificar monedas españolas, por lo que se le condenó a ser hervido en aceite, como pollo de la Kentucky, aunque no sé bien a bien si esa sentencia espantosa llegó a ejecutarse.

    Haiga sido quien haiga sido, como dice el preexpresidente espurio, Galileo tuvo información del telescopio rudimentario por el que se peleaban Hans y Zacharias y construyó un modelo perfeccionado, que permitía aumentar no tres, sino seis veces, los objetos distantes, y sin deformarlos. Posteriormente fabricó un aparato que daba 20 ampliaciones y en vez de ponerse a ver si venían barcos amenazantes, lo apuntó a la Luna. Empezó entonces la gran revolución astronómica unipersonal en el curso de la cual el sabio se empachó de descubrimientos: los accidentes topográficos en el rostro de Selene, los satélites jovianos, las estrellas hasta entonces desconocidas en la constelación de Orión, los cúmulos estelares, los anillos de Saturno, la naturaleza de la Vía Láctea, las manchas del Sol, las fases de Venus... Qué chapuzón gozosísimo te diste, viejo zorro, en el firmamento hasta entonces vedado a la observación de los humanos. Qué semanas de insomnio delicioso debes haber pasado en agosto de 1609 y en los meses siguientes.

    En mi modesta opinión, la curiosidad insaciable de Galileo no es demasiado distinta a la de cualquier fisgón o fisgona común y silvestre que cultive el “morbo”, como se dice ahora, desactivando la carga etimológica original del término, que era “enfermedad” (“gran interés y curiosidad malsana por situaciones, cosas o personas”, dice el Wiccionario, ampliando una de las persignadas definiciones de Madre Academia). La diferencia entre el primero y los segundos, podrá decirse, reside en que uno supo apuntar su telescopio en una dirección trascendente y los otros enfocan la mirada, con o sin aparatos aumentadores, hacia la primera ventana prometedora o hacia documentos personales intrigantes —por ejemplo— y en consecuencia no descubren nada que fuese estrictamente nuevo para la humanidad.

    Puede ser. Tengo para mí que el impulso que lleva a hurgar con la mirada bajo las faldas del universo es el mismo que impulsa a ponerse tras el ojo de la cerradura o la lente de telefoto, o bien con la oreja pegada en la pared. Y no será demasiado distinto el placer que experimenta quien descubre la manera de observar o escuchar lo prohibido que el deleite del científico que da con una nueva ley natural o que el gozo del que consigue las claves secretas del ejército enemigo, por más que el primer caso desemboque en un placer básicamente inocuo, el segundo provoque una revolución en el saber y el tercero conduzca a la muerte de seres humanos.

    El hecho es que el (mal) genio florentino fue recordado antier en todo el mundo como un grande de la ciencia y el pensamiento, en tanto que los mirones son vistos con una mezcla de desprecio e inquietud clínica: el término voyeurismo y su equivalente culterano, escoptofilia (del griego sképtesthai, ver), están clasificados, como mínimo, en el catálogo de parafilias —“las distintas maneras que tiene el ser humano de lograr su satisfacción sexual más allá de la relación íntima tradicional”, ja, ja, ja—, cuando no en el de las enfermedades y perversiones: “Trastorno de las inclinaciones sexuales, que se caracteriza por la inclinación recurrente o persistente a mirar a personas realizando actividades sexuales o que están en situaciones íntimas, acompañada de excitación sexual y masturbación [y en el que] el individuo no desea descubrir su presencia ni existe deseo de relación sexual con las personas observadas” (o sea que los mirones son de palo), afirma, por ejemplo, un diccionario médico cubano, y no es el único. Según otro sitio sexológico, “se considera un trastorno psicológico cuando se lleva como mínimo 6 meses con estas prácticas o cuando interfieren en el normal desempeño de la persona en el ámbito laboral, social o familiar”.

