El titular de la Comisión de la Organización de Naciones
Unidas de Financiamiento para el Desarrollo posee una personalidad rica en
contrastes: cuando aborda o escucha un drama social cualquiera, exhibe tal
frialdad que uno puede imaginar su bóveda craneana llena de microprocesadores;
en cambio, cuando argumenta a favor de la liberalización comercial, parece
inflamarse de pasión y visceralidad casi eróticas. Con esa fogosidad, que en un
tecnócrata podría considerarse incluso admirable, la semana pasada se dedicó a
insultar, en la revista Forbes, al amplio conjunto de
seres humanos que no están de acuerdo con los términos y las condiciones en que
se desarrolla actualmente la globalización económica; para ellos, el
funcionario acuñó, en enero del año pasado, un epíteto despectivo que
constituye su principal aporte a la lexicografía: globalifóbicos.
Ahora, el también ejecutivo de Procter & Gamble y de
Union Pacific Corp., llamó a combatir a esos variopintos disidentes de la
liberalización comercial, a quienes acusó de ser una “mezcla peculiar de
izquierdistas y derechistas extremosos, ecologistas radicales y autodesignados
representantes de la sociedad civil”; además, los culpó por no ofrecer “otra
alternativa que la extrema pobreza” a los trabajadores de “muchos” países en
desarrollo, e incluyó entre los destinatarios de sus críticas a “algunos
políticos” que en forma errada y cínica, dijo, “astuta y rápidamente han
acomodado sus opiniones a la nueva moda de la antiglobalización, o para
satisfacer electores o porque están confiados en que la globalización es un
proceso irreversible”; el funcionario internacional arremetió también contra
los gobiernos que invocan (en forma “hipócrita”) los derechos laborales “para
destruir las oportunidades de comercio”.
El dos veces secretario en el gabinete de Salinas, ex
presidente de México y actual jefe de la Comisión de la ONU de Financiamento
para el Desarrollo, tiene sin duda el derecho irrenunciable de pensar lo que
quiera, de no reflexionar sobre lo que no le guste y de odiar muchísimo a quien
le venga en gana. Pero su alegato antiglobalifóbico en
Forbes tiene
dos aspectos objetables.
El primero es la impertinencia. En su condición de
funcionario de Naciones Unidas, Ernesto Zedillo tendría que evitar la
parcialidad manifiesta y la virulencia discursiva ante los grandes debates
económicos internacionales, así fuera en el afán de desempeñar con una mínima
eficacia la tarea que le encomendó Kofi Annan. Es inevitable sospechar que a
los políticos calificados por Zedillo como “cínicos” o “hipócritas” (y aun “proteccionistas”,
que es uno de los máximos insultos del vocabulario neoliberal), así como a
organizaciones civiles y a funcionarios internacionales --pienso, por ejemplo,
en Nora Lusting, del BID, quien ayer advertía sobre la brecha entre ricos y
pobres generada por la globalización-- no les hará ninguna gracia tratar con
este funcionario lenguaraz y que, por ello, la Comisión de Financiamiento para
el Desarrollo, manejada con semejante radicalismo ideológico y verbal, está
condenada a perder interlocutores y eficiencia.
El otro defecto del artículo es el descaro. Sería
comprensible que el empleado de Pacific Union Corp. y de Procter & Gamble
defendiera la liberalización comercial en nombre de los intereses de sus
patrones, toda vez que éstos han realizado excelentes negocios gracias a la
apertura salvaje de mercados que se lleva a cabo en las naciones en desarrollo.
Pero hacer la apología de estos procesos apelando al “bien de los pobres del
mundo”, atropellados y multiplicados por el neoliberalismo, exige una notable
dosis de impudicia y de dureza facial.
Para finalizar, el episodio debiera alentar la preocupación
internacional --muy activa en los tiempos en que Pérez de Cuéllar encabezó la
ONU, y cuando ésta llegó a niveles perceptibles de corrupción-- en torno a la
necesaria fiscalización de los funcionarios internacionales, no sólo para
impedir que desarrollen conflictos de intereses como el que podría estar
experimentado el propio Zedillo, sino para evitar la lamentable y
contradictoria tendencia de los directivos de Naciones Unidas a guardar
silencio ante asuntos sobre los cuales deberían manifestarse, y a hablar de más
en circunstancias en las que lo prudente sería cerrar el pico.
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