30.3.99

Al culpable de todo


Si un día te agrede Milosevic, no le pidas a nadie que te defienda. Escóndete en el bosque, disfrázate de serbio, refúgiate en otro país pero, sobre todo, procura permanecer vivo, porque de lo contrario no podrás hallarle ningún sentido a nada y tu lengua y tu garganta ya no podrán articular ese idioma distinto por el que ahora te persiguen ųpara darte muerteų miles de combatientes henchidos de patriotismo y afán de venganza.

En nombre tuyo y de tu vida, decenas de aviones de alta tecnología cruzan los cielos balcánicos, depositan huevos de muerte en ciudades aterradas y agitan y propician el avispero paramilitar que te amenaza. Obedecen a decisiones de Estado que no tienen mucho que ver con tu duro pan de refugiado, con tu tractor salvado de las llamas, con tu condición íngrima y polvorienta en este mundo. Qué saben de ella los perfumados políticos de Bruselas ųMercedes Benz con chofer, aire acondicionado, pluma Montblanc para firmar las órdenes de ataque, perro de raza en el hogarų, cuánto puede importarles. Qué fáciles son las decisiones humanitarias cuando se tiene el respaldo de una maquinaria bélica moderna y poderosa, cuando los bombardeos de beneficencia se producen a cientos o miles de kilómetros de distancia y cuando se dispone de todas las comodidades de la vida moderna, salvo de un espejo para descubrir la estupidez propia.

Pero tú sabes que el rostro de Milosevic no es un aeropuerto, ni un radar, ni una batería antiaérea, ni un sofisticado puesto de comando, sino un rambo serbio, casi tan sucio de tierra como tú, y con el cerebro lleno de bilis patriótica y la mochila repleta de parque para el fusil Kalashnikov que desea tu muerte. Para esa advocación de Milosevic, tú tienes la culpa de los incendios y de los cráteres que marcan el sitio de aterrizaje de los misiles, tú eres el responsable de los destrozos en la bella Belgrado, tú eres el rostro accesible de la OTAN, tú eres merecedor a la tortura, al descuartizamiento y a la incineración.

Los aviones de la Alianza Atlántica nada pueden contra tu verdugo. Mientras más daño le inflijan, mayor será el odio que te profesa. Si lo vencen en la guerra formal, recurrirá a las bombas caseras, al cuchillo de la cocina, a sus propios dientes. Sólo las medidas civilizatorias pueden derrotar la fobia.

Tus zapatos rotos y tu andar perdido y hambriento por las montañas de la frontera albanesa no serán obstáculo para que unos u otros, o ambos, terminen acusándote de todo, hasta de ser el causante de la tercera guerra mundial.

Sería lo menos importante. Ante los espejismos de la antigua Yugoslavia y el Kosovo independiente que te prometen para el futuro, este planeta hostil es tu única patria, y la vida, tu única certeza. Por ti, por mí, por todos, no dejes que te la quiten. Algún día, en Dobrinje, en Kukes, en Holanda, en las afueras de Belgrado o Tirana, en Honduras o en Washington, podrás sembrar para siempre tu pan de refugiado.

23.3.99

El nombre de Timor


El mar no es la única vía. También por Internet se puede navegar rumbo a Timor Oriental, desembarcar allí y descubrir que su nombre no es una evocación poética en malayo del aromático sándalo que esas tierras exportaban, desde tiempos ancestrales, al resto de Asia, sino un vocablo para designar, precisamente, el oriente. Así que esta mitad de isla, este pequeño país negado por el resto del mundo y masacrado por los sucesivos tiranos indonesios (con la complicidad de Washington, Canberra, Londres, Moscú y Lisboa) tiene un nombre absurdo, un pleonasmo en dos idiomas: juntas, la toponimia asiática, más su acotación occidental, significan Oriente del Oriente.