    Y sí: los voyeuristas pueden llegar a extremos —alguno de ellos será delictivo, como cuando fisgonean a otras personas sin el consentimiento de éstas— y ha de ser un tanto triste, además de patológico, el reducirse al placer de la vista cuando el cuerpo ofrece tantos otros. Pero entre ese límite y las condiciones de metiche, fisgón o chismoso (a), como suele llamarse a los propietarios de una curiosidad prominente, hay una buena distancia. Sea como fuere, y sin desdoro para el sabio florentino, los escoptofílicos y hasta los paparazzi harían bien en adoptar a Galileo como santo patrono. Quién sabe: a lo mejor les haría el milagro de orientar sus descubrimientos hacia los cráteres lunares y los cuerpos cósmicos, y olvidar por un rato su febril búsqueda de barros y celulitis en las nalgas de una clase de estrellas más terrenales.

    * * *


    Los mafiosos que controlan la Secretaría de Educación Pública y que elaboraron unas porquerías de libros de texto gratuitos se dieron el gusto de photoshopear el mural “El paso de Bering” que Iker Larrauri pintó en el Museo Nacional de Antropología, para agregarle un mamut y un paisajito muy acá, acaso con el propósito de meter en una sola dos ilustraciones de la prehistoria, sin que les preocupara distorsionar los sentidos artístico y didáctico de la obra original. Cómo no se les ocurrió poner también una Lucy Gordillo, un velocirraptor Peña Nieto, un trilobite Salinas que hiciera referencia de una vez al concepto de horror lovecraftiano. Si quedara un rastro de decencia en la SEP, esa institución tendría que organizar un desagravio a Iker, a los niños a quienes se pretende dar gato por liebre y también, de preferencia, al sentido común.


    Arriba, el original de El paso de Bering; abajo, la adulteración gordillista

    26.8.09

    Viernes y sábado, en
    Chachapa y en Tehuacán



    El próximo viernes 28 de agosto, José Agustín Ortiz Pinchetti y Pedro Miguel platicarán sobre la circunstancia política actual: auditorio de Chachapa, a las 5 de la tarde.

    El sábado 29 será en Tehuacán (12 del día, en el Salón Esmeralda, ubicado en la Calle 2 Poniente # 117, Col. Centro).

    La idea es apoyar a los Comités Municipales del Gobierno Legítimo.

    Ojalá que puedan y quieran acompañarnos.

    25.8.09

    “Lo que somos capaces”

    Cómo creen: la verdad es que las personas que murieron en Acteal en diciembre de 1997 fueron víctimas de una epidemia local; la prueba es que quienes habían sido acusados (injustamente) de homicidio fueron ya exonerados y liberados por la Suprema (es decir, inapelable) Corte de Justicia de la Nación. Si no se hubiera corregido el error a tiempo, dentro de unos años ese episodio de violencia inventada y represión ficticia habría llegado a las páginas de los libros de texto como un hecho real y habrían sido necesarios muchos esfuerzos para corregirlo, como los que tuvieron que hacer los intelectuales del Lic. Salinas y del Dr. Zedillo para sacar de la historia oficial a personajes míticos como El Pípila y los Niños Héroes.

    La masacre de Acteal no existió nunca y la Conquista de México, tampoco. Pero “hablar mal del país es para muchos no sólo un esfuerzo cotidiano; hasta de eso viven, diría yo.” Lo bueno es que, como parte del compromiso del gobierno federal para que haya una mayor calidad en la educación, y en aplicación de la Reforma Integral de la Educación Básica (RIEB), se eliminó de los libros de historia de sexto año de Primaria los pasajes referentes a ese suceso y a otro periodo igualmente imaginario, los tres siglos de la dominación española. La verdad es que los pueblos indios que habitaban el territorio de lo que hoy es México se integraron a la comunidad internacional a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, pero debemos multiplicar el esfuerzo “por mostrar con claridad y seguridad las enormes ventajas que tenemos respecto de otros países y regiones”.

    Por ejemplo, “en algunos casos la plaza de maestro se resolvía con una palanca, con una influencia, con un contacto, con un compadre, y eso se está acabando”: hoy, para llegar a una subsecretaría de Educación Pública, se requiere únicamente de una suegra. Al inicio de este gobierno sólo uno de cada cinco tenía espacio en la universidad; es decir, que no había suficientes planteles para albergar a los jóvenes mexicanos. Por eso, la SEP anunció en días pasados un recorte presupuestal de 800 millones de pesos a las universidades, para que sean esas mismas instituciones “las que vayan definiendo, con su buen juicio y criterio, los rubros que se verán afectados”. De todos modos, “vamos a seguir trabajando, día con día, para que los jóvenes puedan alcanzar el anhelo de una formación universitaria de calidad”.

