27.3.01

Medina del Campo


La especie humana sigue siendo nómada. Cualquier “residente ancestral” de cualquier región del mundo (la excepción es Islandia), con la curiosidad suficiente para trepar un poco por su árbol genealógico, lo hallará, a una altura de diez generaciones, como máximo, infestado de migrantes, extranjeros y fuereños advenedizos. En el extremo, si José María Aznar y los miembros de su gabinete se tomaran la molestia de hurgar en su propio genoma, se descubrirían descendientes de unos emigrantes africanos que, siendo aún prógnatas y un poco arbóreos, y cuando a nadie se le había ocurrido la Ley de Extranjería, se dispersaron libremente por todo el mundo y que, con el tiempo, formaron hordas asiáticas, pueblos mediterráneos, godos, visigodos, lapones y olmecas, entre otras muchas ramificaciones.

Pero si en vez de buscar la herencia de los genes buscaran la herencia de las ideas, tendrían que reconocerse como descendientes mentales de los reyes católicos: la Ley de Extranjería huele a la pragmática de Medina del Campo de 1499: “Mandamos a los egipcianos que andan vagando por nuestros reinos y señoríos con sus mujeres e hijos, que del día que esta ley fuera notificada y pregonada en nuestra corte hasta sesenta días siguientes (...), cada uno de ellos viva por oficios conocidos, que mejor supieran aprovecharse (...) y no anden más juntos vagando por nuestros reinos como lo facen, o salgan de nuestros reinos y no vuelvan a ellos en manera alguna, so pena de que (...), pasados los dichos días, que den a cada uno cien azotes por la primera vez, y los destierren perpetuamente destos reinos; y por la segunda vez, que les corten las orejas, y estén sesenta días en las cadenas, y los tornen a desterrar, como dicho es, y por la tercera vez, que sean cautivos de los que los tomasen por toda la vida” (Novísima Recopilación, Libro XII, título XVI).

Se trataba de unificar y cohesionar, a sangre y fuego, al naciente Estado español, y en ese afán, con pocos años de diferencia, los reyes colocaron ante una disyuntiva terrible a las juderías, las morerías y las gitanerías de la Península: o se convertían --es decir, renunciaban a ser lo que eran-- o se largaban. Un sector de aquella España de convivencia pluricultural, tierra donde habían fructificado innumerables corrientes migratorias, se imponía sobre los otros y asentaba su hegemonía política y cultural sobre el territorio. En lo sucesivo, Castilla no sólo tiranizó a los “infieles” sino que oprimió a los otros pueblos cristianos de la Península y les confiscó sus idiomas y lo que ahora llamaríamos sus “usos y costumbres”. A más de 500 años de aquella fundación trágica y bárbara, la España “una, grande y libre” aún resiente la ausencia de moros y judíos y sigue un tanto embrollada en resolver, por vías autonómicas o policiales, el enredo de tener muchas naciones dentro de un solo Estado.

Hoy, la circunstancia es muy distinta. Lo que está en juego no es la conformación del Estado, sino su participación en el diseño burocrático del gigantesco castillo feudal en que se está convirtiendo la Unión Europea, por decisión propia y por fidelidad a la norma globalizadora de cerrar fronteras a los inmigrantes de los países pobres. Uncidos a esa lógica, Aznar y su gobierno hicieron promulgar una ley infame que niega a los extranjeros derechos humanos fundamentales --reunión, asociación, manifestación, sindicación y huelga-- y cometieron la canallada de condicionar el ingreso a territorio español a colombianos, ecuatorianos, dominicanos y otros inmigrantes del mundo hispano que requieren de trabajo y que hasta ahora han participado en la construcción de la nueva pluralidad cultural española.

Es una pena descubrir que, medio milenio después, el espíritu de la pragmática de Medina del Campo ha resucitado en La Moncloa.

