25.8.98

La cruzada


La nueva cruzada contra los infieles cruza el Mar Rojo a lomos de misiles Tomahawk y produce grandes flores de escombros con pétalos de cadáveres y bidones reventados. Su lanzamiento es una acción poco meditada porque, a semejanza de las expediciones cristianas del Medievo para liberar la Tierra Santa, podría exacerbar las reservas de irracionalidad y violencia que subyacen en sectores de la Uma y que se manifiestan en bombazos cruentos como los de la semana pasada.

Lo menos importante de esta historia es si la fábrica bombardeada de Sudán producía sólo medicamentos o si en ella se cocinaban también los vapores mortíferos que un modisto parisiense bautizaría como ''Aliento de Saddam''. No es frecuente que el Pentágono incurra en equivocaciones tan graves a riesgo de costos políticos enormes ante la comunidad internacional.

Los afanes por vincular los enjambres de misiles crucero lanzados contra Sudán y Afganistán a las vicisitudes erótico-legales de Bill Clinton tienden a ocultar el asunto central, que es el barrunto de un nuevo choque de culturas, bajo hipótesis pueriles según las cuales el mandatario estadunidense estaría en condiciones de movilizar al Pentágono, a la CIA y al Departamento de Estado, entre otras instancias, en un operativo orientado a tapar un vestido de Monica Lewinsky manchado de semen presidencial.

Ningún escenario moral viable en el mundo de hoy podría, ciertamente, dejar espacio para la impunidad de los fanáticos que atentaron contra las embajadas de Washington en Nairobi y en Dar Es Salaam. Casi ningún gobierno del mundo podría afrontar los costos éticos y políticos que implicaría el ofrecerles refugio a los asesinos materiales e intelectuales de centenares de personas inocentes. Pero en esta ocasión Estados Unidos ha sucumbido, una vez más (la invasión de Panamá, la guerra contra las drogas), a su inveterada tentación de convertir un asunto policial en un casus beli y ha ofrecido un imperdonable motivo de unión y de combate que los integristas musulmanes estaban necesitando desde hace mucho tiempo.

No deja de ser deprimente el espectáculo de un Estado constituido que persigue criminales a bombazos en parajes remotos. Pero la objeción a los Tomahakws no sólo es estética y legal, sino también histórica: ¿Qué se gana con manosear y hurgar una enemistad milenaria cuya superación ha costado tanto esfuerzo? ¿Qué corrientes profundas del poder público estadunidense impulsan a reivindicar el uso de la barbarie frente a los bárbaros? ¿Es tan débil Estados Unidos que, frente a un atajo de iluminados criminales, no tiene más alternativa que la fuerza bruta de las bombas? ¿Lograrán su objetivo los dinamiteros fanáticos? ¿Conseguirán sembrar una nueva escisión irremediable entre el Islam y Occidente?

11.8.98

El santo sudario de Monica Lewinsky


Estados Unidos aún enfrenta el olor a chamusquina en dos capitales de África oriental, en donde unos desconocidos guardianes de La Meca, en nombre de Alá, mandaron al forense a más de un centenar de pobres personas. Y ni siquiera ese acto de barbarie santa ha logrado distraer la atención de los estadunidenses del proceso de linchamiento moral en curso contra el mejor mandatario que han tenido en décadas. La estricta normatividad legal diseñada para asegurar la fiscalización de los poderes públicos y de sus titulares empezó a morderse la cola en cuanto fue llevada al ámbito de la vida privada del Presidente y causó, allí, una contradicción irresoluble en el sistema de valores imperante.

Algo parecido ocurrió, el año pasado, cuando una señora que era piloto de un bombardero B-52 fue expulsada de la Fuerza Aérea por acostarse con un hombre casado, pero ese caso fue digerido por los medios sin despertar apenas polémica, acaso porque la transgresora era mujer, acaso por su jerarquía, ínfima comparada con el habitante de la Casa Blanca. El hecho es que Estados Unidos ha llegado a una disyuntiva entre la banalización del erotismo y la moral puritana que impregna su legislación: en el país vecino, en donde el sexo ha pasado al dominio del entretenimiento, practicar un coito tiene tanta trascendencia como comerse una rebanada de pizza (dicho sea sin ánimo de herir a los católicos ni a los weight-watchers), pero habría que apuntar que el empleo de la boca en las actividades sexuales está prohibido por las leyes de siete estados de la Unión Americana.

Ahora que, si el señor William Clinton y la señorita Monica Lewinsky realizaron prácticas orgánicas en un recinto que bien podría rebautizarse como la Oficina Oral, es un poco inhumano pedirles que lo confiesen en público de buenas a primeras. ¿Qué esperaba el fiscal Kenneth Starr? ¿Que los acusados elogiaran mutuamente sus habilidades lingüísticas? La ley estadunidense dice que es delito grave ocultar cualquier información, así corresponda al ámbito privado, pero la moral imperante aconseja lo contrario. Visto así, ¿qué dirían los medios si el titular del Ejecutivo diera a conocer a la Nación, por decisión propia, los más recientes sucesos de su desempeño genital?

