26.6.01

Turistas y migrantes


Ahora los desplazamientos mundiales ocurren en modalidades muy diferentes. Hay que dejar de lado a quienes se trasladan en aviones particulares provistos de jacuzzi porque son los menos y resultan irrelevantes para la estadística. La segunda categoría, la business class, empieza a ser significativa en términos numéricos, pero no tanto como las clases medias iniciadas en el turismo. Los que sean capaces de demostrar ingresos fijos, aunque sean nimios, pueden luego acceder a la indulgencia del visado y al taxi para el aeropuerto; a partir de ese punto, la red de agencias de viajes, tarjetas de crédito, cadenas hoteleras y empresas de telecomunicaciones, entre otras, se encargan de convertir en una realidad insulsa y masificada la promesa de los carteles turísticos en los que las escenas de Londres, Rio de Janeiro, París y Disneylandia, emiten luz propia.

Esas clases medias, incluso si pertenecen a una nación de las llamadas tercermundistas, en desarrollo, pobres, subdesarrolladas y ahora “emergentes” (el término está tan cargado de expectativas y aspiraciones que no parece obra de un sociólogo o de un economista sino de un experto en marketing), ya pueden cenar en La Coupole una vez en su vida, transitar por el Golden Gate en un coche rentado y hasta sobarle la barriga al gurú de la India que se ostenta como la más novedosa reencarnación de Buda. Toda ilusión de cosmopolitismo es dable, a condición de demostrar que uno no va a pasar más de dos semanas fuera y que al término del viaje (el turismo es el opio del pueblo) regresará al trabajo para garantizar las facturas del hotel, los boletos para Epcot Center y el Vaticano y la cuenta de la agencia de renta de elefantes.

Hay, en cambio, quienes se largan del terruño para no volver, ya sea porque hay guerra (como en los Balcanes) o porque no hay trabajo (como en México), o porque ambas cosas (como en Colombia); a esos no se les llama turistas, sino migrantes y no van a conseguir visa en ninguna embajada ni llevan el dinero suficiente para entrar al MOMA ni han visto jamás su nombre escrito en relieve en las tarjetas de crédito, sucedáneo de la inmortalidad de las inscripciones lapidarias.

Esta segunda categoría de viajeros no acude a los aeropuertos, porque no tendría en ellos la menor esperanza de abordar un avión; sus integrantes acuden, en el mejor de los escenarios, a las terminales de autobuses, pero lo más probable es que suban en calidad de polizontes a un medio de transporte que con frecuencia los conduce a la muerte --vagones de tren asfixiantes, furgones de transporte, contenedores de la marina mercante, embarcaciones hechizas y precarias-- o que caminen, caminen y caminen por lugares inhóspitos hasta congelarse o deshidratarse.

Para ellos, el equivalente letal de las agencias de viajes y las cadenas hoteleras son las redes de tráfico de humanos, los mercaderes de trabajo esclavo y los variados zopilotes apostados a todo lo largo del viacrucis.

La diferencia sustancial entre unos y otros es que los primeros son, durante la fugacidad de su trayecto, consumidores de bienes y servicios, así sean baratijas de a dólar y habitaciones de hotel de un cuarto de estrella: forman parte de un mercado a domicilio en permanente exportación que dejará en los puntos de destino cien o diez mil dólares por cabeza y por semana. Los segundos, en cambio, son, antes que nada trabajadores en busca de ingresos, es decir, representan un peligro de erogación para los países a los que acuden; eso es suficiente para que los agentes migratorios echen a andar la imaginación y busquen la manera de que estos viajeros se ahoguen en el mar, se asen en el desierto o se asfixien en furgones cerrados, cuidando siempre que el prestigio del país anfitrión quede libre de toda sospecha de asesinato.

Además de los turistas y los migrantes hay los que llevan la correa de la computadora portátil terciada sobre la corbata o el traje sastre; son menos numerosos que las dos categorías anteriores. Y finalmente, hay quienes se desplazan en avión privado con chef de a bordo, pero ésos son unos cuantos y no alteran la estadística.