20.3.01

Antiglobalifobia


El titular de la Comisión de la Organización de Naciones Unidas de Financiamiento para el Desarrollo posee una personalidad rica en contrastes: cuando aborda o escucha un drama social cualquiera, exhibe tal frialdad que uno puede imaginar su bóveda craneana llena de microprocesadores; en cambio, cuando argumenta a favor de la liberalización comercial, parece inflamarse de pasión y visceralidad casi eróticas. Con esa fogosidad, que en un tecnócrata podría considerarse incluso admirable, la semana pasada se dedicó a insultar, en la revista Forbes, al amplio conjunto de seres humanos que no están de acuerdo con los términos y las condiciones en que se desarrolla actualmente la globalización económica; para ellos, el funcionario acuñó, en enero del año pasado, un epíteto despectivo que constituye su principal aporte a la lexicografía: globalifóbicos.

Ahora, el también ejecutivo de Procter & Gamble y de Union Pacific Corp., llamó a combatir a esos variopintos disidentes de la liberalización comercial, a quienes acusó de ser una “mezcla peculiar de izquierdistas y derechistas extremosos, ecologistas radicales y autodesignados representantes de la sociedad civil”; además, los culpó por no ofrecer “otra alternativa que la extrema pobreza” a los trabajadores de “muchos” países en desarrollo, e incluyó entre los destinatarios de sus críticas a “algunos políticos” que en forma errada y cínica, dijo, “astuta y rápidamente han acomodado sus opiniones a la nueva moda de la antiglobalización, o para satisfacer electores o porque están confiados en que la globalización es un proceso irreversible”; el funcionario internacional arremetió también contra los gobiernos que invocan (en forma “hipócrita”) los derechos laborales “para destruir las oportunidades de comercio”.

El dos veces secretario en el gabinete de Salinas, ex presidente de México y actual jefe de la Comisión de la ONU de Financiamento para el Desarrollo, tiene sin duda el derecho irrenunciable de pensar lo que quiera, de no reflexionar sobre lo que no le guste y de odiar muchísimo a quien le venga en gana. Pero su alegato antiglobalifóbico en 
Forbes tiene dos aspectos objetables.

El primero es la impertinencia. En su condición de funcionario de Naciones Unidas, Ernesto Zedillo tendría que evitar la parcialidad manifiesta y la virulencia discursiva ante los grandes debates económicos internacionales, así fuera en el afán de desempeñar con una mínima eficacia la tarea que le encomendó Kofi Annan. Es inevitable sospechar que a los políticos calificados por Zedillo como “cínicos” o “hipócritas” (y aun “proteccionistas”, que es uno de los máximos insultos del vocabulario neoliberal), así como a organizaciones civiles y a funcionarios internacionales --pienso, por ejemplo, en Nora Lusting, del BID, quien ayer advertía sobre la brecha entre ricos y pobres generada por la globalización-- no les hará ninguna gracia tratar con este funcionario lenguaraz y que, por ello, la Comisión de Financiamiento para el Desarrollo, manejada con semejante radicalismo ideológico y verbal, está condenada a perder interlocutores y eficiencia.

El otro defecto del artículo es el descaro. Sería comprensible que el empleado de Pacific Union Corp. y de Procter & Gamble defendiera la liberalización comercial en nombre de los intereses de sus patrones, toda vez que éstos han realizado excelentes negocios gracias a la apertura salvaje de mercados que se lleva a cabo en las naciones en desarrollo. Pero hacer la apología de estos procesos apelando al “bien de los pobres del mundo”, atropellados y multiplicados por el neoliberalismo, exige una notable dosis de impudicia y de dureza facial.

Para finalizar, el episodio debiera alentar la preocupación internacional --muy activa en los tiempos en que Pérez de Cuéllar encabezó la ONU, y cuando ésta llegó a niveles perceptibles de corrupción-- en torno a la necesaria fiscalización de los funcionarios internacionales, no sólo para impedir que desarrollen conflictos de intereses como el que podría estar experimentado el propio Zedillo, sino para evitar la lamentable y contradictoria tendencia de los directivos de Naciones Unidas a guardar silencio ante asuntos sobre los cuales deberían manifestarse, y a hablar de más en circunstancias en las que lo prudente sería cerrar el pico.

