20.8.96

Dole y la nada


Si todavía queda alguna sensatez en este mundo, la campaña republicana está muerta: Robert Dole y su compañero de fórmula no tienen nada que ofrecer ante un Clinton que, a fin de cuentas, ha demostrado que es razonablemente capaz de administrar la pausada y discreta declinación de la presencia estadunidense en el mundo.

Para que los republicanos pudieran hacer algo con su programa de destino manifiesto, Estados Unidos tendría que estar afrontando serios peligros domésticos o graves riesgos planetarios. Pero ni unos ni otros están a la vista. Adentro la economía marcha en forma decorosa y afuera no hay nadie que cuestione seriamente el liderazgo estadunidense. A falta de algo mejor, Saddam Hussein, el último gran enemigo de Washington, tuvo que ser sintetizado en los laboratorios de los medios de información y la oportunidad de ejercer la fuerza bélica se agotó en unas semanas infames allá por 1991.

De entonces a la fecha, el planeta, salvo películas, no ha producido nada que pueda seriamente ser considerado como una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos: los serbios no pueden amagar más que a los bosnios, Corea del Norte es una ruina humana y económica, Irán está encerrado y feliz en su medioevo islámico, los gobiernos de Siria y Libia viven de proferir bravatas evidentes y las tribus que se exterminan unas a otras en Africa sólo son un peligro para sí mismas.

El discurso paranoico de los republicanos se enfrenta con una realidad aburrida y amarga: los rivales de consideración de Estados Unidos lo son en el terreno económico (Europa y Asia), en el que Washington está obligado a observar las reglas de la competencia, en tanto que los enemigos contra los cuales se pretende ejercer métodos "bélicos'' (narcotraficantes y trabajadores indocumentados que invaden el territorio estadunidense sin más armas que las piernas) son de tan poca monta que el poder coercitivo aplicable no es militar, sino policiaco: hoy, el FBI y la DEA ocupan el lugar que tenía antaño el Pentágono en la política exterior de Estados Unidos.

Con sus exhortaciones a recuperar el liderazgo global estadunidense, Dole y sus partidarios van a contrapelo de la tendencia al aislamiento que hoy recorre a la sociedad norteamericana y que, salvo un imprevisto mayúsculo, no va a cambiar en los próximos años. Ciertamente no es probable que el país regrese al aislacionismo casi autista que predominó entre las dos guerras mundiales (cuando Estados Unidos ni siquiera fue capaz de afiliarse a la Sociedad de Naciones), pero tampoco hay, hoy en día, elementos para sustentar el retorno a un activismo imperial tan intenso como el que caracterizó a su presencia en el mundo desde la reacción a Pearl Harbor hasta la culminación de la guerra del Golfo Pérsico.

Cuando Robert Dole y Jack Kemp se aferran a la imagen de Estados Unidos como defensor de la civilización occidental y sucesor de Roma, el país se empeña en voltear hacia sí mismo y en reivindicar raíces más prosaicas: el Mayflower, Buffalo Bill, Henry Ford y la Marc I.

Entonces, el único sustento a la paranoia republicana son las variadas sospechas que suscitan los recientes actos de terrorismo en territorio estadunidense. Pero una propuesta de investigación policial difícilmente podría presentarse al electorado como sustituto de una plataforma política.

Si las cosas siguen como van hasta ahora en las campañas presidenciales de Estados Unidos, Dole tendría que inventar un nuevo planeta --o revivir una circunstancia mundial que forma parte del pasado-- para ganar los comicios de noviembre. Para permanecer otro periodo en la Casa Blanca, Clinton, en cambio, sólo tiene que abstenerse de cometer demasiados errores.

Uno y otro expresan, a su modo, el grado de vacuidad al que ha llegado la vida política en la nación más poderosa del mundo.

14.8.96

Prohibición


Digamos que sí, que las drogas prohibidas, las suaves y las duras, son más venenosas para los organismos y más perniciosas para las sociedades que el alcohol, el Nintendo, el póquer y el café, por mencionar sólo algunas sustancias o actividades adictivas que los abuelos pueden confesar sin vergüenza ante sus nietos, y viceversa.

Aun dándolo por cierto, el argumento de la peligrosidad social es lamentable, porque proyecta, en el ámbito mundial, o casi, la imagen de unos Estados con muy poca autoestima y un sentimiento de seguridad por los suelos: si el consumo de cocaína realmente pusiera en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos, habría que concluir que Estados Unidos es la sociedad más débil del planeta; si la heroína lograra arrasar a los países del viejo continente, ello querría decir que la energía vital de éstos habría llegado a su término, y que no valdría ni siquiera la pena gastar esfuerzos en la construcción de la Unión Europea.

Ninguna cultura resultó jamás destruida por sus drogas, y si éstas llegaron a constituir algún riesgo en ese sentido, la prohibición no fue la manera de evitarlo. Cada segmento de la humanidad ha vivido con su carga a cuestas de alucinados, atontados o iluminados, minoritaria, tolerada a veces, sacralizada en casos excepcionales, proscrita casi siempre, enfrentada por norma a un abanico de sanciones que va desde la conmiseración o el desprecio hasta la pena de muerte. Los casos más extremos de peligrosidad social de las drogas tienen que ver, en todo caso, con una utilización en el marco de políticas coloniales, como lo hicieron las autoridades españolas cuando alentaron el consumo de alcohol entre los indios de América, y los ingleses, que propiciaron los fumaderos de opio en China.

Por otra parte, el argumento de que las drogas prohibidas lo son porque hacen daño a los individuos, se enfrenta a una creciente conciencia sobre la necesaria soberanía del organismo como parte fundamental y básica de los derechos humanos, una conciencia para la cual la autodestrucción debe formar parte, también, de las opciones ciudadanas. Dicho de la forma más cruda, las conquistas de la individualidad y la subjetividad que han marcado a la propuesta civilizatoria occidental desembocan en ųo pasan necesariamente porų el derecho a morirse ųrápido o poco a pocoų, porque sin éste el derecho a la vida no es derecho, sino obligación. En esta perspectiva, si drogarse es un suicidio ų¿lo es en todos los casos?ų, la lucha contra la drogadicción debiera estar limitada a los terrenos siempre polémicos y conflictivos de la educación y la moral, y no ser llevada a los ámbitos legales.

Un Estado que proscribe actividades privadas genera grandes núcleos de poder clandestino en torno a ellas y acaba minándose a sí mismo. En el caso de la droga, su prohibición es la construcción de un poder que se ramifica en muchos y perversos poderes: el del Estado sobre los asuntos privados de sus ciudadanos, el de la policía sobre productores-traficantes-distribuidores, el de éstos sobre los consumidores. Inevitablemente, el círculo vicioso se cierra cuando los mafiosos ejercen su poder económico sobre los funcionarios gubernamentales, y se vuelve inexpugnable cuando los cientos de miles de millones de dólares de la droga ilícita que pasan por el sistema financiero generan una adicción de distinto signo: las relaciones de dependencia que economías enteras ųla de Estados Unidos, en primer lugarų establecen con esos fondos. Cuando las cosas llegan a distorsionarse a tales grados, no es raro suponer que la razón principal para eternizar la prohibición esté relacionada con el temor a perder de golpe flujos monetarios cuya presencia secreta es, sin embargo, decisiva en la economía mundial.

No son las drogas, sino su prohibición, lo que da origen a las grandes corporaciones mafiosas, a las cruentas guerras y campañas gubernamentales de erradicación, a los espectaculares o secretos episodios de corrupción pública y privada, a las distorsiones económicas y financieras provocadas por las operaciones de lavado de dinero en gran escala y a las tensiones y confrontaciones internacionales que se libran en torno a estos asuntos. Si se anula la prohibición, el problema de las drogas dejará de ser nacional e internacional para volver al ámbito del que jamás habría debido salir: el de las decisiones individuales esenciales en torno a la vida, la felicidad, la infelicidad y la muerte, y las formas posibles y personalísimas de administrarlas. 

6.8.96

Del 4 de julio al 6 de agosto


Hay que reconocer que Juan era un escritor sumamente talentoso, pero ciertamente no fue el único que, en su tiempo y en su medio, abordó el tema del Apocalipsis. La escatología daba pie para que muchos alucinados ensayaran, con buena o mala suerte literaria, composiciones en torno al fin del mundo. La mayor parte de esa literatura, los midrash, se ha perdido. Las obsesiones escatológicas --de eschatos, la exploración de los destinos últimos de los hombres y las cosas-- se sumergieron en el Renacimiento, cuando en Europa se vislumbró que acaso la historia humana no iba a tener fin, y recorrieron, en forma subterránea, los cinco siglos que separan a Erasmo de Hiroshima.

Un mes antes del aniversario de la gran parrillada que en esa ciudad japonesa organizó el complejo militar-industral estadunidense, y que Harry Truman sancionó, Hollywood presenta al mundo un manifiesto según el cual el Infierno Final podría ser mucho peor, y mucho más mezquino, que la destrucción provocada por Little Boy y Fat Man, los rudimentarios ingenios atómicos lanzados sobre las ciudades mártires japonesas.

Es revelador que, 51 años después de haber provocado un arrasamiento sin precedentes en un par de urbes enemigas, Estados Unidos presente al mundo un producto cinematográfico que se refocila en la destrucción ficticia de tres ciudades de la Unión Americana. Durante dos horas, a cambio de tres dólares y gracias al sonido Dolby Digital, cualquier espectador del mundo puede sentirse como un ciudadano de Pompeya en el momento de la erupción del Vesuvio. Los habitantes de Nueva York, Washington y Los Angeles pueden identificarse -virtudes psicoterapéuticas del entertainment- con Sodoma y Gomorra.

Las amenazas reales o supuestas a la seguridad nacional trabajan en paralelo con las visiones apocalípticas ancestrales. Unión Soviética, terroristas de Medio Oriente, catástrofes ecológicas, experimentos genéticos que salen de control, tráfico de drogas, conspiraciones varias y ébola: si la industria cinematográfica de un país puede decir algo sobre las obsesiones y los fantasmas de su sociedad, en esa enumeración somera puede condensarse el acento ominoso con que Estados Unidos percibe a su entorno planetario --y extraplanetario, si a la lista se agregan los extraterrestres, procedentes de sabe Dios qué lejano sistema solar o galaxia, y que llegan a nuestra casa con el designio de fumigarnos--. Del Imperio del Mal a la incursión de los virus malignos, para culminar con unos bichos alienígenas tan feos, necios y malvados, que la única forma de combatirlos es procurar que un cuarteto de machos estadunidenses -el Presidente de la República incluido- les rompan la madre.

Revelador: en el matraz de la cultura de masas estadunidense, las pesadillas escatológicas se conjuntan con el tema de las amenazas a la seguridad nacional para crear un género nuevo, más socorrido que la tragedia, la comedia y el melodrama.