27.10.98
Paz para Euskadi
La eterna polémica entre autodeterminación y unidad nacional deja de tener importancia para quienes tienen un proyectil de nueve milímetros alojado en la nuca. La naturaleza humana es frágil, y para que una discusión prospere, se desarrolle y pueda llegar a algún sitio, es necesario preservar la integridad física, la propia y la de los interlocutores. En cambio, reclamar la razón y lanzar consignas de victoria frente al cadáver tieso de un adversario es una forma de precipitarse a la nada y contagiarse con la suma indiferencia del derrotado.
Intuyo que, en alguna semana de este otoño, algo ha hecho que esas ideas empiecen a abrirse paso entre la maraña de inercias del conflicto vasco. Pareciera como si en Vitoria, en San Sebastián, en Bilbao y en los pueblos de cabras y bodegas que titilan en el mapa de Euskadi, estuviera horneándose un nuevo pan de perdón y sosiego. Hasta en Madrid, vociferante siempre, se perciben signos de clemencia, aunque sea de trasmano y con gesto de hastío burocrático.
No sé qué mecanismo ha empezado a funcionar primero y con más fuerza para mover estas esperanzas tenues: si la Declaración de Estella o la tregua de ETA o el hartazgo generalizado ante las muertes sin propósito (como todos los ajusticiamientos). No sé si en el inicio los políticos leyeron en la mirada de los policías el cansancio de la brutalidad, o si los asesinos han percibido, por fin, la desesperanza de la gente atrapada en medio de un conflicto a fin de cuentas frívolo (como todo conflicto en el que hay muertos inocentes), o si las elecciones apacibles del domingo, o si qué.
Hay un momento, inverso a éste, en el cual los estadistas confunden sus impulsos a la agresión con la justicia y en el que los patriotas clandestinos ya no se preocupan tanto por esconderse del ejército y la policía sino por escapar del acoso de su propio sentido común. Así sucedió en España y en el País Vasco español, como en tantas otras partes, y nadie sabe con certeza cuándo.
Ahora ya ocurrieron el dolor, las muertes y las vidas rotas, los exilios, los ajusticiamientos de ambos bandos, y el inicio preciso de las barbaries ha dejado de tener importancia. Ahora es necesario poner atención a ese aroma vago de paz que empezó a manar de los cónclaves políticos, de los comunicados de las catacumbas, de los memoranda oficiales o de la simple tierra de Euskadi.
No debiera ser relevante: la guerra es un mecanismo estúpido y perfecto, capaz de perpetuarse a sí mismo por la mera imposibilidad de definir a quién corresponde el mérito de la paz. Por eso prefiero pensar que el momento está llegando solo, sin que nadie lo invocara, atento nada más a la sangre vasca, brusca y tierna, que ya no quiere verse forzada a abandonar las venas y las arterias de nadie.
20.10.98
Nada personal
Y ahora, General, en los últimos años de su vida, la cárcel. No importa que sean sólo unos días ni que la institucionalidad democrática chilena, en pleno acceso de síndrome de Estocolmo, clame por la liberación de su verdugo. Lo que importa, general Augusto Pinochet Ugarte, es que su impunidad uniformada pierda, por una vez y para siempre, esa condición de absoluto, que su arrogancia no abandone este mundo invicta, que la Constitución dictada por usted, dictador, para protegerse las espaldas, no le sirva de nada en este trance.
No es nada personal. Tomo prestado el título de esa telenovela, general Pinochet, para expresarle que estas letras no las dicta el odio, sino un mero sentimiento de alivio porque finalmente se ha impartido en usted una mínima dosis de justicia.
Por crueles que hayan sido en su pasado, los ancianos merecen, si no respeto, cuando menos compasión. Cuenta usted con la mía, y me hago cargo de lo duras que han de ser para usted, General, estas horas de arresto londinense, la estancia en esa trampa que usted mismo se puso. Pero sería muy bueno para la humanidad que usted, que va a morir en unos pocos años, lo haga dentro de una prisión. Compréndame, no es nada personal, no es afán de venganza sino deseo de que la impunidad absoluta en este continente fallezca junto con usted, es decir, pronto.
La humanidad, General, necesita la derrota definitiva de usted. La requiere con urgencia para que nunca más vuelva a ocurrir un 11 de septiembre, para que el exterminio político no vuelva a pasear por las calles, a dirigir el tránsito, a congelar los corazones y los cerebros y los sexos. Si Franco hubiese ido a tiempo a la cárcel habrían sido menores las posibilidades de usted de atropellar a su país como lo hizo. Si esta detención bajo la que ahora se encuentra hubiese ocurrido hace una década o un lustro, habría habido menos margen para las atrocidades de guerra que hoy se cometen en los Balcanes.
Tal vez el gobierno británico o el español se dejen llevar por el pragmatismo de las relaciones internacionales y dejen sin efecto el arresto y la solicitud de extradición. Pero también es posible que los procesos de Madrid prosigan, tengan éxito, y usted termine encerrado en una celda por el escaso tiempo que le queda de vida. Así sea. En ese caso, General, le deseo sinceramente un juicio justo, apegado a derecho y, en la medida de lo posible, un calabozo limpio, cómodo y digno.
Ojalá que nadie lo golpee, General, que nadie lo humille. Que no le confisquen su casa y su coche ni le destruyan su biblioteca. Que no le venden los ojos ni lo tiren al suelo para darle patadas y culatazos. Que no lo cuelguen de los pulgares, ni le administren descargas eléctricas en los testículos, que no le arranquen la lengua, que no le hundan la cara en una pila de agua con vómito ni lo asfixien metiéndole la cabeza en una bolsa de plástico, que no le revienten los globos oculares, que no le quiebren los huesos de las manos, que no le introduzcan ratas hambrientas en el ano, que no lo violen, ni lo mutilen, ni lo hagan volar en pedazos con una carga explosiva; que no lo quemen vivo, ni hagan desaparecer su cadáver, que no disuelvan su entierro a macanazos, que no secuestren a sus hermanos ni les arranquen los pezones a sus hijas.
