Hay razones del Vaticano que la razón no entiende: en las postrimerías de su pontificado, Juan Pablo II puso a asolear, en la Plaza de San Pedro, los despojos de su antecesor Juan XXIII. El 38 aniversario de la muerte de quien fuera llamado “el pontífice bueno” parece un motivo débil para someter el cadáver a la veneración o el morbo de los fieles. Tampoco es dable sospechar afinidades secretas entre Karol Wojtyla y Angelo Roncalli que pudieran empujar al primero a los linderos de la necrofilia, porque ambos son espíritus antagónicos y contrarios.
En su papado más bien breve, Juan XXIII exhibió una disposición indiscutible a considerar los anhelos de justicia, libertad y tolerancia que recorrían las sociedades de mediados del siglo pasado. Con esa actitud, emprendió un aggiornamiento formidable de la Iglesia católica, a la que reconcilió con la época, con los seglares y hasta con cultos no católicos y no cristianos. Convocó al Concilio Vaticano II para modernizar hacia adentro y hacia fuera, para ir al encuentro de realidades políticas y de entornos idiomáticos. Juan XXIII fue un modernizador, un reformador y hasta un revolucionario, según algunos.
Al margen de (des)calificaciones ideológicas, Juan Pablo II puede ser descrito, en cambio, como conservador y reaccionario. Es proverbial su afán por combatir y exorcizar la diversidad, el relativismo, la pluralidad, la soberanía individual y la libertad ciudadana que caracterizan --desde el lado positivo, al menos-- algunos de los más importantes desarrollos éticos contemporáneos. Wojtyla no incorpora: sataniza; antes de comprender, confronta; su estilo pastoral de gobernar parece más una cruzada (aunque con las armas modernas del marketing mediático) que una obra pía; diríase que en su balanza pesa más la ira de Dios que el amor divino.
Juan Pablo II es más cercano a la matriz espiritual de Pío IX, el último papa-rey, el pontífice que se aferró, en el siglo antepasado, al poder temporal, satanizó el liberalismo, la democracia y el socialismo, y ahondó las diferencias con los no católicos. Por eso, cuando Juan Pablo II beatificó al mismo tiempo a Juan XXII y a Pío IX, ese ritual fue visto por muchos como un agravio a la memoria del primero. El “pontífice bueno” no tenía ninguna necesidad de que lo pusieran, así fuera post mortem, en pie de igualdad con intolerantes.
Por alguna razón un tanto misteriosa, el domingo pasado se cruzaron en la Plaza de San Pedro un papa vivo y un papa muerto. El sentido de esa ceremonia no necesariamente es inteligible, pero las apariencias tal vez digan mucho. Un dato ciertamente significativo es que, según las descripciones de los despachos de prensa, Juan XXIII lucía mucho más saludable que su sucesor en el trono pontificio. Aquello no sólo expresaba la superioridad estética de quien ha logrado convertirse en todo un cadáver embalsamado frente a alguien que apenas aspira a esa categoría, sino también la percepción general de que Karol Wojtyla está en las últimas y que Angelo Roncalli, en cambio, se encuentra en trance de resurrección. Es un decir, claro está, porque los muertos no reviven; se refiere simplemente a que, cuando llegue el momento de elegir al sucesor de Juan Pablo II, la Iglesia católica tendrá, por primera vez en dos décadas, una oportunidad para modernizarse y acudir al encuentro del siglo XXI; tendrá la posibilidad, en suma, de vivir un tonificante y esclarecedor “momento Roncalli”.
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