29.7.97
Cabezas arruinadas
Los proyectiles de calibre .22 no siempre son, a pesar de su pequeñez, menos letales que otras municiones que te atraviesan limpiamente. Debido a su poco impulso y a su masa reducida, el .22 tiende a quedarse dentro del cuerpo de la víctima e incluso a rebotar entre los huesos, por lo que puede causar graves destrozos internos. Tal debe haber sido el cálculo de los verdugos de Miguel Angel Blanco, a quien dispararon dos balas .22 en la nuca. Una de ellas se quedó incrustada tras el arco ciliar del joven concejal de Ermua, después de destruirle nervios y áreas importantísimas de la masa encefálica. Tras unas horas de agonía, Blanco murió a causa de las lesiones y se cumplió, con ello, el objetivo de sus asesinos.
Las cabezas de éstos han venido funcionando mal: no hay sentido común que alcance para relacionar el acto de hacerle puré el cerebro a un hombre cualquiera -conservador o progresista, provinciano o cosmopolita, español o vasco, rockero o notario, concejal o astronauta- con reivindicaciones nacionales o con peticiones en torno al estatuto de unos presos. La destrucción de una vida y la consiguiente producción de un cadáver sólo puede generar más presos, más cadáveres y más encéfalos arruinados por las balas o por el odio y la intolerancia. Ahí están las pruebas: los imbéciles que dispararon a la cabeza de Miguel Angel Blanco dañaron, al mismo tiempo, el órgano de pensar de muchos españoles normalmente lúcidos, razonables y democráticos, los cuales, después del crimen etarra, no son capaces de concebir más que venganzas unánimes, medidas de excepción y de autoritarismo y actitudes de intransigencia masiva.
La criminal ejecución de Lasarte no sólo interrumpió para siempre las funciones vitales de Miguel Angel Blanco, sino que puso entre paréntesis, en el País Vasco y en casi toda España, la capacidad de entendimiento que tanta falta hace en estos momentos. Habría que comprender, por ejemplo, qué oscuro mecanismo social empujó a 20 mil personas a las calles de San Sebastián (una ciudad de 200 mil habitantes) a corear consignas a favor de los etarras presos, pero también a favor de ETA (es decir, de los asesinos de Blanco) y de su representación política.
Esa manifestación, ínfima ciertamente si se la contrasta con los millones que expresaron su público repudio al crimen del 13 de julio, sólo puede expresar dos cosas: que en Donostia el asesinato se ha convertido en un deporte popular y admirable para miles de personas o bien, que en el País Vasco hay, a pesar de todo, asignaturas no resueltas y agravios profundos que se multiplican y afloran por los caminos más siniestros, echan a perder entendimientos y generan impulsos de destrucción y autodestrucción, designios homicidas y cabezas arruinadas que no alcanzan a manifestar su ruina más que agujerando a balazos otras cabezas. Sea cual sea la verdad, la persecución y el castigo legal a los homicidas son obligados, pero no suficientes: más allá de la necesidad de hacer justicia, alguien tendría que tener la masa encefálica sana y suficiente para encontrar y arrancar las raíces del odio.
22.7.97
Los esclavistas de Queens
Al contrario de lo que se piensa, hay diversos caminos para hacerse rico, o por lo menos para vivir en forma holgada: nacer con certificado de autenticidad en casa de los Gates, idear una nueva moda tecnológica (¿a qué hora salen los teléfonos celulares con televisión integrada?), comprar cocaína barata en Latinoamérica y venderla cara en Oklahoma o, incluso, trabajar duro. Pero la fórmula más socorrida desde tiempos casi inmemoriales ha sido --y sigue siendo-- servir de intermediario entre el mercado y el trabajo de los demás. Esa vía a la prosperidad tiene la ventaja de ser legal y muy apreciada, de acuerdo con los valores sociales de nuestros días.
Es precisamente lo que hicieron unos vivales cuyos nombres no merecen mención: reunieron a un grupo de 62 mexicanos --hombres, mujeres y niños-- y los insertaron en el mercado laboral neoyorquino, que es uno de los más grandes del mundo. Pero, a diferencia de la suerte que corren otros capataces, éstos acabaron presos.
Muy probablemente recurrieron --como lo hacen numerosos enganchadores, polleros, tratantes de blancas, traficantes de humanos-- a engaños y malas artes para reclutar a sus víctimas; es seguro que abusaron de ellas en términos laborales y también, al parecer, sexuales. Hasta que fueron descubiertos, las mantuvieron en una pocilga de Queens en condiciones parecidas a la esclavitud.
Nada, hasta aquí, diferencia a los sujetos de marras de los respetables empresarios que, en el país del norte, contratan a cientos de miles de trabajadores inmigrantes para ponerlos a trabajar, en condiciones inhumanas, en los campos de tomate o manzana o en las ensambladoras. Esos hombres de empresa saben sacar provecho de la desventajosa situación que enfrentan, en todos los terrenos, los demandantes de trabajo: su desconocimiento del idioma, su situación migratoria irregular, su ignorancia de las leyes y los reglamentos, su condición de refugiados del holocausto económico. El entorno en que viven los mojados es un universo de malos tratos, de abusos, de acoso y persecución, de arbitrariedades y de muerte. Las condiciones de desigualdad y desprotección de los contratados permiten otorgar sueldos ínfimos y obtener, en contrapartida, espléndidas ganancias.
Y es que, en cierta forma, casi todos los trabajadores indocumentados llegan a Estados Unidos en calidad de sordomudos culturales, incapaces de hablar el idioma, entenderlo o comunicarse con su entorno, aunque con el tiempo desarrollen esas habilidades.
Los esclavistas de Queens fueron mucho más allá que los polleros y explotadores corrientes: reclutaron a sordomudos absolutos, que lo son tanto en México como en cualquier país, y los pusieron a producir dinero en los mercados neoyorquinos de la mendicidad, que al parecer están tan organizados como cualquier otro rubro económico.
El hecho ha sido tomado como una manifestación excepcional de crueldad, como una expresión aberrante de aprovechamiento de la desgracia ajena. En ello incide esa forma hipócrita, cristiana y aceptable de discriminación que son los sentimientos compasivos hacia los discapacitados. Pero sin ignorar la extrema maldad que anima a los esclavistas de Queens, sus acciones aisladas pueden también leerse como una empresa emblemática de la explotación colectiva, estructurada y regulada de millones de trabajadores extranjeros que llegan o son llevados a Estados Unidos en condiciones de total incomunicación e indefensión laboral, cultural, legal y física.
15.7.97
Propiciadora de la vida
A veces el mundo parece ser un sitio silencioso y opaco. Para contrarrestar esa impresión, nada mejor que la facilidad con que Cristina descubre los sonidos y los colores de cada objeto inanimado, de cada piedra, de cada colectivo, de cada mascota o de cada funcionario.
Su presencia abre la expresividad de las cosas. Los muebles viejos y los soñadores que no atinan a poner en palabras su idea, empiezan a manifestarse cuando Cristina les echa una manita.
Cuando ella aparece, las conversaciones agónicas dan paso a intercambios luminosos. Cuando ella aparece, las diligencias tediosas se convierten en gestas plenas de sentido. Cuando ella aparece, los proyectos empantanados se vuelven acciones realizables.
Las superficies empiezan a hacer gala de sus texturas y la inercia burocrática cede su sitio al trabajo gozoso, cordial y conversado.
En los alrededores de Cristina los gangosos pueden cantar; los tullidos, bailar; los ciegos, extasiarse con las formas.
Alrededor de Cristina los incoherentes ponen en orden sus ideas y los hígados logran reír.
En ocasiones, el mundo da la impresión de ser un lugar árido, despoblado e implacable.
Pero basta con acudir a donde está Cristina para entrar en una red de amistades, afinidades y cercanías, en donde muchas personas contrastadas conversan, colaboran, discuten, hacen música, pintan paredes y mueven sillas, rumian en colectivo sus travesuras y sus asaltos al cielo.
En torno de Cristina hay un lugar para ti, sin importar si eres rico o pobre, analfabeto funcional o doctorado en París, hombre o mujer, gay o buga, indio o ladino, guadalupano o masón o ambas cosas a la vez; infante o viejita, ministro o barrendero, extrovertido o tímido, humano, animal, planta, huipil o piedra.
Si llegas a tener la inmensa suerte de pasar por sus alrededores, te quedará la convicción de que la soledad no existe sino cuando la deseas, que te encuentras en un planeta de piedad y tolerancia, y que tu aportación al mundo, sea un chiste, una quesadilla bien hecha o una obra maestra del arte universal, es siempre bienvenida.
8.7.97
Los huesos de Vallegrande
Durante treinta años, una fosa común situada en Valle Grande, Bolivia, dio cobijo a los huesos de un puñado de héroes. En ese lapso, América Latina, región de suelo fértil para los sincretismos, forjó, sobre el patrón cristiano y en torno al enorme muerto de la selva boliviana, un culto dotado de apóstoles y santoral, evangelios, una Roma insular, un calvario y un Santo Sepulcro, el mismo que hace unos días ha sido reconquistado por una cruzada apacible de antropólogos y especialistas forenses.
Muchísimos habitantes del mundo, en especial en este hemisferio, nos formamos con la figura de Ernesto Guevara, el propietario de los huesos ahora descubiertos, como un punto de referencia importantísimo, si no es que central, en lo ético, en lo político o incluso, para algunos, en lo político-militar. Pero, conforme la gesta del guerrillero iba pasando de los periódicos a la historia, su receta revolucionaria fue deslavándose en forma y fondo, a la manera de los libros de cocina de la abuela, que acaban siendo inútiles porque los ingredientes allí consignados ya no se encuentran en el mercado y sus unidades de peso y medida no coinciden con las contemporáneas.
Antes de que el legado del Che se vuelva un sistema de referencias tan incomprensible para la mayoría como lo es hoy el Antiguo Testamento --un texto bello e incoherente en el que hay que creer, y punto--; antes de que el tiempo y la liturgia acaben de trastocar las equivalencias entre sus códigos y los nuestros, habría que poner, en claves éticas de este fin de siglo, lo que queda de su gesta y de su martirio, y que es mucho más que la osamenta desenterrada hace unos días en Valle Grande.
Predicó con el ejemplo los valores de la constancia, la congruencia, el sacrificio por el prójimo, la generosidad y el desapego a los bienes materiales y a la comodidad. Cambió su bien ganado sillón de ministro por los infiernos de la selva y el combate en Africa y en Bolivia, decidió ser un mártir joven antes que un burócrata envejecido y vivió al ritmo de una infinita compasión por los jodidos.
Más conmovedor aún, a diferencia de tantos predicadores de patria o muerte para los demás, el Che siempre marchó a la cabeza de la fila cuando, a su juicio, el camino a la emancipación pasaba por el matadero.
A treinta años de distancia parece claro que tal actitud está más emparentada con la ética cristiana y la estética romántica (ambas pilares de la cultura continental) que con los materialismos histórico y dialéctico y la crítica de la economía política.
En nuestro continente --y fuera de él-- muchos contemporáneos del Che se afiliaron también al marxismo porque, conscientemente o no, vieron en éste la posibilidad de ser consecuentes a tope con los valores cristianos que les fueron inculcados.
La parte deplorable de su epopeya tiene mucho que ver con la arrogancia, el mismo defecto que llevó al martirio, o a la comisión de genocidios físicos y culturales a miles de misioneros y evangelizadores. Ellos, al igual que el guerrillero argentino-cubano-boliviano, se sentían depositarios absolutos de la verdad y actuaban, acaso sin saberlo, con una refinada intolerancia hacia las creencias, las necesidades inmediatas, los temores o las convicciones de aquéllos a quienes pretendían salvar del hambre, de la opresión o del infierno.