    “Parece que el esfuerzo lo hacemos para que México aparezca, precisamente, como un punto de gravedad y de contraste notable con otros países”. En agosto de 2008 se firmó el Acuerdo Nacional por la Seguridad. Ese año ocurrieron tres mil 742 ejecuciones en el país. En los doce meses siguientes el número creció a siete mil 296, pero eso sólo representa “12 homicidios por cada 100 mil, mientras que en ciudades como Nueva Orleáns la tasa es de 67 homicidios por cada 100 mil habitantes.”

    En lo que va de este gobierno unos diez millones de mexicanos han caído en la pobreza; tal vez por eso, “México es una excelente opción de negocios para cualquier inversionista de escala global”.

    La economía se cayó 10.3 por ciento en el segundo trimestre de 2009, un hecho sin precedentes en 75 años, y 9.2 por ciento en el primer semestre. Pero “las ventajas que tiene México quedarán bien claras, no sólo en la medida que gobierno y sociedad nos empeñemos en fortalecerlas día a día, y en eso estamos empeñados, sino también el día en que las mexicanas y los mexicanos nos decidamos a hablar todos con objetividad y con claridad de las cosas buenas”. El futuro de México se construirá en la medida en que logremos, sic, “mostrar verdaderamente lo que somos capaces.”

    21.8.09

    Lourdes y yo, sobre Acteal

    Lourdes Aguirre Beltrán dice:

    La corte de la injusticia
    ha resuelto sobre Acteal
    liberando todo el mal
    con resonante estulticia.
    La delirante malicia
    de los ministros togados
    ha dejado anonadados
    a los que sobrevivieron
    y que con sus ojos vieron
    sus hermanos masacrados.

    Y PM responde:

    Doce años han transcurrido
    desde el diciembre fatal
    en que ocurrió la masacre
    de indígenas en Acteal.

    Nunca fueron castigados
    los responsables morales
    y sólo están encerrados
    los autores materiales.

    Ahí andan libre Chuayffet
    y libre el doctor Zedillo,
    quien a las transnacionales
    vendió el alma y el fundillo.

    Igual que en aquellos tiempos,
    y por los mismos lugares,
    hoy van sembrando el terror
    las patrullas militares.

    Al pelele se le rompe
    en las manos la nación
    y hasta sus mismos patrones
    reniegan de Calderón.

    En tan triste circunstancia
    se tomó la decisión
    de poner los asesinos
    afuera de la prisión.

    Contrataron los servicios
    de un intelectual muy ruin:
    el gato de Televisa
    Héctor Aguilar Camín.

    Y para que no esté solo,
    alguien del poder decide
    mandarle como ayudantes
    a los pirruros del CIDE.

    Los de la Suprema Corte,
    carajo, qué novedad,
    descubrieron en los juicios
    una irregularidad.

    Por votación dividida
    del máximo tribunal,
    quedaron libres de culpa
    los asesinos de Acteal.

    Tienen los sobrevivientes
    rabia y temor a la vez
    pues los paramilitares
    para Chiapas van de nuez.

    A ver si con este fallo
    que en verdad no tuvo madre,
    no logran los magistrados
    que se organice un desmadre.

    Con el trabajo de ustedes
    y el del pelele infeliz,
    a ver si uno de estos días
    nos incendian el país.

    20.8.09

    “¿Con quién quieres
    hablar, amo?”


