23.2.99

Nuestro Sahara


En recuerdo de Galo

Ahora que Estados Unidos y Europa amenazan con darle un coscorrón aéreo a Milosevic si sigue haciendo ascos a un acuerdo con los kosovares albaneses, salta a la vista toda la miseria de la política occidental en otras tierras martirizadas: el Sahara Occidental, Chipre, Timor.

La primera de esas naciones es un caso candente, no sólo porque el 31 de marzo vence el mandato de la misión de las Naciones Unidas encargada de organizar el referéndum de autodeterminación (Minurso) sino también porque este sábado 27 de febrero se cumplen 23 años de la proclamación de la República Árabe Saharaui Democrática y esos nómadas sabios, generosos y heroicos no podrán festejar el cumpleaños nacional en la paz soberana de sus desiertos.

Lo que hizo el rey marroquí Hasán en el Sahara Occidental, en octubre de 1975, se parece mucho a la invasión lanzada por Sadam Hussein en 1990 contra Kuwait. Las reacciones internacionales a ambos sucesos fueron, en cambio, radicalmente opuestas. Ello no sólo se explica porque las agresiones ocurrieron en contextos mundiales muy distintos sino también porque los saharauis, a diferencia de los kuwaitíes, han sido y son pobres de solemnidad.

El Estado español tiene una responsabilidad enorme por la actual indefensión de estos árabes africanos e hispanohablantes. Tras la independencia de Marruecos, en 1956, los saharauis iniciaron su lucha para independizarse de España. La monarquía alauita les cortó los suministros y las municiones y, como recompensa, el régimen de Franco otorgó a Rabat el control de la actual provincia de Tarfaya, de población saharaui, y que hasta entonces se encontraba bajo dominio español. Rosa Montero resume la vergüenza: "Eran nuestra colonia (...) y les prometimos la independencia. Pero les traicionamos, les vendimos a Marruecos y les dejamos abandonados mientras Hasán les invadía militarmente (...) La mayoría escaparon, huyeron al desierto. Hasán les persiguió, bombardeando con napalm a los fugitivos: desoladas columnas de mujeres, de ancianos, de niños. Es una de las atrocidades de la historia, una brutalidad de la que casi nadie se hizo eco. A fin de cuentas, los saharauis apenas suman un cuarto de millón, y además son pobres como ratas" (El País, 16/07/95).

A estas alturas, cuando los civiles saharuis llevan ya más de dos décadas refugiados en Tinduf, una planicie seca y árida del sur de Argelia en la que no sobreviven ni las culebras, Hasán sigue saboteando la realización de un referéndum de autodeterminación que originalmente estaba previsto para 1992 y que desde entonces ha sido postergado en varias ocasiones.

Ahora se acerca un momento político decisivo para la ex colonia española y además hay que festejar su cumpleaños como Nación, como una más entre las nuestras. Y es que las historias del viejo Sahara Español no sólo calan hondo en la gente de este hemisferio por los valores de justicia o por la capacidad de indignación. Hace ya tiempo entendí que estos saharauis eran nuestros y que nosotros éramos suyos y que hay unos canales discretos, pero poderosos, que comunican a Iberoamérica con Iberoáfrica y con Iberoasia, y por los que transita una hermandad y una ternura que deben manifestarse de manera más eficiente.

16.2.99

Absolución en Washington


Después de muchos meses, la pesadilla puritana en Washington parece llegar a su fin. El viernes el Senado decidió que las mentiras de William Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky no eran pecado suficiente para echarlo de la presidencia; demócratas y republicanos se fundieron en un abrazo de reconciliación y se prometieron una luna de miel política de aquí al inicio de las campañas para los comicios del año entrante. Las instituciones y los medios dejarán de exhibir la genitalidad presidencial ante el gran público, el mandatario acosado podrá dedicarse a su trabajo y, si actúa con la cautela requerida, a nuevas y excitantes aventuras eróticas secretas. De ahora en adelante --y eso es una conquista laboral de Clinton para sus sucesores-- los episodios de comercio carnal en la Casa Blanca no podrán ser considerados asuntos de Estado.

Ahora los legisladores y los ciudadanos aborrecen a Linda Tripp --la confidente traidora de Monica Lewinsky-- y a Kenneth Starr, nuevo depositario del asco nacional. Quieren olvidar que estos personajes no actuaron solos ni por sí mismos, sino que encarnaron los excesos más enfermizos y totalitarios de eso que se llama "rectitud moral" y de los cuales está hondamente contaminado el común de los estadunidenses. Pero no basta con echar tierra. Tarde o temprano, el país más poderoso del mundo tendrá que darse cuenta que la imputación pública por episodios de la vida privada es una práctica que lleva de regreso a las peores épocas de opresión absolutista y a la destrucción de las libertades individuales y de los derechos humanos. El negar a cualquier persona --presidente o mendigo-- el derecho a la intimidad es, a la postre, tan grave como atentar contra la libertad de creencias, de pensamiento, de ocupación. Y el ejercicio de la intimidad implica la potestad de rehusarse a informar sobre ella.