12.6.01

Bajas colaterales


Baylee Almon y Timothy McVeigh están unidos para siempre por la relación entre la víctima y el victimario, por el nitrato de amonio, por el pentotal sódico, por el circo mediático y por el misterio de la muerte. La primera falleció el 19 de abril de 1995 en un hospital de Oklahoma City, un día después de cumplir su primer año de vida; el segundo fue ejecutado ayer en la prisión federal de Terre Haute, Indiana, cuando tenía 33 años, y ante un público de 300 asistentes, incluida la madre de Baylee. Ambos fueron, a su manera, depositarios de símbolos y obsesiones clave de la sociedad estadunidense; al parecer, ninguno de ellos llegó a ser consciente de ese papel y creo que ambos murieron en olor de inocencia.

McVeigh es una hechura ideológica típica de la era Reagan: vivió una adolescencia angustiada ante la perspectiva de una invasión soviética o una guerra atómica y almacenó papel de baño, cartuchos de escopeta, garrafones de agua, latas de atún y monedas de oro en escondites a prueba de radiación y pillaje. Su paisaje espiritual era el escenario de Mad Max, con rebaños humanos buenos y rebaños humanos malos, ambos trenzados en una lucha irremediable por la sobrevivencia del más apto. El muchacho, oriundo de Buffalo, NY --el asentamiento industrial más provinciano del mundo--, trató de encauzar en el Ejército sus paranoias existenciales; se enroló en 1988 y tres años más tarde, a los 23, logró ser uno entre el medio millón de héroes estadunidenses que liberaron Kuwait y destruyeron Irak. Al final de la empresa fue condecorado con la Estrella de Bronce y una medalla por Mérito en Combate. Pero la experiencia bélica no devolvió a McVeigh a la realidad sino que lo proyectó más alto en el delirio de la conspiración. Descubrió que el enemigo real era el gobierno de su propio país, vivió la represión de los davidianos en Waco (1993, 80 muertos) como un ataque a la libertad y una conjura comunista, y acabó por enamorarse de las virtudes políticas del nitrato de amonio, un ingrediente para fertilizantes que posee, además, buenas propiedades explosivas. El muchacho de Buffalo decidió iniciar su guerra contra el Estado destruyendo una de las 50 sedes principales del FBI, corporación responsable del asalto al templo de los davidianos y se convirtió, de esa manera, en el primer terrorista que se asomó al espejo de los estadunidenses.

Baylee Almon tuvo 32 años menos de biografía que McVeigh. Su virtud principal era una hermosa sonrisa de oreja a oreja y su tragedia fue haber asistido a la guardería que se hallaba en el edificio federal Alfred Murrah, de Oklahoma City, en donde se encontraban, también, las oficinas locales del FBI. La foto de su cuerpo descoyuntado y en coma, cargado por un bombero, dio la vuelta al mundo el 19 de abril de 1995. Baylee murió horas después del atentado que costó la vida a otros 18 niños y a 149 adultos. La imagen le valió el Premio Pulitzer a un fotógrafo aficionado (Charles Porter IV, quien por entonces se desempeñaba como empleado de banco) y catapultó a la fama al apagafuegos. La madre de Baylee, Aren Almon Kok, es objeto, desde entonces, de una estrecha cobertura mediática. Pocos años después de la tragedia inauguró un restaurante deli a unas cuadras del sitio del atentado, dio al establecimiento el nombre de la niña muerta, consiguió embarazarse y parir a una segunda bebita y actualmente es, además de restaurantera, portavoz de la Protecting People First Foundation, una entidad dedicada a convencer a los estadunidenses de las bondades de materiales de construcción “de alta tecnología” a prueba de bombas y desastres naturales, patrocinada por los fabricantes de tales productos. El pequeño ataúd blanco de Baylee fue depositado en la sección 1, tumba 134, del Kolb Cemetery, en Spencer, Oklahoma, y el recuerdo de la niña se ha convertido en depositario de una cursilería mortuoria de dimensiones nacionales que genera poemas llenos de ángeles y esculpe globos y osos de peluche en el mármol de la pequeña lápida.