La isla completa, situada entre los paralelos 8 y 10 y entre los meridianos 123 y 127, entre los océanos Índico y Pacífico, tiene 470 kilómetros de largo por unos 110 de ancho en su parte más gruesa, y una superficie de 32 mil 350 kilómetros cuadrados de los cuales 19 mil corresponden a su porción oriental. 19 mil 152, para ser precisos, si se agregan los islotes de Ataúro y Jaco. En los 24 años transcurridos desde que Portugal sacó las manos de esa su ex colonia, circunstancia aprovechada por Yakarta para apoderarse de ella, los saldos de la represión son de unos diez muertos por kilómetro cuadrado, once con las bajas sufridas por las tropas de ocupación.

En 1975, cuando Indonesia se anexó el país, Estados Unidos enfrentaba un panorama de desastre en el sureste asiático y optó por dar manga ancha a los invasores. La vecina Australia encontró que podía ser más fácil negociar con los tiranos indonesios que con Portugal, y se calló la boca. Inglaterra descubrió que un Timor Oriental en poder de los gorilas locales era bueno para los intereses de Occidente. Moscú, por su parte, aplicó el principio de que el enemigo de su enemigo bien podía ser su amigo: diez años antes, el dictador Sukarno había mandado al otro mundo a unos 600 mil miembros y simpatizantes de un partido comunista de orientación pekinesa.

Timor Oriental y el Sahara Occidental fueron, a mediados de los setenta, la otra cara de la moneda de unos procesos de descolonización y de "liberación nacional" (Angola, Mozambique, Etiopía, Vietnam del Sur, Laos, Camboya, y un poco después, Nicaragua) que parecían avanzar por todo el Tercer Mundo, dos víctimas aisladas de potencias regionales vecinas y del ajedrez de la guerra fría.

A partir de la invasión indonesia, el Consejo de Seguridad y la Asamblea General de la ONU emitieron varias resoluciones pidiendo el fin de la ocupación, pero ninguno de los gobiernos poderosos hizo nada para aplicarlas. Tal vez las cosas habrían seguido el curso invariable del exterminio (Timor Oriental tenía 600 mil habitantes en 1975, y de entonces a la fecha los ocupantes le han asesinado 200 mil). Pero el 12 de noviembre de 1991 las tropas de Suharto abrieron fuego contra los asistentes al funeral de Sebastião Gomes, un presunto miembro de la resistencia timoresa asesinado la víspera. 271 personas murieron en el lugar. Hubo 382 heridos y otros 250 "desaparecidos", quienes, de acuerdo con testimonios de sobrevivientes, fueron arrestados y rematados a pedradas, o mediante la inyección de sustancias letales, en el interior de un hospital militar.

El mundo estaba ocupado en cosas más importantes (fue el año de la guerra contra Irak y el de la disolución de la URSS) y acaso no habría prestado mucha atención al suceso, pero entre los heridos había dos periodistas estadunidenses (Alain Nairn y Ami Goodman) que vivieron para contarlo. Quien tenga el hígado fuerte, puede encontrar fotos y fragmentos de video de la matanza en el servidor de la Universidad de Coimbra (http://www.uc.pt/Timor/stc2.htm).

La noticia llevó al Congreso de Estados Unidos a suspender la ayuda militar a Indonesia y, en general, introdujo una dosis de vergüenza y sentimientos de culpa en las hasta entonces impasibles cancillerías de Occidente. También contribuyó a la difusión del drama timorense el Premio Nobel de la Paz otorgado en 1996 al obispo Dom Ximenes Belo y al dirigente maubere José Ramos Horta. Pero no fue sino hasta la caída de Suharto, el año pasado, que se abrió una perspectiva real de solución para la autodeterminación del país negado. En una de sus primeras declaraciones en el cargo, el nuevo gobernante de Yakarta, el general Habibi, se refirió, por primera vez en cinco lustros, a la posibilidad de conceder a Timor Oriental un estatuto de autonomía. Pero, de aquí a la independencia de ese país pequeño y ensangrentado, falta todavía un largo camino de negociaciones. 