13.3.01

China: el comunismo neoliberal


Hace una semana 41 alumnos y un maestro de la escuela primaria de Fanglin, comuna de Tangu, distrito de Wangzai, China, fueron despedazados por una explosión que causó también heridas de consideración a otras 27 personas. Tres años antes, el director del plantel, con la anuencia del responsable local del Partido Comunista, instaló en una de las aulas una fábrica de petardos, en la que los educandos --de ocho y nueve años-- eran obligados a trabajar durante la hora de la comida.

De acuerdo con fuentes no oficiales, ante la escasez de presupuesto para la educación, una buena parte de los centros escolares chinos realizan actividades productivas: fabrican cajas y materiales de embalaje, calendarios, piezas de lámparas y bicicletas o, como en el caso de Fanglin, fuegos artificiales. Es la única manera de obtener recursos para cubrir los salarios de los profesores. La situación es especialmente crítica en las áreas rurales, en donde los maestros suelen ganar 550 dólares anuales.

Con las referencias a la circunstancia económica puede justificarse todo, incluso la antropofagia.

Otro fenómeno de fondo que viene al caso es el esfuerzo productivo y exportador en el que se halla inmersa China, afán que no sólo le ha permitido inundar de baratijas todo el planeta, sino que le ha redituado ríos de dinero. Parte de ese empuje comercial se traduce en una enorme captación de contratos de maquila para la industria occidental. Los comunistas chinos han comprendido mejor que nadie las exigencias de “eficiencia”, “rentabilidad”, “competitividad” y otros puntos de la deontología neoliberal que domina el resto del mundo y, en muchos sentidos, las han llevado hasta sus últimas consecuencias: desde la lógica de la alta productividad y la utilidad máxima, no hay sitio mejor que una escuela para instalar fábricas de petardos: los trabajadores no cobran, no se paga renta del local y la capacitación de la mano de obra puede formar parte de los planes regulares de estudio. Después de una lección de historia oficial sobre la Larga Marcha ha de ser divertidísima una sesión de instrucciones para la colocación de mechas en los pequeños cilindros de papel y pólvora. Y de ahí, vuelta natural a la historia patria para recordarles a los pequeños esclavos que fue precisamente en China donde se inventaron los fuegos artificiales y exhortarlos, sobre esa base, a la excelencia y a la calidad total.

El episodio referido no sólo encaja con la orientación económica en boga, sino también con los nuevos criterios de cooperación internacional orientados a impedir los flujos migratorios indeseables mediante la creación de oportunidades en las regiones de origen de los migrantes, criterios que, como lo admite el experto Mabbub Ul Haq, presidente del Centro de Desarrollo Humano de Paquistán, no deben basarse en la moral internacional “por más que sería placentero suponer que dicha moral aún existiera hoy en día”:


El paquistaní tiene algo de razón al festinar la muerte de la ética como factor de regulación de las relaciones internacionales: ante las crecientes evidencias del trabajo infantil y esclavo, o casi, con el que Pekín abarata los costos de cuanta mercancía circula por el mundo, Sadam Hussein resulta un osito de peluche. Pero el occidente industrializado se solaza en satanizar al dictador árabe por las atrocidades reales y supuestas de su régimen y cierra los ojos para comerciar con China.

Más o menos en los mismos días en que se dio a conocer la tragedia de la escuela de Fanglin ocurrieron, en planteles estadunidenses, nuevas balaceras con saldo negro. En los alrededores de San Diego, concretamente, un joven de 15 años mató a dos de sus condiscípulos e hirió a otras 13 personas --alumnos y maestros-- con un pequeño revólver .22; no digo que así haya sido, pero el parque correspondiente (un calibre barato y “popular”, y buen candidato a esa peculiar sustitución de importaciones que los mercados mundiales realizan con el gigante asiático) bien pudo haber sido fabricado por niños de alguna escuela primaria china, los cuales tienen familiaridad y hasta experiencia con el manejo de la pólvora. Sería un ejemplo espléndido de esa cooperación internacional sin moral que vincula a la economía comunista neoliberal china con los mercados mundiales.