    Hacía tiempo venía pensando que los objetos maravillosos de los cuentos requerían de una actualización: la lámpara de Aladino era de aceite, no de pilas, y menos de leds, y no llevaba radio FM incorporado. El espejo mágico de la madrastra de Blanca Nieves no habrá tenido una buena resolución en megapixeles, fuera cual fuera su respuesta, y por descontado carecía de captación nocturna para devolver en imágenes verdes la hermosura o la fealdad de la señora. Las habichuelas que dieron origen al árbol que trepaba hasta el cielo y en cuya copa vivía un gigante mala onda no eran hidropónicas y mucho menos transgénicas. La credibilidad de esos objetos entre los niños actuales, por consiguiente, tendría que verse un tanto mermada por el arcaísmo de su tecnología, sobre todo ahora que ya hay cámaras digitales que hacen solas “¡click!” cuando alguien sonríe —siempre y cuando, supongamos, el o los protagonistas de la imagen no tengan los dientes negros o no se hayan quedado chimuelos—.

    Distraído en esas cavilaciones, el otro día, mientras caminaba hacia alguna diligencia en mi barrio, metí el pie en un montoncito de arena que se hallaba en la acera, al lado de una casa en remodelación. La consistencia blanda me hizo mirar hacia abajo y vi un pequeño objeto negro que se había quedado enterrado y al que pateé sin querer. Caminé unos pasos, me agaché a recogerlo y caí en la cuenta que se trataba de un teléfono celular, descascarado, con un par de fracturas y de modelo nada reciente. Mi primer impulso fue dejarlo en la arena de donde había salido pero mi afición por guardar basura me hizo recapacitar, así que lo sacudí, me lo eché a la bolsa trasera del pantalón y seguí mi camino. Al volver a casa lo puse bajo la mesa y lo examiné con la piedad que uno guarda para con las cosas difuntas. Era un celular barato, feo y viejo y de seguro no funcionaba. Sólo por no dejar, oprimí el botón de encendido y de inmediato el trebejo emitió el característico sonidito de su marca, la pequeña pantalla rota se iluminó y en ella apareció la siguiente pregunta: “¿Con quién quieres hablar, amo?”

    Elogié en silencio el ingenio de quien hubiese programado semejante saludo inicial y lo celebré con una risita. La leyenda en la pantalla cambió: “Je, je no es nadie con quien pueda comunicarte”, escribió el celular. Al leer eso, me asusté, puse el aparato sobre la mesa e instintivamente me alejé y me sacudí las manos como para limpiarlas de su contacto.

    Después de un rato de pasmo, se me vino a la mente la idea de que el aparato tenía una conexión abierta con algún bromista y que éste enviaba mensajes de texto para responder a lo que se escuchaba en el entorno. Me aproximé con cautela al celular. La pantalla seguía encendida y había vuelto a la pregunta anterior: “¿Con quién quieres hablar, amo?”

    Recordé entonces la sonrisa de un viejo amor, una mujer de la que no había vuelto a saber en 20 años, y dije en voz alta, sólo para probar: “Con fulanita”. De inmediato, apareció en la pantalla el nombre de fulanita, precedido por “Comunicando con...” Después de cinco timbrazos escuché —qué increíble— su voz de siempre, cristalina y dulce, sin asomo de pátina, que pronunciaba el “¿Buénoooo..?” Volví a quedarme quieto y sentí sudor frío. “¿Buénoooo...?, ¿buénooo..?”, hurgó ante mi silencio paralizado la voz inconfundible y acto seguido, colgó.

    No sé cuántas horas pasaron antes de que lograra salir del azoro. Cayó la noche y yo seguía parado en el mismo sitio, observando al aparato que, pese a su aspecto deplorable, mantenía su vigilia de pantallita encendida y no daba señales de quedarse sin pila. “¿Con quién quieres hablar, amo?”, mantenía, con una actitud que me parecía burlona, en sus caracteres de no muy alta resolución. Hice un segundo intento. “Con mi hermano”, aventuré, en tono apenas audible, impulsado por el viejo automatismo de hacer trampa con las tarifas de larga distancia. La leyenda cambió: “Comunicando con tu hermano”, luego, nueve timbrazos, y por fin, la voz soñolienta de Pablo, procedente del otro lado del Atlántico: ¿Alo?