9.3.99

Deterioro


En enero del año pasado, en La Habana, Fidel Castro y Juan Pablo II emanaban hacia el mundo un impresionante poder residual y, en ese momento, combinado. El signo ideológico contrario de los dos cruzados resultaba superficial y anecdótico ante el tamaño de sus respectivas convicciones, sus certezas absolutas y la vasta inteligencia y experiencia política sedimentadas en cada uno de ellos. También impactaba la capacidad de mando de estos profetas, sobrevivientes de sus gestas, y la seguridad con que predican el sacrificio del prójimo, ya sea para impedir el derrumbe del último reducto del socialismo --antes se hablaba de su construcción--, ya para dar mantenimiento al camino que lleva al Cielo. La infinita preocupación de estos ancianos por el bien de la Humanidad no deja espacio para el disenso. Juan Pablo es infalible por derecho canónico; Fidel es el único y el último predicador vivo de una utopía terrenal que resultó mucho más ancha y pesada que su propia pista de aterrizaje.

Parecía, entonces, que el pontífice y el presidente buscaban en el otro no un factor de renovación, sino la ratificación de su inmovilismo. Así era. A Castro no le cabe en la cabeza la tolerancia si no es hacia entidades tan autoritarias --la jefatura vaticana, en ese caso-- como sus propios engendros políticos, o más. Wojtyla, por su parte, es capaz de tomarse la foto hasta con los correligionarios de Gierek y Jaruzelski, con tal de que le permitan desarrollar, sin trabas, sus actos masivos de mercadotecnia espiritual.

Ambos han mostrado recursos abundantes para seguir fieles a sí mismos en un mundo en donde se impone con rapidez el culto cínico y desparpajado (dicho sea sin juicio de valor) al bienestar y a la soberanía individual y egoísta, en el que la Historia se vuelve historieta y la Moral, moraleja, y en el que las rutas de la trascendencia --socialismo, paraíso-- se diluyen en un océano desordenado de necesidades vitales inmediatas y búsquedas compulsivas de satisfacción placentera. Hoy se piensa más en instalar MacDonalds cerca de los más hambreados que en cumplir la obligación de cubrir sus necesidades proteínicas y calóricas; actividades que antaño resultaban cargadas de contenidos trascendentes --el culto religioso, el sexo-- se desplazan al ámbito del esparcimiento.

Parecía milagroso que estos dos exponentes arcaicos del imperativo moral no perdieran la brújula en el planeta frivolizado, indiferenciado e irreverente de fines de milenio. Ahora, sin embargo, y en forma casi coincidente, los dos profetas muestran signos de agotamiento. La genialidad política de uno y otro, su capacidad de preservar sus dogmas y sus obras respectivas, parece llegar a su fin.

El paso de Juan Pablo II de abogar por la impunidad para Pinochet es una estupidez de Estado que coloca en graves problemas a la institución eclesiástica latinoamericana: en las reglas católicas el Papa es infalible, y he aquí que Wojtyla se pronuncia en contra de la justicia elemental y a favor de los asesinos y torturadores. ¿Qué "razones humanitarias" pueden sustentar semejante pronunciamiento? El Pontífice no puede rectificar, porque es infalible. Ahora sólo le queda convocar a un concilio que establezca un nuevo misterio (es decir, una verdad sólo asequible por la fe) y que coloque el supuesto derecho del sátrapa chileno a permanecer impune en el mismo rango que la virginidad de María.

Mientras tanto, en La Habana, y casi en las mismas fechas, tiene lugar una versión bufa, caribeña y ojalá incruenta, de los procesos de Moscú; un montaje jurídico de persecución ideológica y política contra algunos que quisieron pensar con su propia cabeza y fueron formalmente acusados, por ello, de colaboración con el enemigo. Es una injusticia grave y ofensiva, pero es también un disparate que va a hacerle mucho daño a lo que queda de la Revolución. Los verdaderos enemigos de ésta encontrarán, en los fársicos procesos de La Habana, mucha más gasolina de la que habrían podido proporcionarles  --si fuera el caso-- los acusados.

El deterioro de la inteligencia política es un espectáculo muy triste.