6.3.01

Venganzas de Satán


El rito islámico prescribe que, en el camino a La Meca, al pasar por el puente de Jamarat, cada peregrino del haj debe lanzar siete piedras al día, durante tres días, a cada uno de los tres monolitos erigidos en ese lugar y que simbolizan al Diablo. Ayer, 23 mujeres y 12 hombres --que, sumados, dan 35, es decir, cinco por cada piedra que cada musulmán debe tirar a cada estela-- murieron apachurrados durante la lapidación. Por una razón cualquiera, la multitud se descontroló y, en vez de concentrarse en la abominación de Satán, pisoteó y asfixió a decenas de sus propios integrantes. Hace tres años ocurrió en Jamarat un accidente similar, aunque más grave, pues dejó 118 muertos y casi 200 heridos. Es probable que la causa de estas desgracias no sea un afán de revancha del Maligno por los castigos que se infligen a su representación en piedra, sino el menosprecio y la falta de organización con que las autoridades de Arabia Saudita reciben a los millones de fieles procedentes de todo el mundo islámico y que viajan cada año a La Meca para cumplir con el precepto coránico. Hacinados y tratados como si fueran reses, los peregrinos han sido víctimas de otras catástrofes, como el incendio ocurrido en Mena en 1997, en donde 343 integrantes de la Uma perdieron la vida.

Tal vez la determinación de los actuales dueños de Afganistán de destruir todas las expresiones del arte budista preislámico en ese país mediante disparos de tanque y de artillería antiaérea también pueda atribuirse a un designio satánico, de no ser porque el vandalismo tiene una explicación alternativa más prosaica. Las intervenciones extranjeras en ese territorio puente entre oriente y occidente impidieron la formación de instituciones nacionales y pulverizaron las pocas que había. Afganistán fue convertido en teatro de la guerra fría a raíz de la atroz injerencia militar soviética de fines de los setenta, y posteriormente fue usado como campo para dirimir complejas disputas e intereses geopolíticos de Pakistán, Irán, India, China y Rusia.

Las intervenciones han aprovechado y exacerbado la división del país en tribus diversas y a veces antagónicas, y la dispersión social consecuente creó las condiciones propicias para que los talibanes, un grupo de fanáticos alucinados, surgido en los seminarios coránicos del sur del país, llegara al poder e impusiera con facilidad una dictadura fundamentalista sobre una población cuya tasa de analfabetismo rebasa 70 por ciento.

Entre sus primeras medidas, ese “gobierno” prohibió a las mujeres efectuar cualquier trabajo que no fuera el doméstico e ilegalizó la música occidental y las señales de televisión procedentes del extranjero.

En vez de buscar el diálogo con las autoridades de Kabul, Estados Unidos, en nombre de la comunidad internacional, bombardeó territorio afgano y promovió e implantó un férreo bloqueo contra el país. Con ello se logró radicalizar las posturas integristas de esos gerifaltes que ahora se cobran una venganza más estúpida que satánica contra las hermosas, gigantescas e indefensas representaciones de Buda, no tanto porque sean una ofensa al Islam sino porque el resto de la humanidad (o sea, todo mundo menos los talibanes) las considera un patrimonio histórico invaluable.

Otro suceso reciente que podría ser interpretado como muestra de la actividad del Maligno es la creciente violencia entre israelíes y palestinos: un atentado dinamitero de autoría palestina en Netanya, con saldo de cuatro muertos y 60 heridos, un palestino atacado a mordidas por israelíes enfurecidos, más los ataques de represalia que cabe esperar por parte de Tel Aviv.

Esos bombazos contra Israel, sin duda criminales e injustificables, podrían ser inspirados por el Diablo, pero hay a la mano una razón más simple: la desesperación ciega de grupos político-religiosos palestinos que, tras siete años de proceso de paz, no han visto más resultado que la continuada opresión, la intolerancia, el cerco y la humillación por parte de Israel hacia los habitantes de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental y hacia sus nacientes instituciones nacionales.

En esa medida, el círculo vicioso del terrorismo palestino y las represalias israelíes --que merecen el nombre de terrorismo de Estado-- puede ser interpretado como una conspiración de Satanás en este mundo, pero acaso sea, simplemente, un espejo de la banal y exasperante crueldad humana.