No cabe duda que Starr está dispuesto a llevar su acoso hasta el final, porque así lo manda la lógica de esta tergiversada accountability, en la cual los contralores se ven obligados a establecer su propia relevancia hurgando en las alfombras a la caza de vellos púbicos, una tarea, dicho sea de paso, tan humillante para el sabueso como para los acusados y para la ciudadanía que observa el espectáculo mientras se quema los dedos con palomitas de maíz recién sacadas del horno de microondas.

Asqueada y fascinada al mismo tiempo, esa sociedad no va a darse por satisfecha hasta que Kenneth Starr no exhiba en el Smithsonian Institute el vestido con manchas de esperma presidencial, esa suerte de santo sudario de Monica Lewinsky. Tal vez entonces caiga en la cuenta de los callejones sin salida y los terrenos minados de su moral y de sus leyes, y del daño causado a sus instituciones y a sus derechos civiles.

5.8.98

Idioma confiscado


Ayer por la mañana comenzó, en el estado de California, la aplicación de la proposición 227, que elimina el uso del español en las escuelas públicas y obliga al alumnado de origen latinoamericano a la llamada “inmersión en inglés”. Los niños inmigrantes o hijos de inmigrantes, que constituyen más de 40 por ciento del alumnado, van a pasar un año escolar difícil, pero a fin de cuentas aprenderán, mal que bien, el idioma oficial del estado en que viven. Se encontrarán en desventaja frente a sus condiscípulos anglófonos pero sólo por un tiempo y, en su gran mayoría, se incrustarán, con un inglés bien pulido, en la tierra de las oportunidades. De todos modos, si quieren, pueden seguir hablando en casa la lengua materna.

Si uno se empeña en desdramatizar, tal vez sería exagerado decir que California está confiscándoles el idioma a los niños que nacen en español. Acaso habría que dejar de lado que, cuando no se es un desposeído absoluto --al estilo de los sordomudos explotados en Nueva York-- la palabra es la única posesión de quienes no poseen nada más. Al margen de los accesos de chauvinismo cervantino, es de notar que estos niños recibirán, a cambio de su lengua proscrita, un inglés decoroso y, sobre todo, útil para abrirse paso en la vida.

El único problema es que la proposición 227 introducirá un factor adicional de confusión en la de por sí conflictiva identidad de las comunidades latinas, hispanics, mexican-american o como logren llamarse.

Algunas posiciones extremas ilustran lo nebuloso de los esfuerzos de identificación de estos vastos y heterogéneos sectores de la población de Estados Unidos. Mario Obledo, activista latino, afirma que “no puedes sentirte orgulloso de ser mexican-american si no hablas español”. Pero las cosas no son tan nítidas: en el condado de Sacramento, 48 por ciento de quienes se identificaron a sí mismos como latinos no tienen la menor idea de la lengua de Renato Leduc.

Y es que hace 30 años los recién llegados se esforzaban en olvidar el español y en no transmitírselo a sus hijos, pero en esta época, en las comunidades latinas, “se burlan de ti si no hablas español y si no dominas sus giros”, dice Mary Salas Fricke, méxiconorteamericana de cuarta generación que optó por aprender, ya de adulta, la lengua de sus bisabuelos (Stephen Magagnini en Bee, 12/07/98).

La confusión no tiene límites. David Hayes-Bautista, director de un centro de salud de la UCLA, dice: “Mi abuelo era un nacionalista azteca, para quien el español era una lengua de hombre blanco y decía que debíamos hablar azteca (sic). Hace 500 años, nadie en México hablaba español. La cultura latina cambia constantemente y eso me hace sentir bien”.

El escritor Carlos Fuentes nos recordó hace poco (en entrevista de TVE) que, en el sur de Estados Unidos, el español fue lengua materna antes que el inglés. Mala noticia: cuando la reconquista anglófona de California alcanza rango de ley, los chicanos --o hispanics, o méxicoestadunidenses, o latinos, o como logren llamarse-- no han terminado de debatir los efectos de la conquista española de México.

Por lo pronto, desde ayer los niños de esas comunidades ya no podrán estudiar en el idioma de sus padres. Si todo marcha bien, serán adultos bilingües, capaces de abrirse paso en la dura vida. En el peor de los casos perderán la lengua materna y al regresar al barrio, si regresan, serán objeto de burlas, y ya. Seguramente sería exagerado decir que la proposición 227 es un paso más en el programa orientado a abastecer a la economía estadunidense de organismos rendidores en lo laboral, pero desinfectados de ideas, cultura y lengua propias.