Después de muchos meses, la pesadilla puritana en Washington
parece llegar a su fin. El viernes el Senado decidió que las mentiras de
William Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky no eran pecado suficiente
para echarlo de la presidencia; demócratas y republicanos se fundieron en un
abrazo de reconciliación y se prometieron una luna de miel política de aquí al
inicio de las campañas para los comicios del año entrante. Las instituciones y
los medios dejarán de exhibir la genitalidad presidencial ante el gran público,
el mandatario acosado podrá dedicarse a su trabajo y, si actúa con la cautela
requerida, a nuevas y excitantes aventuras eróticas secretas. De ahora en
adelante --y eso es una conquista laboral de Clinton para sus sucesores-- los
episodios de comercio carnal en la Casa Blanca no podrán ser considerados
asuntos de Estado.
Ahora los legisladores y los ciudadanos aborrecen a Linda
Tripp --la confidente traidora de Monica Lewinsky-- y a Kenneth Starr, nuevo
depositario del asco nacional. Quieren olvidar que estos personajes no actuaron
solos ni por sí mismos, sino que encarnaron los excesos más enfermizos y
totalitarios de eso que se llama "rectitud moral" y de los cuales
está hondamente contaminado el común de los estadunidenses. Pero no basta con
echar tierra. Tarde o temprano, el país más poderoso del mundo tendrá que darse
cuenta que la imputación pública por episodios de la vida privada es una
práctica que lleva de regreso a las peores épocas de opresión absolutista y a la
destrucción de las libertades individuales y de los derechos humanos. El negar
a cualquier persona --presidente o mendigo-- el derecho a la intimidad es, a la
postre, tan grave como atentar contra la libertad de creencias, de pensamiento,
de ocupación. Y el ejercicio de la intimidad implica la potestad de rehusarse a
informar sobre ella.
Por lo demás, la persecución contra el Presidente no parece
ser sólo un asunto de sistema de valores y de imaginario colectivo. Tras la
absolución senatorial del pecador, nuevos indicios señalan que efectivamente
existió la conspiración de ultraderecha a la que Hillary Clinton atribuyó el
acoso contra su marido, antes de que éste confesara a medias su batidero en
cadena nacional.
Ayer, la edición de Newsweek correspondiente
al 22 de febrero presentó un anticipo del libro de su reportero Michael Isikoff
en el cual se dibuja una red de relaciones, hasta ahora desconocida, que
vincula a Linda Tripp con Kenneth Starr. "Aunque los complotados eran
conservadores, no eran el vasto grupo que sospechaba Hillary", dice el
informador. Eran, en cambio, un puñado de enemigos convencidos del Presidente,
los cuales no sólo ayudaron al bando de Paula Jones, sino que condujeron a una
dispuesta Linda Tripp hasta Kenneth Starr.
Ya se sabrá más. Pero la conspiración --si es que existió--,
el proceso legal y el juicio senatorial son expresiones de un espíritu
intolerante, persecutorio y represor que está patéticamente vivo en Estados
Unidos y que choca de frente con la modernidad política, económica y social de
ese país.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario