Digamos que sí, que las drogas prohibidas, las suaves y las
duras, son más venenosas para los organismos y más perniciosas para las
sociedades que el alcohol, el Nintendo, el póquer y el café, por mencionar sólo
algunas sustancias o actividades adictivas que los abuelos pueden confesar sin
vergüenza ante sus nietos, y viceversa.
Aun dándolo por cierto, el argumento de la peligrosidad
social es lamentable, porque proyecta, en el ámbito mundial, o casi, la imagen
de unos Estados con muy poca autoestima y un sentimiento de seguridad por los
suelos: si el consumo de cocaína realmente pusiera en peligro la seguridad
nacional de Estados Unidos, habría que concluir que Estados Unidos es la
sociedad más débil del planeta; si la heroína lograra arrasar a los países del
viejo continente, ello querría decir que la energía vital de éstos habría
llegado a su término, y que no valdría ni siquiera la pena gastar esfuerzos en
la construcción de la Unión Europea.
Ninguna cultura resultó jamás destruida por sus drogas, y si
éstas llegaron a constituir algún riesgo en ese sentido, la prohibición no fue
la manera de evitarlo. Cada segmento de la humanidad ha vivido con su carga a
cuestas de alucinados, atontados o iluminados, minoritaria, tolerada a veces,
sacralizada en casos excepcionales, proscrita casi siempre, enfrentada por
norma a un abanico de sanciones que va desde la conmiseración o el desprecio
hasta la pena de muerte. Los casos más extremos de peligrosidad social de las
drogas tienen que ver, en todo caso, con una utilización en el marco de
políticas coloniales, como lo hicieron las autoridades españolas cuando
alentaron el consumo de alcohol entre los indios de América, y los ingleses,
que propiciaron los fumaderos de opio en China.
Por otra parte, el argumento de que las drogas prohibidas lo
son porque hacen daño a los individuos, se enfrenta a una creciente conciencia
sobre la necesaria soberanía del organismo como parte fundamental y básica de
los derechos humanos, una conciencia para la cual la autodestrucción debe formar
parte, también, de las opciones ciudadanas. Dicho de la forma más cruda, las
conquistas de la individualidad y la subjetividad que han marcado a la
propuesta civilizatoria occidental desembocan en ųo pasan necesariamente porų
el derecho a morirse ųrápido o poco a pocoų, porque sin éste el derecho a la
vida no es derecho, sino obligación. En esta perspectiva, si drogarse es un
suicidio ų¿lo
es en todos los casos?ų, la lucha contra la drogadicción debiera estar limitada
a los terrenos siempre polémicos y conflictivos de la educación y la moral, y
no ser llevada a los ámbitos legales.
Un Estado que proscribe actividades privadas genera grandes
núcleos de poder clandestino en torno a ellas y acaba minándose a sí mismo. En
el caso de la droga, su prohibición es la construcción de un poder que se
ramifica en muchos y perversos poderes: el del Estado sobre los asuntos
privados de sus ciudadanos, el de la policía sobre
productores-traficantes-distribuidores, el de éstos sobre los consumidores.
Inevitablemente, el círculo vicioso se cierra cuando los mafiosos ejercen su
poder económico sobre los funcionarios gubernamentales, y se vuelve
inexpugnable cuando los cientos de miles de millones de dólares de la droga
ilícita que pasan por el sistema financiero generan una adicción de distinto
signo: las relaciones de dependencia que economías enteras ųla de Estados
Unidos, en primer lugarų establecen con esos fondos. Cuando las cosas llegan a
distorsionarse a tales grados, no es raro suponer que la razón principal para
eternizar la prohibición esté relacionada con el temor a perder de golpe flujos
monetarios cuya presencia secreta es, sin embargo, decisiva en la economía
mundial.
No son las drogas, sino su prohibición, lo que da origen a
las grandes corporaciones mafiosas, a las cruentas guerras y campañas
gubernamentales de erradicación, a los espectaculares o secretos episodios de
corrupción pública y privada, a las distorsiones económicas y financieras
provocadas por las operaciones de lavado de
dinero en gran escala y a las tensiones y confrontaciones internacionales que
se libran en torno a estos asuntos. Si se anula la prohibición, el problema de
las drogas dejará de ser nacional e internacional para volver al ámbito del que
jamás habría debido salir: el de las decisiones individuales esenciales en
torno a la vida, la felicidad, la infelicidad y la muerte, y las formas
posibles y personalísimas de administrarlas.
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