2.3.99

King ante la jeringa


Algunos opinadores de prensa de Texas dicen que describir a John William King como una bestia sería demasiado suave, además de ofensivo para con las bestias. Este joven de 24 años se inició en las lides de este mundo como bebé abandonado a los pocos meses de nacer. Fue adoptado por el tejano Ronald King y su esposa, quienes lo criaron y educaron en un entorno de ideas de derecha. John William las derivó al racismo, se hizo tatuar en diversas partes del cuerpo consignas supremacistas --orgullosamente ario-- y una cruz gamada, y el 7 de junio de 1998, en una carretera de Jasper, Texas, en compañía de dos amigos --Shawn Berry y Lawrence Brewer--, asesinó a James Byrd, un negro de 49 años que padecía de una incapacidad física, estaba borracho y pedía aventón. Los tres jóvenes indicaron a Byrd que podía subir a la camioneta. Luego hicieron un alto, lo golpearon, lo amarraron con cadenas a la parte trasera del vehículo y lo arrastraron por más de una milla hasta que el cráneo y un brazo se desprendieron del resto del cuerpo. De acuerdo con los peritos forenses, durante una buena parte del trayecto Byrd trató por todos los medios de mantener la cabeza despegada del pavimento. Luego, los tres muchachos tiraron los restos en la puerta de un cementerio para negros.

El viernes pasado, King fue condenado a muerte, y se convirtió en el primer blanco sentenciado en Texas a la pena capital por matar a un negro. Es probable que sobre sus compinches caigan sentencias iguales.

El fallo cuenta con la oposición de las hijas del asesinado, las cuales han manifestado su oposición a la pena de muerte. El padre adoptivo de King, por su parte, asegura, con los ojos llenos de lágrimas, que él y su difunta esposa invirtieron demasiado amor en este muchacho.

Este episodio legal constituye una prueba de fuego para quienes sostienen que el homicidio legalizado --mediante una inyección letal, en este caso-- es, en cualquier circunstancia, inadmisible y repudiable. Ocurre que King no tiene atenuantes: es un joven en pleno uso de sus facultades y, durante todos estos meses, las ha utilizado para sostener y argumentar --sin confesarse culpable-- sus idioteces racistas. Cometió su crimen con premeditación, alevosía y ventaja y no muestra señales de arrepentimiento. Por el contrario, durante todas las sesiones del juicio mantuvo una actitud desafiante.

En suma, King es un tipo abominable, carece del menor sentido de piedad y de sensibilidad humana y resulta extremadamente peligroso para la sociedad. ¿Merece, entonces, que le metan una dosis letal de veneno en el sistema circulatorio?

Yo pienso que no. Más aún, me parece que, de manera totalmente involuntaria, este joven nazi nos ha brindado a quienes nos oponemos a la pena de muerte un ejemplo extremo y utilísimo de su improcedencia.

King odia a los negros porque siente que amenazan la supremacía aria. Asesina a Byrd en forma atroz e introduce, en el apacible entorno social de Jasper, Texas, la ley de la jungla. Ahora King es una alimaña amarrada las 24 horas con un cinturón de alto voltaje --para impedir que intente una nueva agresión-- y la sociedad decide deshacerse de él por el método de la jeringa. Es lo más fácil. Así se evita el riesgo de que vuelva a matar. Además, al enterrarlo, se borrarían los excesos de un racismo subyacente, de clóset, que recorre el contexto social estadunidense pero que nunca debe pasar de los pensamientos a las palabras, y mucho menos a los actos. La sentencia de muerte contra King es, básicamente, un acto de defensa de los buenos modales.

Pero matarlo sería darle la razón; sería aceptar que la ley de la jungla es el único referente válido para las relaciones sociales.

Por lo demás, su ejecución impediría que John William King reflexione sobre lo que ha hecho. Si se le mantiene vivo, tarde o temprano este joven abominable podría explicarnos los sentimientos y los pensamientos que lo llevaron a la barbarie, y ese testimonio sería muy valioso para entender los mecanismos del odio.

Finalmente, King es un ser humano. Uno de los peores seres humanos, si se quiere, pero tiene derecho a seguir vivo.