16.11.99

La Habana en la Luna


Los jefes de Estado y de gobierno reunidos a estas horas en La Habana están hechos bolas. Las travesuras civilizatorias del juez Baltasar Garzón tienen a tres de ellos en una confrontación no deseada y el gobierno anfitrión tiene que tragarse la bilis ante los encuentros inopinados entre sus disidentes y dignatarios de la iberoamericanidad, porque a los segundos no se les puede acusar --aunque lo fueran-- de ser engendros de la CIA.

Se suponía que estas reuniones no tendrían que ser el bazar de soluciones para incidentes y roces diplomáticos entre los gobiernos participantes, sino un foro de coordinación y consulta, frente a la globalización, de los restos de los imperios peninsulares.

No deja de ser una idea rara. A nadie se le ocurre reunir a tomar cafecito a los representantes de los Estados herederos del imperio austrohúngaro, por más que el derrumbe de éste haya ocurrido en una fecha más cercana que el del español. Esos pueblos centroeuropeos tienen en común, si acaso, el deporte de aborrecerse mutuamente. Nosotros tenemos en común nada menos --pero nada más, hasta donde se sepa-- que dos lenguas francas susceptibles de reducirse a una, siempre y cuando la pereza mental lo permita. Habría tenido que ser una herramienta suficiente para ingresar, con cierto grado de cohesión, a la globalidad.

El hecho es que esta región idiomática de 530 millones de habitantes y un producto interno bruto conjunto de más de dos y medio billones de dólares no ha sido capaz de constituirse en un bloque productivo o financiero; se limita a ser un gran mercado que se disputan europeos, estadunidenses y coreanos. Por lo que respecta a la identidad, hay que reconocer que la realidad no siempre es políticamente correcta: aunque a mucha gente pueda parecerle horroroso, los medios electrónicos, y especialmente la televisión, han hecho más que Simón Bolívar y el Che Guevara por la integración de una identidad específicamente iberoamericana.

Decir que el continente de la lengua española es virtual no sólo hace referencia a su condición evanescente, sino que implica también una especificidad material o, mejor, inmaterial, basada en ondas hertzianas, microondas, satélites, redes de larga distancia y servidores de Internet. En el mejor de los casos, los académicos de la lengua entregan potestades, en forma acelerada, a los anónimos creadores del corrector ortográfico incorporado al Word de Microsoft. En el peor, nuestro idioma está siendo moldeado a golpes de manuales taiwaneses.

Estos agentes de integración, más poderosos que todas las cumbres de jefes de Estado y de gobierno que en la historia han sido --nueve--, no sólo se encargan de fabricar identidad, sino también de acanallarla: la capital cultural es Miami, el himno internacional tiene ritmo de salsa (sintético si los hay) y el noticiero Eco goza de más credibilidad que el Parlamento Latinoamericano. Las pretensiones castizas y conservadoras de los términos Hispano e Iberoamérica, así como los latinoamericanistas que las combatieron en las décadas pasadas, han sido superados por el todopoderoso adjetivo latino, más falso que un billete de seis pesos, pero apoyado en una flota mediática más eficaz que la Armada Invencible.

Así pues, señores que están en La Habana, sus empeños fueron insuficientes y tardíos. Les queda, ahora, la posibilidad de cambiar de giro a su club e imaginar y emprender acciones en el ámbito de la cultura y el idioma. Sería un acto de modestia y de realismo. Además, tal vez conseguirían de ese modo quitarle solemnidad de Estado a sus encuentros y dejar de lado, por consiguiente, unos escollos políticos que no pueden resolverse en las cumbres pero sí terminar con ellas. O bien, pueden seguirse por donde van, confundir la unidad con las proclamas de unidad y porfiar en atribuirle valores mágicos a la foto conjunta.

9.11.99

Big Brother en la ventana


El viernes pasado el juez Thomas Jackson dio la razón al Departamento de Justicia estadunidense y determinó lo que saben perfectamente decenas de millones de usuarios de computadoras personales en todo el mundo, es decir, que Microsoft tiene el monopolio de los sistemas operativos para tales aparatos. La decisión --un episodio más en un litigio que tendrá muchos otros-- puede tener consecuencias tan ligeras como que se obligue a la empresa, por mandato judicial, a ser menos leonina en sus contratos de uso de Windows, o tan graves como la división obligada de Microsoft en varias compañías que compitan entre sí. La idea del proceso legal es proteger a los consumidores de Estados Unidos --los demás no pintamos para nada en la justicia de ese país-- de una empresa abusiva que vende productos insatisfactorios a precios altísimos aprovechando la ausencia de otros similares y que impide, por supuesto, el surgimiento y desarrollo de competidores.

Pero la disputa entre Bill Gates y el Departamento de Justicia tiene implicaciones que van mucho más allá de las meras consideraciones mercantiles y de las reglas del libre mercado, y que trascienden, con mucho, las fronteras de Estados Unidos.

