A propósito de la Cumbre Mundial contra las Drogas, un
funcionario equis de acento britaniquísimo decía antier en el noticiero de la
televisión que si la humanidad ha sido capaz de superar el colonialismo y el
racismo, ¿cómo no va a poder resolver el problema de los estupefacientes? A
renglón seguido, auguraba éxito al encuentro de Nueva York y subrayaba sus
palabras optimistas fijando en la cámara una mirada de tortuga. A lo que se ve,
las sustancias malditas por vía intravenosa no son la única manera de freírse
los conductos de la bóveda craneana.
“El problema de las drogas” no tendría por qué existir. Se
trata de una carpeta creada para meter siete fenómenos distintos en los
portafolios del poder y encajar conveniencias coyunturales con tragedias de
largo alcance en los estrechos cajones de la razón de Estado. Las concepciones
oficiales que salen de ahí son tan comparables al racismo o al colonialismo
como un concilio vaticano al mundial de futbol. Pero a un funcionario de rango
internacional le garabatean en una tarjeta cualquier cosa que suene histórica,
la suelta a cámara y nos coloca ante una nueva década de confusiones.
Hoy en día una buena parte de las mafias mundiales se dedica
a medrar con los temblores de abstinencia de los consumidores, pero se trata de
un negocio de coyuntura: en los años 20 amasaban fortunas vendiendo alcoholes
pésimos a los briagos estadunidenses
y en Yugoslavia se concentraron en el negocio de las municiones.
Las drogas destruyen individuos, no civilizaciones, y éstas
han debido convivir --en forma permisiva o represiva-- con minorías de pasados.
Tendrían que ser asunto de ministros de Salud y de Educación, no de policías y
estadistas. Pero la negativa a mirar y reconocer ese dato ha desembocado en una
guerra muy sórdida que parece capaz de acabar, ésa sí, con el tejido social e
institucional de varios países. El afán de convertir actos íntimos, subjetivos
e individuales --correctos o no, eso es otra historia-- en crímenes contra la
sociedad ha abonado el caldo de cultivo para el crecimiento de corporaciones
delictivas tan poderosas como las grandes compañías legales, o como los
gobiernos, o más.
En otro sentido, los cárteles de la
droga son la prueba extrema de que la mano invisible del mercado no se toca el
corazón para empuñar a conveniencia jeringas o carrujos y
que, en aplicación de la ley de la oferta y la demanda, nunca faltarán
operadores que aprovechen la escasez, incluso si ésta se origina en una
prohibición, para encarecer los productos correspondientes, e hinchar las
ganancias a costillas de la demanda, aunque ésta tome la forma de múltiples
tragedias personales.
Bajo el piso de la legalidad la economía también crece, se
expande y aprovecha las sinergias naturales entre los distribuidores de
venenos, los traficantes de poder de fuego y las agencias financieras,
cambiarias y bursátiles que cierran los ojos y extienden la mano para reciclar
dólares manchados --entre 300 mil y 500 mil millones anuales-- y convertirlos
en causas humanitarias, Bonos del Tesoro, acciones inmobiliarias, corbatas
fragantes y limusinas negras y silenciosas que se estacionan frente a la sede
de cristal de la ONU o frente a la Basílica de San Pedro.
Si la disparatada Ley Seca hubiese adquirido rango
internacional, los capos estadunidenses
habrían dispuesto de mercado y margen de ganancia en muchos países del mundo y
habrían erigido formidables empresas delictivas transnacionales. Pero operaban
en una economía cerrada y en un mercado local y restringido: fuera de la unión
americana su mercancía tenía precios de cantina, no de joyería. Ahora, en el
caso de las drogas, la prohibición internacional opera como un vasto tratado de
libre comercio hecho a la medida de los narcos.
En la cumbre de Nueva York habría que empezar por admitir que
la drogadicción está entre nosotros mucho antes de que hubiera cárteles de
Cali o de Tijuana, y que sobrevivirá a tales organizaciones; que la prohibición
internacional no va a erradicar del escenario a los narcotraficantes, sino que
está destinada a perpetuarlos; que el escenario continental del combate al
narcotráfico está irremediablemente contaminado de consideraciones políticas,
geoestratégicas e injerencistas, y que el sistema financiero mundial, en su
configuración contemporánea y con sus reglas actuales, se ha vuelto adicto a
los narcodólares.
Pero también puede ocurrir que en la jaula de cristal de la ONU resuenen frases
históricas, invectivas contra el nuevo flagelo de la humanidad y compromisos
estratégicos, y que no pase nada.
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