    Tomé el teléfono. “No me vas a creer”, le dije, sin más preámbulo ni consideración por despertarlo a las tres de la madrugada. Y le conté de un tirón lo que me estaba pasando. Él no pareció entender ni interesarse mucho en mi historia; se quedó, como punto central, con el ahorro de largas distancias, se felicitó por ello y me propuso que siguiéramos ensayando la comunicación en horas en las que tanto él como yo estuviéramos despiertos. La indirecta era terminante, así que me despedí con efusión de disculpas, abrazos telefónicos y saludos a la familia, y pulsé el botón de colgar. A continuación, me vino una idea malévola: acababa de interrumpir el sueño de un ser querido, pero bien podría utilizar el chunche para molestar a uno que otro detestable. Cuando interrumpí la comunicación con Pablo, la pantalla del celular había vuelto a lo de siempre: “¿Con quién quieres hablar, amo?”

    —Con Aznar —le dije, ya más resuelto, mientras calculaba la hora de Madrid—.

    —Comunicando con Aznar —obedeció el aparato.

    Después de tres timbrazos me respondió (“¿Sí, diga?”) una voz arrogante que ya había escuchado en los noticieros de la tele, a todas luces jadeante, y rodeada de un coro de risitas femeninas. A lo que podía verse, el pobre hombre seguía sintiéndose tan importante que dejaba encendido el móvil mientras se encendía de otras formas y con otros aparatos: no se le fuera a pasar una llamada histórica. El sonido era concluyente. Colgué de inmediato y, ya francamente divertido, le pedí a mi teléfono: “Comunícame con Ana Botello”. Once veces sonó el teléfono de la pobre mujer, la cual estaba evidentemente dormida cuando respondió. “Ana, sólo para avisarte que ahora mismo tu marido anda de putas”, le dije, gozando la situación con toda maldad.

    Después de eso, me sentí tan eufórico que yo tampoco logré conciliar el sueño. Examiné con más cuidado el celular mágico, aunque no me atreví a apagarlo por temor a interrumpir para siempre el milagro; caí en la cuenta de que carecía de conexión para cargador de corriente y de cualquier otra para accesorios. Tenía, en cambio, unas ranuras características de un pequeño altavoz. “¿También hablas?”, le pregunté, súbitamente inspirado. “También hablo”, respondió por el altavoz, con tono sintético y asexuado y un cierto acento de Miami. ¿”Y no hay que cargarte nunca?” “Nunca”, dijo. “¿Qué eres o quién eres?”, aventuré. “Soy tu teléfono celular”, respondió con un dejo de humildad fingida.

    Seguí disparando preguntas en total desorden: “¿Mandas mensajes de texto? ¿Cuánto saldo tienes? ¿Me puedes comunicar con Dios?” Y llegaron las respuestas, estrictamente ordenadas por turno: “Mando mensajes de texto”. “Mi saldo es infinito”. “Dios no existe, o bien se encuentra temporalmente suspendido”.

    Capté de inmediato la ironía y concluí que me encontraba ante un ser dotado de inteligencia. “Estoy regresando de vacaciones, tengo la mente en blanco y debo escribir una columna —le expuse, rogando su comprensión—. ¿Podrías ayudarme?”

    “Si deseas que te la dicte, marca 1; si quieres recibirla, párrafo por párrafo en mensajes de texto, marca 2; si quieres que la envíe a tu buzón de correo, digita 3”, respondió obsequioso y abiertamente guasón. Oprimí el 3, fui corriendo a la compu a abrir mi email, encontré este texto y ahora no hago más que reenviarlo al periódico y al blog. Otro día les platicaré las aplicaciones novedosas que se me vayan ocurriendo con mi celular mágico.



    Posdata del 25 de agosto.- Sostiene Lillian, vía Facebook:
    Estoy segura de ello:
    la mujer del Chema Aznar
    no se apellida Botello;
    y aunque desconózcola a ella,
    su apellido es más vulgar
    es, simplemente, Botella.


    Se le responde:
    Tienes toda la razón,
    veo que metí la pata
    y ya que puse la errata,
    gracias por la corrección.
    Una pregunta destella
    con semejante apellido:
    ¿Tataranieta habrá sido
    de ese tal “Pepe Botella”?