El hecho que más de 90 por ciento de los operadores informáticos del planeta tengan que lidiar con las fallas de programación de Windows, pero también con la sintaxis, el estilo y los gustos visuales de Microsoft, implica que éste tiene un impacto mundial en lo cultural, en lo ideológico y en lo estético que sobrepasa el ámbito de acción de un simple fabricante de software. El que decenas de millones de esos usuarios se vean obligados, para operar y mantener al día el sistema, a acudir con frecuencia a los sitios de Microsoft en Internet, convierte a la compañía, por sí misma, en uno de los medios de información con mayor poder de penetración; ello, sin contar con sus alianzas estratégicas con medios de mayor tradición, como NBC, o con conglomerados de telecomunicaciones como Telmex. El que el presidente y accionista principal de Microsoft tenga una fortuna personal de rango similar o superior al costo total del Fobaproa --o una tercera parte del presupuesto de defensa de Washington, o la mitad de la deuda externa de México-- los reviste, a él y a su empresa, con un poder político-económico superior al de muchos Estados soberanos: en la economía mundial y en la esfera de las grandes decisiones geopolíticas, Gates y Microsoft importan más que Marruecos o Costa Rica (no puedo evitar el recuerdo de compañías gringas como la United Fruit y la ITT, que ponían y quitaban gobiernos en América Latina), y a las reflexiones del Señor de las Ventanas se les da mucha más cobertura que a las de cualquier Premio Nobel, que a las de un estadista o que a las de un secretario general de la ONU.

El emporio de Seattle no es eterno. Se supone que algún día el mercado, por sí mismo, lo conducirá a una caída más o menos estrepitosa, como le ocurrió a IBM hace no mucho. Pero, mientras llega ese momento, la desmesurada concentración de poder --político, económico, mediático, cultural e ideológico, además de informático-- en Microsoft podría tener consecuencias desastrosas para mucha gente. Sería preferible prevenirlo. Por eso el fallo judicial del viernes es un dato tranquilizador: los logotipos de Windows y de Internet Explorer son ya demasiado omnímodos y poderosos, y las ventanas empiezan a parecerse a los ojos del Gran Hermano.

2.11.99

Ecumenismo


Ahora nos vienen ustedes, teólogos luteranos y teólogos católicos, con que siempre sí podrán sentarse a la misma mesa a brindar por el año 2000, con una reunificación hipotética entre el Paraíso del Norte y el Paraíso del Sur y con una homologación de trámites para el visado a tal comarca: resulta que San Pablo le ha ganado la polémica a Santiago y que basta con la fe y la gracia divina para ser salvos, que la venta masiva de indulgencias y bulas es una mera “tradición secular” y no un asunto de Estado.

Ahora nos salen con que Martín Lutero ųese primer ayatola del cristianismoų se habría podido ahorrar todos los manifiestos que pegoteó en las puertas de las iglesias góticas de su hábitat. Ahora el papa Wojtyla ųese otro ayatola del cristianismoų se relame de gusto en la Plaza de San Pedro y celebra la Declaración Conjunta de la Gracia Divina, firmada el domingo en Augsburg por luteranos y romanos, y la llama “una señal de esperanza para Europa”. A lo que puede verse, el Pontífice está tan gaga que 1) Confunde el planeta con el viejo continente (como si por culpa de la rivalidad entre protestantes y católicos no hubiese corrido sangre, también, en puntos tan distantes a Cracovia como Villahermosa y Pernambuco, entre muchos otros), y 2) Le atribuye a esa sanación de heridas históricas una trascendencia en el contexto contemporáneo. Allá él: frente al Tratado de Maastricht, la Declaración de Augsburg no tiene ninguna importancia. Las casas reales europeas investidas de poder se llaman hoy, socialdemócratas y democristianos, no habsburgos o capetos.

Esta celebración del encuentro ecuménico es un tanto ofensiva, porque la rivalidad entre los seguidores de la gracia divina y los partidarios de los buenos actos no sólo floreció en la literatura y en la pintura. “Por no comer la carne sodomita/ de estos malditos miembros luteranos,/ se morirán de hambre los gusanos/ que aborrecen vianda tan maldita”, versificaba, implacable, Quevedo, mientras Van Dyck y Velázquez pintaban las grandes batallas en las que España dilapidó el oro y la plata de América, Alemania resultó arrasada y Francia quedó, a la postre, y gracias al talento malévolo de Richelieu, como la potencia emergente. Las necedades teológicas de unos y otros fueron pretexto para una de las más grandes masacres sin bando bueno de la historia, en la que centenares de miles de personas se fueron al otro mundo sin saber, a ciencia cierta, si serían aceptados allí: en los campos de batalla y en el destazadero de San Bartolomé no había mucho margen para pensar si se tenía la gracia divina o para repasar las buenas obras, si la fe había sido robusta en suficiencia o si se tenía actualizado el estado de cuenta de las indulgencias.

Hoy es el Día de los Fieles Difuntos. Ahora ustedes, teólogos y clérigos de uno y otro bando, harían mejor en pedir perdón silencioso en nombre de sus antecesores a todas esas víctimas. No nos vengan, después de todos estos siglos y después de todos estos cadáveres, con que el asunto no tenía importancia. Tendrían que abstenerse de recordar aquella idiotez sangrienta. Mejor harían en guardar silencio. *