Por lo demás, la persecución contra el Presidente no parece ser sólo un asunto de sistema de valores y de imaginario colectivo. Tras la absolución senatorial del pecador, nuevos indicios señalan que efectivamente existió la conspiración de ultraderecha a la que Hillary Clinton atribuyó el acoso contra su marido, antes de que éste confesara a medias su batidero en cadena nacional.

Ayer, la edición de Newsweek correspondiente al 22 de febrero presentó un anticipo del libro de su reportero Michael Isikoff en el cual se dibuja una red de relaciones, hasta ahora desconocida, que vincula a Linda Tripp con Kenneth Starr. "Aunque los complotados eran conservadores, no eran el vasto grupo que sospechaba Hillary", dice el informador. Eran, en cambio, un puñado de enemigos convencidos del Presidente, los cuales no sólo ayudaron al bando de Paula Jones, sino que condujeron a una dispuesta Linda Tripp hasta Kenneth Starr.

Ya se sabrá más. Pero la conspiración --si es que existió--, el proceso legal y el juicio senatorial son expresiones de un espíritu intolerante, persecutorio y represor que está patéticamente vivo en Estados Unidos y que choca de frente con la modernidad política, económica y social de ese país.


9.2.99

El rey ha muerto



Su ceremonia fúnebre fue emblemática del Medio Oriente contemporáneo: un ataúd rodeado de enemigos --algunos de los hombres más importantes del mundo--, un pueblo acongojado por la pérdida de una débil certeza, los cantos lastimeros de los imanes, una superficie terrestre repleta de beduinos armados y, arriba, en el cielo, el estruendo de los aviones de guerra. El cuerpo del señor que hizo convivir la modernidad --bélica, financiera, diplomática-- con las tribus nómadas fue lavado y ungido con especias en el Palacio de Bab es Salaam (Puerta de la Paz) y su ataúd, cubierto con la bandera jordana, llegó al Cementerio Real a bordo de una cureña; militar que era, a fin de cuentas. Lo que el cáncer linfático dejó de Hussein fue sacado del ataúd y depositado en la cripta familiar. Acorde con la tradición islámica, el cadáver sólo iba envuelto en una sábana blanca. La escena no pudo ser contemplada por los ojos de la reina Noor, quien, de acuerdo con esa misma tradición, se quedó en casa rodeada de las mujeres de Palacio.

Así debieron haber llorado sus pueblos a los faraones, así hubieron puesto alfombras de flores al paso de los embalsamados ilustres, así hubieron jurado memoria eterna a los despojos que, hoy en día, sólo conmueven a los arqueólogos. El Islam introdujo en la región reglas mortuorias mucho más modestas y austeras, pero un funeral de Estado es un acto idéntico a sí mismo desde hace tres mil años. Los corceles blancos coexisten, ahora, con los enjambres de Mercedes Benz, y en el hueco que dejan los dignatarios extintos siguen incubándose intrigas palaciegas, alianzas contra natura y golpes de mano. Hassán, el hermano de Hussein Hashemi, y Abdalá, hijo primogénito y heredero universal del monarca, no se quieren nada.

Hasta el Cementerio Real de Ammán llegaron Bill Clinton, perseguido como nunca por el fantasma --carnal-- de Mónica Lewinsky; Boris Yeltsin, más achacoso y doliente que su propio país; el torvo Hafez Assad, con su furia fría; el aprendiz de brujo Benjamin Netanyahu, primer laico en la historia que toma partido por la teocracia; Yasser Arafat, mártir viviente de los palestinos. Y muchos otros. Diríase que el monarca ofreció su cuerpo envuelto en una sábana blanca para aderezar una postrera mesa de paz. A fin de cuentas, el hombre estaba obsesionado con las posibilidades de la convivencia y se mantuvo pendiente de ellas hasta en la agonía: en octubre del año pasado, cuando estaba internado en la Clínica Mayo, en Minesota, se arrancó las sondas de la quimioterapia para asistir a una negociación difícil entre los líderes de Israel y de Palestina.

La ambigüedad de Hussein y su eterno navegar entre dos aguas no eran, al final, muestras de debilidad, sino empeños de estadista triunfante. Inventó a Jordania y preservó su invento de las fuerzas arrasadoras que se han movido, durante la segunda mitad de este siglo, a su alrededor: los sueños delirantes del Gran Israel y de la Gran Siria, la picaresca criminal de Sadam Hussein, las oleadas incómodas del exilio palestino --¿y los miles de muertos del septiembre negro de 1970 no tendrán nunca una recordación afectuosa?--

Su cuerpo ya no recuerda episodios amargos. Ni ese ni la cabeza ensangrentada de su abuelo, Abdalá, en la explanada de la mezquita de Al Aqba, en Jerusalén, ni la locura de su padre, Talil, gracias a la cual el propio Hussein fue coronado a los 16 años. Pero si las muestras de amor de su pueblo y la consternación de los grandes del mundo tienen más fondo humano que la incertidumbre ante el futuro o que la hipocresía diplomática, tal vez este sharif --descendiente del Profeta-- esté ahora en el paraíso con huríes que el Corán depara a los guerreros de intenciones nobles.

