Ahora nos vienen ustedes, teólogos luteranos y teólogos
católicos, con que siempre sí podrán sentarse a la misma mesa a brindar por el
año 2000, con una reunificación hipotética entre el Paraíso del Norte y
el Paraíso
del Sur y con una homologación de trámites para el visado a tal comarca:
resulta que San Pablo le ha ganado la polémica a Santiago y que basta con la fe
y la gracia divina para ser salvos, que la venta masiva de indulgencias y bulas
es una mera “tradición secular” y no un asunto de Estado.
Ahora nos salen con que Martín Lutero ųese primer ayatola
del cristianismoų se habría podido ahorrar todos los manifiestos que pegoteó en
las puertas de las iglesias góticas de su hábitat. Ahora el papa Wojtyla ųese
otro ayatola del cristianismoų se relame de gusto en la Plaza de San Pedro y
celebra la Declaración Conjunta de la Gracia Divina, firmada el domingo en
Augsburg por luteranos y romanos, y la llama “una señal de esperanza para
Europa”. A lo que puede verse, el Pontífice está tan gaga que 1) Confunde el
planeta con el viejo continente (como si por culpa de la rivalidad entre
protestantes y católicos no hubiese corrido sangre, también, en puntos tan
distantes a Cracovia como Villahermosa y Pernambuco, entre muchos otros), y 2)
Le atribuye a esa sanación de heridas históricas una trascendencia en el
contexto contemporáneo. Allá él: frente al Tratado de Maastricht, la
Declaración de Augsburg no tiene ninguna importancia. Las casas reales europeas
investidas de poder se llaman hoy, socialdemócratas y democristianos, no
habsburgos o capetos.
Esta celebración del encuentro ecuménico es un tanto
ofensiva, porque la rivalidad entre los seguidores de la gracia divina y los
partidarios de los buenos actos no sólo floreció en la literatura y en la
pintura. “Por no comer la carne sodomita/ de estos malditos miembros
luteranos,/ se morirán de hambre los gusanos/ que aborrecen vianda tan
maldita”, versificaba, implacable, Quevedo, mientras Van Dyck y Velázquez
pintaban las grandes batallas en las que España dilapidó el oro y la plata de
América, Alemania resultó arrasada y Francia quedó, a la postre, y gracias al
talento malévolo de Richelieu, como la potencia emergente. Las necedades
teológicas de unos y otros fueron pretexto para una de las más grandes masacres
sin bando bueno de la historia, en la que centenares de miles de personas se
fueron al otro mundo sin saber, a ciencia cierta, si serían aceptados allí: en
los campos de batalla y en el destazadero de San Bartolomé no había mucho
margen para pensar si se tenía la gracia divina o para repasar las buenas
obras, si la fe había sido robusta en suficiencia o si se tenía actualizado el
estado de cuenta de las indulgencias.
Hoy es el Día de los Fieles Difuntos. Ahora ustedes,
teólogos y clérigos de uno y otro bando, harían mejor en pedir perdón
silencioso en nombre de sus antecesores a todas esas víctimas. No nos vengan,
después de todos estos siglos y después de todos estos cadáveres, con que el
asunto no tenía importancia. Tendrían que abstenerse de recordar aquella
idiotez sangrienta. Mejor harían en guardar silencio. *
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