Algunos opinadores de prensa de Texas dicen que describir a
John William King como una bestia sería demasiado suave, además de ofensivo
para con las bestias. Este joven de 24 años se inició en las lides de este
mundo como bebé abandonado a los pocos meses de nacer. Fue adoptado por el
tejano Ronald King y su esposa, quienes lo criaron y educaron en un entorno de
ideas de derecha. John William las derivó al racismo, se hizo tatuar en
diversas partes del cuerpo consignas supremacistas --orgullosamente ario-- y
una cruz gamada, y el 7 de junio de 1998, en una carretera de Jasper, Texas, en
compañía de dos amigos --Shawn Berry y Lawrence Brewer--, asesinó a James Byrd,
un negro de 49 años que padecía de una incapacidad física, estaba borracho y
pedía aventón. Los tres jóvenes indicaron a Byrd que podía subir a la
camioneta. Luego hicieron un alto, lo golpearon, lo amarraron con cadenas a la
parte trasera del vehículo y lo arrastraron por más de una milla hasta que el
cráneo y un brazo se desprendieron del resto del cuerpo. De acuerdo con los
peritos forenses, durante una buena parte del trayecto Byrd trató por todos los
medios de mantener la cabeza despegada del pavimento. Luego, los tres muchachos
tiraron los restos en la puerta de un cementerio para negros.
El viernes pasado, King fue condenado a muerte, y se
convirtió en el primer blanco sentenciado en Texas a la pena capital por matar
a un negro. Es probable que sobre sus compinches caigan sentencias iguales.
El fallo cuenta con la oposición de las hijas del asesinado,
las cuales han manifestado su oposición a la pena de muerte. El padre adoptivo
de King, por su parte, asegura, con los ojos llenos de lágrimas, que él y su
difunta esposa invirtieron demasiado amor en este muchacho.
Este episodio legal constituye una prueba de fuego para
quienes sostienen que el homicidio legalizado --mediante una inyección letal,
en este caso-- es, en cualquier circunstancia, inadmisible y repudiable. Ocurre
que King no tiene atenuantes: es un joven en pleno uso de sus facultades y,
durante todos estos meses, las ha utilizado para sostener y argumentar --sin
confesarse culpable-- sus idioteces racistas. Cometió su crimen con
premeditación, alevosía y ventaja y no muestra señales de arrepentimiento. Por
el contrario, durante todas las sesiones del juicio mantuvo una actitud
desafiante.
En suma, King es un tipo abominable, carece del menor
sentido de piedad y de sensibilidad humana y resulta extremadamente peligroso
para la sociedad. ¿Merece,
entonces, que le metan una dosis letal de veneno en el sistema circulatorio?
Yo pienso que no. Más aún, me parece que, de manera
totalmente involuntaria, este joven nazi nos ha brindado a quienes nos oponemos
a la pena de muerte un ejemplo extremo y utilísimo de su improcedencia.
King odia a los negros porque siente que amenazan la
supremacía aria. Asesina a Byrd en forma atroz e introduce, en el apacible
entorno social de Jasper, Texas, la ley de la jungla. Ahora King es una alimaña
amarrada las 24 horas con un cinturón de alto voltaje --para impedir que
intente una nueva agresión-- y la sociedad decide deshacerse de él por el
método de la jeringa. Es lo más fácil. Así se evita el riesgo de que vuelva a
matar. Además, al enterrarlo, se borrarían los excesos de un racismo
subyacente, de clóset, que recorre el contexto social estadunidense pero que
nunca debe pasar de los pensamientos a las palabras, y mucho menos a los actos.
La sentencia de muerte contra King es, básicamente, un acto de defensa de los
buenos modales.
Pero matarlo sería darle la razón; sería aceptar que la ley
de la jungla es el único referente válido para las relaciones sociales.
Por lo demás, su ejecución impediría que John William King
reflexione sobre lo que ha hecho. Si se le mantiene vivo, tarde o temprano este
joven abominable podría explicarnos los sentimientos y los pensamientos que lo
llevaron a la barbarie, y ese testimonio sería muy valioso para entender los
mecanismos del odio.
Finalmente, King es un ser humano. Uno de los peores seres
humanos, si se quiere, pero tiene derecho a seguir vivo.
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