Tal vez si los políticos conservadores de los años ochenta no hubieran macerado los sesos de Timothy McVeigh con toda esa basura anticomunista y paranoica, Baylee Almon sería hoy una preciosa niña de siete años y su verdugo sería en la actualidad un ciudadano anónimo, uno más entre ese montón clasemediero que en vez de poner bombas asa carne en la tranquilidad dominical del jardín. Pero hoy la bebé está muerta --junto con otras 167 personas-- y McVeigh es un cadáver repleto de pentotal sódico. A su manera, ambos son bajas colaterales de la guerra fría.

5.6.01

El vivo y el muerto


Hay razones del Vaticano que la razón no entiende: en las postrimerías de su pontificado, Juan Pablo II puso a asolear, en la Plaza de San Pedro, los despojos de su antecesor Juan XXIII. El 38 aniversario de la muerte de quien fuera llamado “el pontífice bueno” parece un motivo débil para someter el cadáver a la veneración o el morbo de los fieles. Tampoco es dable sospechar afinidades secretas entre Karol Wojtyla y Angelo Roncalli que pudieran empujar al primero a los linderos de la necrofilia, porque ambos son espíritus antagónicos y contrarios.

En su papado más bien breve, Juan XXIII exhibió una disposición indiscutible a considerar los anhelos de justicia, libertad y tolerancia que recorrían las sociedades de mediados del siglo pasado. Con esa actitud, emprendió un aggiornamiento formidable de la Iglesia católica, a la que reconcilió con la época, con los seglares y hasta con cultos no católicos y no cristianos. Convocó al Concilio Vaticano II para modernizar hacia adentro y hacia fuera, para ir al encuentro de realidades políticas y de entornos idiomáticos. Juan XXIII fue un modernizador, un reformador y hasta un revolucionario, según algunos.

Al margen de (des)calificaciones ideológicas, Juan Pablo II puede ser descrito, en cambio, como conservador y reaccionario. Es proverbial su afán por combatir y exorcizar la diversidad, el relativismo, la pluralidad, la soberanía individual y la libertad ciudadana que caracterizan --desde el lado positivo, al menos-- algunos de los más importantes desarrollos éticos contemporáneos. Wojtyla no incorpora: sataniza; antes de comprender, confronta; su estilo pastoral de gobernar parece más una cruzada (aunque con las armas modernas del marketing mediático) que una obra pía; diríase que en su balanza pesa más la ira de Dios que el amor divino.

Juan Pablo II es más cercano a la matriz espiritual de Pío IX, el último papa-rey, el pontífice que se aferró, en el siglo antepasado, al poder temporal, satanizó el liberalismo, la democracia y el socialismo, y ahondó las diferencias con los no católicos. Por eso, cuando Juan Pablo II beatificó al mismo tiempo a Juan XXII y a Pío IX, ese ritual fue visto por muchos como un agravio a la memoria del primero. El “pontífice bueno” no tenía ninguna necesidad de que lo pusieran, así fuera post mortem, en pie de igualdad con intolerantes.

Por alguna razón un tanto misteriosa, el domingo pasado se cruzaron en la Plaza de San Pedro un papa vivo y un papa muerto. El sentido de esa ceremonia no necesariamente es inteligible, pero las apariencias tal vez digan mucho. Un dato ciertamente significativo es que, según las descripciones de los despachos de prensa, Juan XXIII lucía mucho más saludable que su sucesor en el trono pontificio. Aquello no sólo expresaba la superioridad estética de quien ha logrado convertirse en todo un cadáver embalsamado frente a alguien que apenas aspira a esa categoría, sino también la percepción general de que Karol Wojtyla está en las últimas y que Angelo Roncalli, en cambio, se encuentra en trance de resurrección. Es un decir, claro está, porque los muertos no reviven; se refiere simplemente a que, cuando llegue el momento de elegir al sucesor de Juan Pablo II, la Iglesia católica tendrá, por primera vez en dos décadas, una oportunidad para modernizarse y acudir al encuentro del siglo XXI; tendrá la posibilidad, en suma, de vivir un tonificante y esclarecedor “momento Roncalli”.