Su opción profesional primera fue la medicina, lo cual habla de su compromiso con la preservación y el cuidado de la vida humana. También en hermosas frases, pronunciadas o escritas, El Che dejó constancia de ese compromiso. Pero la urgencia de transformar al mundo, acicateada por la piedad, lo fue convirtiendo en un guerrero convencido de la pertinencia de su oficio, y a partir de esa convicción, que necesariamente pasa por el poco aprecio a las vidas de los demás y a la propia, llevó a la muerte a mucha gente.
No logró percibir una diferencia sustancial entre los soldados de Mahoma, para quienes el sacrificio en combate es pasaporte al Edén de las huríes, y la convocatoria guerrillera a abonar la tierra del devenir histórico --reservado a los biznietos, y por ello intangible-- con los cadáveres propios.
Acaso los valores de su época, manchada de guerras frías y calientes e imperativos históricos, le impidieron darse cuenta de que la vida es el único lujo que pueden darse en este mundo millones de desposeídos; que, al perderla, pierden al mismo tiempo sus posibilidades de liberación, su perspectiva de justicia y su esperanza de bienestar y que, a partir de ese momento, toda lucha política, ideológica, social o militar, deja de tener sentido para ellos.
1.7.97
Cementerio marino
Miles de franceses rindieron ayer en Notre Dame un homenaje de Estado al comandante Jacques Cousteau, muerto a los 87 años. En su responso, el cardenal Lustinger, arzobispo de París, dijo que el explorador fallecido que descubrió para el mundo el universo submarino "fue un poeta que nos ayudó a mirar una parte inaccesible de la realidad''. En la misa estuvieron también presentes el abad Pierre, cruzado contra la pobreza, el cuerpo diplomático acreditado en la capital francesa, ¡ah!, y el presidente Chirac, quien hace un par de años ordenó, para dolor de cabeza del oceanógrafo fallecido, la realización de un gran Hiroshima para peces en el atolón de Mururoa.
A Cousteau se le criticó mucho, y tal vez con alguna razón, el haber convertido sus expediciones submarinas en una de las empresas más boyantes del mundo del video.
Además de Cousteau, Isaac Asimov y Carl Sagan --ya los tres están muertos-- incorporaron a la ciencia a la industria del entretenimiento. Pero ese maridaje acaso no esté del todo mal, si se piensa en lo glorioso que resulta compartir la teoría de la formación de los agujeros negros, las hipótesis sobre la herencia genética de los reptiles en nuestras actitudes básicas o la anatomía de los peces de las profundidades con un contador de El Cairo, una ama de casa de Santiago de Chile, o un vendedor de seguros del Distrito Federal.
Ironías de la historieta en que se ha convertido la historia: la caja idiota de los años sesenta sigue siendo hoy una sembradora incansable de mediocridad y chabacanería, pero también se ha vuelto una responsable principalísima de difundir en forma masiva eso que llaman cultura general y que, en su vertiente de arrecifes coralinos y peces abisales, debemos a Cousteau.
Cuando la superficie de la Luna quedó fuera del alcance de nuestras pantallas chicas debido a los recortes presupuestales en la NASA, Cousteau ofreció los fondos marinos como un nuevo territorio real, pero cargado de resonancias oníricas, para cientos de millones de mortales, un sitio al que podemos asomarnos sólo por la ventana de los videocasetes, un espacio de fuga para olvidar los pisotones en el microbús y un entorno propicio para achicar conflictos conyugales frente a la luz tenue de la tele.
Fue el Homero de su propio Odiseo, o al revés; a su manera, entonces, fue un rapsoda, un poeta de masas. Si sus universos húmedos y oscuros no son producto de la imaginación, merecerían serlo. No basta con que los remotísimos ancestros de los cuadrúpedos existan y pululen en la extensión oculta de la superficie terrestre: hace falta un juglar que recorra esos fondos y tienda, entre ellos y nosotros un puente de imágenes y palabras. Por eso, Cousteau fue un poeta del mar, antes que un pescador de perlas o un vendedor de videos, y ahora que ha fallecido un buen epitafio para él podría ser el texto en el que su compatriota mediterráneo Paul Valéry plasmó la asociación genial del mar y de la muerte: El cementerio marino.
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