2.2.99

Retrato del asesino adolescente


Esta es la historia de Sean Sellers, un hombre de 29 años que nunca ha ejercido su derecho al voto, que en toda su vida no ha podido trabajar, formar una pareja y menos una familia, que lleva ocho años encerrado en una celda subterránea y sin ventanas, que desde hace casi 60 días permanece las 24 horas aislado y esposado de los pies y las manos, y que el próximo jueves 4 de febrero, si nada extraordinario sucede en la apacible localidad de McAlester, Oklahoma, será sacado de su jaula inexpugnable, atado a una camilla y ejecutado con una inyección de sustancias venenosas.

Aunque en su nombre conjuga los de dos actores célebres, Sean Sellers tiene un origen humilde y anónimo. Nació el 18 de mayo de 1969 en algún lugar de California. Cuando lo trajo al mundo, su madre, Vonda, tenía 16 años. Su padre era un alcohólico inestable y conflictivo. Antes de que Sean ingresara a la primaria, Vonda se fue con un trailero, Paul Bellofatto. El niño solía quedarse encargado con sus parientes maternos mientras la pareja atravesaba la Unión Americana, aunque por temporadas vivía con su madre y su padrastro. A los 13 años seguía orinándose en la cama, y a los 16 años había sumado 30 mudanzas. Sufrió golpes y maltratos de toda la gente que lo rodeaba, incluido un tío que lo obligaba a llevar un pañal sucio en la cabeza cuando el joven mojaba las sábanas dos noches seguidas. Otro de sus tíos optó por llevarlo de cacería y le enseñó a rematar a los animales heridos --mapaches, zorros, uno que otro venado-- por el método de pararse en la cabeza de la bestia y jalarle las patas hasta que reventaran las vértebras del cuello.

Desde los siete años, Sean empezó a oír voces extrañas en su bóveda cranea-na. Posteriormente, en un afán por extirparlas, pasó una temporada clavándose objetos puntiagudos en el cuero cabelludo.

Cuando llegó a la adolescencia descubrió el satanismo y se inició en prácticas singulares: guardaba muestras de su propia sangre en el refrigerador y luego se las llevaba a la escuela para beberlas durante el recreo. Se familiarizó con las drogas --speed, anfetaminas, mariguana-- y en algún momento aparecieron los sueños homicidas.

El 8 de septiembre de 1985, en Oklahoma City, el joven Sean Sellers, entonces de 16 años de edad, disparó una .357 magnum contra un dependiente de supermercado, de nombre Robert Paul Bowler, quien murió en el acto. El homicida no fue capturado sino seis meses después, luego de que asesinó --esta vez con tiros de revólver .44-- a su madre y a su padrastro cuando ambos dormían.

Detenido casi de inmediato, Sean fue examinado por un siquiatra, el cual determinó que el acusado era incapaz de distinguir entre el bien y el mal y lo declaró "legalmente inconsciente". El 2 de octubre de 1986, un jurado desinformado y manipulado por el juez y por el fiscal, lo condenó a muerte.

Años después, en el curso de varias apelaciones, diversos especialistas lo describieron como esquizoparanoide, sicótico crónico y afectado por un Desorden de Personalidad Múltiple (DPM). Dos electroencefalogramas detectaron, además, una lesión orgánica en los entresijos de su cerebro.

A raíz de esos descubrimientos, una corte federal admitió "evidencia neurológica y psicológica significativa" sobre los trastornos cerebrales y de personalidad de Sean, pero arguyó que tal elemento "no constituye una demostración persuasiva de real inocencia" del sentenciado. Hace cosa de un año, la Décima Corte de Apelaciones de Estados Unidos reconoció que "la persona condenada a muerte no es la misma que cometió los crímenes", aunque señaló que su papel (el de la Corte) no era corregir errores de procedimiento sino ver que las sentencias no violen la Constitución, y que éste no era el caso. Por último, el 30 de noviembre pasado, la Corte Suprema de Justicia se negó a examinar la apelación de Sean. Ese mismo día, el fiscal de Oklahoma pidió que se fijara fecha a la ejecución.

La Junta de Perdón del estado negó la conmutación de la pena y el gobernador Frank Keating (religión, católica; número de fax, 405 521 33 53) anunció, el mismo día en que el papa Wojtyla llegaba a territorio estadunidense, que no indultaría ni a Sean ni a ningún otro condenado a la pena capital.

Hoy en día Sean tiene 29 años y se encuentra lúcido. Desde el primer día en prisión ųo sea, durante toda su edad adultaų ha sido un recluso ejemplar y, hasta antes de que lo apandaran en la celda del aislamiento final, parecía haberle encontrado un sentido a la vida: hacía trabajo social con internos jóvenes afectados por disturbios emocionales.

La información anterior está tomada de un reporte (AMR 51/108/98) de Amnistía Internacional (www.amnesty.org)