    18.8.09

    De la justicia imperfecta
    a la injusticia perfecta

    El 22 de diciembre de 1997 el zedillato perpetró en Acteal, Chiapas, un crimen de Estado. En una región rigurosamente asfixiada por el Ejército y por las corporaciones policiales estatales y federales, un grupo paramilitar —que no habría podido mover un dedo ni avanzar un metro por los caminos estrechamente vigilados sin el consentimiento y el apoyo de los altos mandos civiles y castrenses— asesinó a 45 integrantes de la organización civil Las Abejas, que no comulgaba con los zapatistas pero tampoco con la estrategia contrainsurgente que se abatía, por órdenes y designio de Los Pinos, sobre las poblaciones indígenas de Los Altos.

    Abrumado por las numerosas reacciones de horror y repudio nacionales e internacionales, el régimen zedillista diseñó una política precisa de control de daños: fue entregando a la justicia a los asesinos materiales y días después se inventó, por boca del entonces procurador general de la República, Roberto Madrazo Cuéllar, la tesis de que los homicidios habían sido consecuencia de “conflictos que pueden caracterizarse válidamente como intercomunitarios, e incluso familiares”. No había, pues, más culpables que los infelices de filiación priísta que perpetraron la masacre y que fueron consignados de acuerdo con los usos y costumbres de la PGR —es decir, en forma desaseada e inescrupulosa— y juzgados por consigna, como lo hacía, y lo sigue haciendo, el Poder Judicial en este país.

    La maniobra y las irregularidades de las imputaciones fueron señaladas desde un primer momento. Andrés Manuel López Obrador, entonces dirigente nacional del PRD, dijo el 26 de diciembre que la investigación de la PGR era “una maniobra de Emilio Chuayffet” que demostraba que las autoridades federales y estatales estaban detrás del baño de sangre y que ponía en evidencia el “país de impunidades”. Nueve años más tarde, los académicos e intelectuales orgánicos del paramilitarismo descubrieron, oh, que Madrazo Cuéllar no había hecho bien su trabajo. Y en vez de demandar castigo para los culpables intelectuales, exigieron la exoneración de los materiales.

    A ese clavo ardiente se aferraron cuatro de los cinco magistrados de la primera sala de la tremenda corte, para excarcelar a 20 y amparar a 26 de los asesinos, incluso a contrapelo de jurisprudencias del propio organismo, como lo señaló Bárbara Zamora.

    Con ese criterio, el máximo tribunal tendría que vaciar todas las cárceles de México: prácticamente no hay homicida, secuestrador, narcotraficante o ladrón sentenciado al que no se le hayan violentado uno o más de sus derechos básicos en el proceso de captura, imputación y juicio. Con su fallo del 12 de agosto, los ministros José de Jesús Gudiño Pelayo, José Ramón Cossío y Olga Sánchez Cordero, remplazaron una justicia muy imperfecta por una injusticia perfecta: a partir de ese día, la masacre de Acteal carece de responsables legales.

    Tal vez sea una coincidencia (porque alguna autonomía conservarán los monitos togados) que este gran tributo a las políticas criminales del que “sabía cómo hacerlo” se presente durante el gobierno de éste que, en varios aspectos, parece una copia corregida pero disminuida (por su problema de ilegitimidad) de Ernesto Zedillo: qué poder de evocación guardan la personalidad gris, la torpeza administrativa, la pasión por las transnacionales y, sobre todo, el extravío que pretende resolver mediante el terror militar problemas de matriz social, económica y política.

    Qué bien: en lugar de identificar y sancionar a los funcionarios que cometieron las irregularidades contra los sentenciados, este sistema judicial regala impunidad a unos y a otros. Y por supuesto, ni siquiera se hace preguntas en torno a las responsabilidades de Zedillo —quien aplicó el esquema contrainsurgente y paramilitar que hizo posible el crimen—, de Emilio Chuayffet —aquel secretario de Gobernación que se refugiaba en el anís para eludir sus compromisos—, de Julio César Ruiz Ferro —el gobernador chiapaneco que andaba por San Francisco el día de la masacre— y del propio Madrazo Cuéllar, quien escribió el primer borrador de aquellos “conflictos intercomunitarios” desarrollado años después por Aguilar Camín en una prosa elegante que ahora cae como un chorro de orina políticamente correcta sobre las tumbas de los asesinados.