9.3.99

Deterioro


En enero del año pasado, en La Habana, Fidel Castro y Juan Pablo II emanaban hacia el mundo un impresionante poder residual y, en ese momento, combinado. El signo ideológico contrario de los dos cruzados resultaba superficial y anecdótico ante el tamaño de sus respectivas convicciones, sus certezas absolutas y la vasta inteligencia y experiencia política sedimentadas en cada uno de ellos. También impactaba la capacidad de mando de estos profetas, sobrevivientes de sus gestas, y la seguridad con que predican el sacrificio del prójimo, ya sea para impedir el derrumbe del último reducto del socialismo --antes se hablaba de su construcción--, ya para dar mantenimiento al camino que lleva al Cielo. La infinita preocupación de estos ancianos por el bien de la Humanidad no deja espacio para el disenso. Juan Pablo es infalible por derecho canónico; Fidel es el único y el último predicador vivo de una utopía terrenal que resultó mucho más ancha y pesada que su propia pista de aterrizaje.

Parecía, entonces, que el pontífice y el presidente buscaban en el otro no un factor de renovación, sino la ratificación de su inmovilismo. Así era. A Castro no le cabe en la cabeza la tolerancia si no es hacia entidades tan autoritarias --la jefatura vaticana, en ese caso-- como sus propios engendros políticos, o más. Wojtyla, por su parte, es capaz de tomarse la foto hasta con los correligionarios de Gierek y Jaruzelski, con tal de que le permitan desarrollar, sin trabas, sus actos masivos de mercadotecnia espiritual.

Ambos han mostrado recursos abundantes para seguir fieles a sí mismos en un mundo en donde se impone con rapidez el culto cínico y desparpajado (dicho sea sin juicio de valor) al bienestar y a la soberanía individual y egoísta, en el que la Historia se vuelve historieta y la Moral, moraleja, y en el que las rutas de la trascendencia --socialismo, paraíso-- se diluyen en un océano desordenado de necesidades vitales inmediatas y búsquedas compulsivas de satisfacción placentera. Hoy se piensa más en instalar MacDonalds cerca de los más hambreados que en cumplir la obligación de cubrir sus necesidades proteínicas y calóricas; actividades que antaño resultaban cargadas de contenidos trascendentes --el culto religioso, el sexo-- se desplazan al ámbito del esparcimiento.

Parecía milagroso que estos dos exponentes arcaicos del imperativo moral no perdieran la brújula en el planeta frivolizado, indiferenciado e irreverente de fines de milenio. Ahora, sin embargo, y en forma casi coincidente, los dos profetas muestran signos de agotamiento. La genialidad política de uno y otro, su capacidad de preservar sus dogmas y sus obras respectivas, parece llegar a su fin.

El paso de Juan Pablo II de abogar por la impunidad para Pinochet es una estupidez de Estado que coloca en graves problemas a la institución eclesiástica latinoamericana: en las reglas católicas el Papa es infalible, y he aquí que Wojtyla se pronuncia en contra de la justicia elemental y a favor de los asesinos y torturadores. ¿Qué "razones humanitarias" pueden sustentar semejante pronunciamiento? El Pontífice no puede rectificar, porque es infalible. Ahora sólo le queda convocar a un concilio que establezca un nuevo misterio (es decir, una verdad sólo asequible por la fe) y que coloque el supuesto derecho del sátrapa chileno a permanecer impune en el mismo rango que la virginidad de María.

Mientras tanto, en La Habana, y casi en las mismas fechas, tiene lugar una versión bufa, caribeña y ojalá incruenta, de los procesos de Moscú; un montaje jurídico de persecución ideológica y política contra algunos que quisieron pensar con su propia cabeza y fueron formalmente acusados, por ello, de colaboración con el enemigo. Es una injusticia grave y ofensiva, pero es también un disparate que va a hacerle mucho daño a lo que queda de la Revolución. Los verdaderos enemigos de ésta encontrarán, en los fársicos procesos de La Habana, mucha más gasolina de la que habrían podido proporcionarles  --si fuera el caso-- los acusados.

El deterioro de la inteligencia política es un espectáculo muy triste.

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