Esta es la historia de Sean Sellers, un hombre de 29 años
que nunca ha ejercido su derecho al voto, que en toda su vida no ha podido
trabajar, formar una pareja y menos una familia, que lleva ocho años encerrado
en una celda subterránea y sin ventanas, que desde hace casi 60 días permanece
las 24 horas aislado y esposado de los pies y las manos, y que el próximo
jueves 4 de febrero, si nada extraordinario sucede en la apacible localidad de
McAlester, Oklahoma, será sacado de su jaula inexpugnable, atado a una camilla
y ejecutado con una inyección de sustancias venenosas.
Aunque en su nombre conjuga los de dos actores célebres,
Sean Sellers tiene un origen humilde y anónimo. Nació el 18 de mayo de 1969 en
algún lugar de California. Cuando lo trajo al mundo, su madre, Vonda, tenía 16
años. Su padre era un alcohólico inestable y conflictivo. Antes de que Sean
ingresara a la primaria, Vonda se fue con un trailero, Paul Bellofatto. El niño
solía quedarse encargado con sus parientes maternos mientras la pareja
atravesaba la Unión Americana, aunque por temporadas vivía con su madre y su
padrastro. A los 13 años seguía orinándose en la cama, y a los 16 años había
sumado 30 mudanzas. Sufrió golpes y maltratos de toda la gente que lo rodeaba,
incluido un tío que lo obligaba a llevar un pañal sucio en la cabeza cuando el
joven mojaba las sábanas dos noches seguidas. Otro de sus tíos optó por
llevarlo de cacería y le enseñó a rematar a los animales heridos --mapaches,
zorros, uno que otro venado-- por el método de pararse en la cabeza de la
bestia y jalarle las patas hasta que reventaran las vértebras del cuello.
Desde los siete años, Sean empezó a oír voces extrañas en su
bóveda cranea-na. Posteriormente, en un afán por extirparlas, pasó una
temporada clavándose objetos puntiagudos en el cuero cabelludo.
Cuando llegó a la adolescencia descubrió el satanismo y se
inició en prácticas singulares: guardaba muestras de su propia sangre en el
refrigerador y luego se las llevaba a la escuela para beberlas durante el
recreo. Se familiarizó con las drogas --speed, anfetaminas,
mariguana-- y en algún momento aparecieron los sueños homicidas.
El 8 de septiembre de 1985, en Oklahoma City, el joven Sean
Sellers, entonces de 16 años de edad, disparó una .357 magnum contra un
dependiente de supermercado, de nombre Robert Paul Bowler, quien murió en el
acto. El homicida no fue capturado sino seis meses después, luego de que
asesinó --esta vez con tiros de revólver .44-- a su madre y a su padrastro
cuando ambos dormían.
Detenido casi de inmediato, Sean fue examinado por un
siquiatra, el cual determinó que el acusado era incapaz de distinguir entre el
bien y el mal y lo declaró "legalmente inconsciente". El 2 de octubre
de 1986, un jurado desinformado y manipulado por el juez y por el fiscal, lo
condenó a muerte.
Años después, en el curso de varias apelaciones, diversos
especialistas lo describieron como esquizoparanoide, sicótico crónico y
afectado por un Desorden de Personalidad Múltiple (DPM). Dos
electroencefalogramas detectaron, además, una lesión orgánica en los entresijos
de su cerebro.
A raíz de esos descubrimientos, una corte federal admitió
"evidencia neurológica y psicológica significativa" sobre los
trastornos cerebrales y de personalidad de Sean, pero arguyó que tal elemento
"no constituye una demostración persuasiva de real inocencia" del
sentenciado. Hace cosa de un año, la Décima Corte de Apelaciones de Estados
Unidos reconoció que "la persona condenada a muerte no es la misma que
cometió los crímenes", aunque señaló que su papel (el de la Corte) no era
corregir errores de procedimiento sino ver que las sentencias no violen la
Constitución, y que éste no era el caso. Por último, el 30 de noviembre pasado,
la Corte Suprema de Justicia se negó a examinar la apelación de Sean. Ese mismo
día, el fiscal de Oklahoma pidió que se fijara fecha a la ejecución.
La Junta de Perdón del estado negó la conmutación de la pena
y el gobernador Frank Keating (religión, católica; número de fax, 405 521 33
53) anunció, el mismo día en que el papa Wojtyla llegaba a territorio
estadunidense, que no indultaría ni a Sean ni a ningún otro condenado a la pena
capital.
Hoy en día Sean tiene 29 años y se encuentra lúcido. Desde
el primer día en prisión ųo sea, durante toda su edad adultaų ha sido un
recluso ejemplar y, hasta antes de que lo apandaran en la celda del aislamiento
final, parecía haberle encontrado un sentido a la vida: hacía trabajo social
con internos jóvenes afectados por disturbios emocionales.
La información anterior está tomada de un reporte (AMR
51/108/98) de Amnistía Internacional (www.amnesty.org)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario