El mar no es la única vía. También por Internet se puede
navegar rumbo a Timor Oriental, desembarcar allí y descubrir que su nombre no
es una evocación poética en malayo del aromático sándalo que esas tierras
exportaban, desde tiempos ancestrales, al resto de Asia, sino un vocablo para
designar, precisamente, el oriente. Así que esta mitad de isla, este pequeño
país negado por el resto del mundo y masacrado por los sucesivos tiranos
indonesios (con la complicidad de Washington, Canberra, Londres, Moscú y Lisboa)
tiene un nombre absurdo, un pleonasmo en dos idiomas: juntas, la toponimia
asiática, más su acotación occidental, significan Oriente del Oriente.
La isla completa, situada entre los paralelos 8 y 10 y entre
los meridianos 123 y 127, entre los océanos Índico y Pacífico, tiene 470
kilómetros de largo por unos 110 de ancho en su parte más gruesa, y una
superficie de 32 mil 350 kilómetros cuadrados de los cuales 19 mil corresponden
a su porción oriental. 19 mil 152, para ser precisos, si se agregan los islotes
de Ataúro y Jaco. En los 24 años transcurridos desde que Portugal sacó las
manos de esa su ex colonia, circunstancia aprovechada por Yakarta para
apoderarse de ella, los saldos de la represión son de unos diez muertos por
kilómetro cuadrado, once con las bajas sufridas por las tropas de ocupación.
En 1975, cuando Indonesia se anexó el país, Estados Unidos
enfrentaba un panorama de desastre en el sureste asiático y optó por dar manga
ancha a los invasores. La vecina Australia encontró que podía ser más fácil
negociar con los tiranos indonesios que con Portugal, y se calló la boca.
Inglaterra descubrió que un Timor Oriental en poder de los gorilas locales era
bueno para los intereses de Occidente. Moscú, por su parte, aplicó el principio
de que el enemigo de su enemigo bien podía ser su amigo: diez años antes, el
dictador Sukarno había mandado al otro mundo a unos 600 mil miembros y
simpatizantes de un partido comunista de orientación pekinesa.
Timor Oriental y el Sahara Occidental fueron, a mediados de
los setenta, la otra cara de la moneda de unos procesos de descolonización y de
"liberación nacional" (Angola, Mozambique, Etiopía, Vietnam del Sur,
Laos, Camboya, y un poco después, Nicaragua) que parecían avanzar por todo el
Tercer Mundo, dos víctimas aisladas de potencias regionales vecinas y del
ajedrez de la guerra fría.
A partir de la invasión indonesia, el Consejo de Seguridad y
la Asamblea General de la ONU emitieron varias resoluciones pidiendo el fin de
la ocupación, pero ninguno de los gobiernos poderosos hizo nada para
aplicarlas. Tal vez las cosas habrían seguido el curso invariable del
exterminio (Timor Oriental tenía 600 mil habitantes en 1975, y de entonces a la
fecha los ocupantes le han asesinado 200 mil). Pero el 12 de noviembre de 1991
las tropas de Suharto abrieron fuego contra los asistentes al funeral de
Sebastião Gomes, un presunto miembro de la resistencia timoresa asesinado la
víspera. 271 personas murieron en el lugar. Hubo 382 heridos y otros 250
"desaparecidos", quienes, de acuerdo con testimonios de
sobrevivientes, fueron arrestados y rematados a pedradas, o mediante la
inyección de sustancias letales, en el interior de un hospital militar.
El mundo estaba ocupado en cosas más importantes (fue el año
de la guerra contra Irak y el de la disolución de la URSS) y acaso no habría
prestado mucha atención al suceso, pero entre los heridos había dos periodistas
estadunidenses (Alain Nairn y Ami Goodman) que vivieron para contarlo. Quien
tenga el hígado fuerte, puede encontrar fotos y fragmentos de video de la
matanza en el servidor de la Universidad de Coimbra (http://www.uc.pt/Timor/stc2.htm).
La noticia llevó al Congreso de Estados Unidos a suspender
la ayuda militar a Indonesia y, en general, introdujo una dosis de vergüenza y
sentimientos de culpa en las hasta entonces impasibles cancillerías de
Occidente. También contribuyó a la difusión del drama timorense el Premio Nobel
de la Paz otorgado en 1996 al obispo Dom Ximenes Belo y al dirigente maubere
José Ramos Horta. Pero no fue sino hasta la caída de Suharto, el año pasado,
que se abrió una perspectiva real de solución para la autodeterminación del
país negado. En una de sus primeras declaraciones en el cargo, el nuevo
gobernante de Yakarta, el general Habibi, se refirió, por primera vez en cinco
lustros, a la posibilidad de conceder a Timor Oriental un estatuto de
autonomía. Pero, de aquí a la independencia de ese país pequeño y
ensangrentado, falta todavía un largo camino de negociaciones.
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