12.6.01

Bajas colaterales


Baylee Almon y Timothy McVeigh están unidos para siempre por la relación entre la víctima y el victimario, por el nitrato de amonio, por el pentotal sódico, por el circo mediático y por el misterio de la muerte. La primera falleció el 19 de abril de 1995 en un hospital de Oklahoma City, un día después de cumplir su primer año de vida; el segundo fue ejecutado ayer en la prisión federal de Terre Haute, Indiana, cuando tenía 33 años, y ante un público de 300 asistentes, incluida la madre de Baylee. Ambos fueron, a su manera, depositarios de símbolos y obsesiones clave de la sociedad estadunidense; al parecer, ninguno de ellos llegó a ser consciente de ese papel y creo que ambos murieron en olor de inocencia.

McVeigh es una hechura ideológica típica de la era Reagan: vivió una adolescencia angustiada ante la perspectiva de una invasión soviética o una guerra atómica y almacenó papel de baño, cartuchos de escopeta, garrafones de agua, latas de atún y monedas de oro en escondites a prueba de radiación y pillaje. Su paisaje espiritual era el escenario de Mad Max, con rebaños humanos buenos y rebaños humanos malos, ambos trenzados en una lucha irremediable por la sobrevivencia del más apto. El muchacho, oriundo de Buffalo, NY --el asentamiento industrial más provinciano del mundo--, trató de encauzar en el Ejército sus paranoias existenciales; se enroló en 1988 y tres años más tarde, a los 23, logró ser uno entre el medio millón de héroes estadunidenses que liberaron Kuwait y destruyeron Irak. Al final de la empresa fue condecorado con la Estrella de Bronce y una medalla por Mérito en Combate. Pero la experiencia bélica no devolvió a McVeigh a la realidad sino que lo proyectó más alto en el delirio de la conspiración. Descubrió que el enemigo real era el gobierno de su propio país, vivió la represión de los davidianos en Waco (1993, 80 muertos) como un ataque a la libertad y una conjura comunista, y acabó por enamorarse de las virtudes políticas del nitrato de amonio, un ingrediente para fertilizantes que posee, además, buenas propiedades explosivas. El muchacho de Buffalo decidió iniciar su guerra contra el Estado destruyendo una de las 50 sedes principales del FBI, corporación responsable del asalto al templo de los davidianos y se convirtió, de esa manera, en el primer terrorista que se asomó al espejo de los estadunidenses.

Baylee Almon tuvo 32 años menos de biografía que McVeigh. Su virtud principal era una hermosa sonrisa de oreja a oreja y su tragedia fue haber asistido a la guardería que se hallaba en el edificio federal Alfred Murrah, de Oklahoma City, en donde se encontraban, también, las oficinas locales del FBI. La foto de su cuerpo descoyuntado y en coma, cargado por un bombero, dio la vuelta al mundo el 19 de abril de 1995. Baylee murió horas después del atentado que costó la vida a otros 18 niños y a 149 adultos. La imagen le valió el Premio Pulitzer a un fotógrafo aficionado (Charles Porter IV, quien por entonces se desempeñaba como empleado de banco) y catapultó a la fama al apagafuegos. La madre de Baylee, Aren Almon Kok, es objeto, desde entonces, de una estrecha cobertura mediática. Pocos años después de la tragedia inauguró un restaurante deli a unas cuadras del sitio del atentado, dio al establecimiento el nombre de la niña muerta, consiguió embarazarse y parir a una segunda bebita y actualmente es, además de restaurantera, portavoz de la Protecting People First Foundation, una entidad dedicada a convencer a los estadunidenses de las bondades de materiales de construcción “de alta tecnología” a prueba de bombas y desastres naturales, patrocinada por los fabricantes de tales productos. El pequeño ataúd blanco de Baylee fue depositado en la sección 1, tumba 134, del Kolb Cemetery, en Spencer, Oklahoma, y el recuerdo de la niña se ha convertido en depositario de una cursilería mortuoria de dimensiones nacionales que genera poemas llenos de ángeles y esculpe globos y osos de peluche en el mármol de la pequeña lápida.

Tal vez si los políticos conservadores de los años ochenta no hubieran macerado los sesos de Timothy McVeigh con toda esa basura anticomunista y paranoica, Baylee Almon sería hoy una preciosa niña de siete años y su verdugo sería en la actualidad un ciudadano anónimo, uno más entre ese montón clasemediero que en vez de poner bombas asa carne en la tranquilidad dominical del jardín. Pero hoy la bebé está muerta --junto con otras 167 personas-- y McVeigh es un cadáver repleto de pentotal sódico. A su manera, ambos son bajas colaterales de la guerra fría.

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