Su ceremonia fúnebre fue emblemática del Medio Oriente
contemporáneo: un ataúd rodeado de enemigos --algunos de los hombres más
importantes del mundo--, un pueblo acongojado por la pérdida de una débil
certeza, los cantos lastimeros de los imanes, una superficie terrestre repleta
de beduinos armados y, arriba, en el cielo, el estruendo de los aviones de
guerra. El cuerpo del señor que hizo convivir la modernidad --bélica,
financiera, diplomática-- con las tribus nómadas fue lavado y ungido con
especias en el Palacio de Bab es Salaam (Puerta de la Paz) y su ataúd, cubierto
con la bandera jordana, llegó al Cementerio Real a bordo de una cureña; militar
que era, a fin de cuentas. Lo que el cáncer linfático dejó de Hussein fue
sacado del ataúd y depositado en la cripta familiar. Acorde con la tradición
islámica, el cadáver sólo iba envuelto en una sábana blanca. La escena no pudo
ser contemplada por los ojos de la reina Noor, quien, de acuerdo con esa misma
tradición, se quedó en casa rodeada de las mujeres de Palacio.
Así debieron haber llorado sus pueblos a los faraones, así
hubieron puesto alfombras de flores al paso de los embalsamados ilustres, así
hubieron jurado memoria eterna a los despojos que, hoy en día, sólo conmueven a
los arqueólogos. El Islam introdujo en la región reglas mortuorias mucho más
modestas y austeras, pero un funeral de Estado es un acto idéntico a sí mismo
desde hace tres mil años. Los corceles blancos coexisten, ahora, con los
enjambres de Mercedes Benz, y en el hueco que dejan los dignatarios extintos
siguen incubándose intrigas palaciegas, alianzas contra natura y golpes de
mano. Hassán, el hermano de Hussein Hashemi, y Abdalá, hijo primogénito y
heredero universal del monarca, no se quieren nada.
Hasta el Cementerio Real de Ammán llegaron Bill Clinton,
perseguido como nunca por el fantasma --carnal-- de Mónica Lewinsky; Boris
Yeltsin, más achacoso y doliente que su propio país; el torvo Hafez Assad, con
su furia fría; el aprendiz de brujo Benjamin Netanyahu, primer laico en la
historia que toma partido por la teocracia; Yasser Arafat, mártir viviente de
los palestinos. Y muchos otros. Diríase que el monarca ofreció su cuerpo
envuelto en una sábana blanca para aderezar una postrera mesa de paz. A fin de
cuentas, el hombre estaba obsesionado con las posibilidades de la convivencia y
se mantuvo pendiente de ellas hasta en la agonía: en octubre del año pasado,
cuando estaba internado en la Clínica Mayo, en Minesota, se arrancó las sondas
de la quimioterapia para asistir a una negociación difícil entre los líderes de
Israel y de Palestina.
La ambigüedad de Hussein y su eterno navegar entre dos aguas no
eran, al final, muestras de debilidad, sino empeños de estadista triunfante.
Inventó a Jordania y preservó su invento de las fuerzas arrasadoras que se han
movido, durante la segunda mitad de este siglo, a su alrededor: los sueños
delirantes del Gran Israel y de la Gran Siria, la picaresca criminal de Sadam
Hussein, las oleadas incómodas del exilio palestino --¿y los miles de muertos
del septiembre negro de 1970 no tendrán nunca
una recordación afectuosa?--
Su cuerpo ya no recuerda episodios amargos. Ni ese ni la cabeza
ensangrentada de su abuelo, Abdalá, en la explanada de la mezquita de Al Aqba,
en Jerusalén, ni la locura de su padre, Talil, gracias a la cual el propio
Hussein fue coronado a los 16 años. Pero si las muestras de amor de su pueblo y
la consternación de los grandes del mundo tienen más fondo humano que la
incertidumbre ante el futuro o que la hipocresía diplomática, tal vez este
sharif --descendiente del Profeta-- esté ahora en el paraíso con huríes que el
Corán depara a los guerreros de intenciones nobles.
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