Es decir, General, ojalá que no le hagan nada de lo que sus subordinados hicieron, bajo las órdenes y la responsabilidad de usted, a miles de chilenos y chilenas y muchos otros ciudadanos de Argentina, de España, de Francia, de Alemania, de Suecia. No. Que le organicen un juicio justo y que le preparen una celda limpia y cómoda en la que pueda pasar sus últimos años sin padecer frío ni hambre. No es nada personal. Es que si eso se consigue, general Augusto Pinochet Ugarte, la humanidad habrá dado un gran paso hacia el reencuentro consigo misma.
13.10.98
La niña de Obrinje
Los dirigentes de la OTAN buscan con desesperación la forma de ahorrarse el bombardeo de Serbia. Saben que inmiscuirse de cualquier manera en el conflicto de Kosovo es como meter un palito en un avispero. Cualquier paso en falso podría desencadenar efectos indeseados en Rusia, Albania, Bosnia, Macedonia, Bulgaria y Rumania. A regañadientes, y mientras otorgan todos los márgenes posibles a sus negociadores --empezando por el estadunidense Richard Holbrooke, quien este fin de semana pasó más de 20 horas hablando con Slobodan Milosevic en Belgrado--, los gobernantes de la alianza atlántica reúnen una fuerza de 430 aviones de combate, un portaviones y plataformas terrestres, aéreas y marítimas de lanzamiento de misiles crucero para convencer a los serbios de que cese la barbarie contra los kosovenses de origen albanés. La idea general es que las fuerzas de la OTAN lancen ataques escalonados contra posiciones serbias en Kosovo, en primer lugar contra las baterías antiaéreas heredadas de la extinta Yugoslavia.
En toda la página 13 de su edición de ayer, Newsweek reproduce una foto de Wade Goddard en la que se ve a una niña muerta en un camino de Obrinje. Tendría menos de nueve años. Viste una chamarra roja, un pantalón oscuro y unas botas azules a las que le sobran cuatro o cinco tallas para ajustarse a sus pies. Tiene la cara oculta entre las manos y yace boca abajo, encogida sobre la vereda de tierra. De no ser por la discreta mancha de sangre en una de las botas azules, parecería que hubiera caído rendida después de una tarde de juego en los bosques paradisíacos de Obrinje.
No la mataron las armas antiaéreas de Belgrado ni el disparo de un tanque serbio. Bastó que alguien accionara un fusil de cacería, un cuchillo o un palo, para que en este cuerpo pequeño empezara un proceso de desintegración de sus elementos esenciales --hidrógeno, oxígeno, carbono, calcio, un poco de hierro, una pizca de fósforo-- que no ha de tomar mucho tiempo.
La mataron por albanesa. Su muerte no va a tener ninguna consecuencia apreciable en el conflicto. Le valió, en todo caso, un lugar destacado en las páginas que normalmente Newsweek reserva para Monica Lewinsky, Gerhard Schroeder y otros importantes personajes de la vida pública internacional. Estoy casi seguro que ella habría declinado semejante honor y que habría preferido un chocolate, unos zapatos de su talla o un sitio en donde jugar sin balazos y explosiones constantes. Estoy casi seguro que ya no le importa nada de eso.
Slobodan Milosevic se hace retratar rodeado de niñas serbias de ocho a diez años, todas vestidas de gala y con los zapatos acordes al tamaño de sus pies. En el entorno de su presidente aprenden, en cambio, ideas de tallas mucho mayores a las que corresponderían a su edad: por ejemplo, que los albaneses de Kosovo son delincuentes y criminales a los que hay que exterminar. Salvo los zapatos y las ideas, nada las diferencia de la pequeña muerta de Obrinje.
Los aviones A-10 y Tornado que la alianza atlántica prepara para un ataque en los Balcanes son máquinas muy poderosas. Los primeros son capaces de convertir en chatarra humeante un tanque T-72 (lo mejorcito de los blindados ex soviéticos) con uno solo de sus misiles aire-tierra. Uno de los segundos puede destruir la pista de un aeropuerto mediano con su carga de bombas. El portaviones Eisenhower, que Washington tiene emplazado en el Mediterráneo central, navega rodeado de un grupo de combate de diez o doce barcos y lleva 48 aeronaves de bombardeo, intercepción y contra medidas electrónicas.
La amenaza de ese alarde bélico y tecnológico no le sirvió de nada a una niña que ahora debería estar empeñada en crecer y en fijar calcio a sus huesos, y que, en cambio, ha sido condenada a desintegrarse en alguna tumba artesanal de Obrinje. El despliegue de la OTAN y sus anunciados ataques, ¿puede servir de algún modo a las niñas que rodean a Milosevic en las fotos? ¿Lograrán evitar nuevas víctimas? ¿Desactivarán las certidumbres fanáticas que operan con revólveres domésticos, con palos o con piedras? ¿Aliviarán en algo el sufrimiento de alguien?
6.10.98
Tranquilidad
Vas a bordo de un avión de línea que se acerca a su destino. Cuando crees que van a empezar las maniobras de aterrizaje, el aparato cambia de opinión y se pone a volar en círculos alrededor del aeropuerto. Al cabo de un rato, miras hacia abajo y ves que sobre la pista chiquita empiezan a estacionarse pequeños camiones de bomberos y diminutas ambulancias. Así percibo las declaraciones tranquilizadoras de organismos y funcionarios nacionales e internacionales y las recientes medidas del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional para evitar una nueva crisis.
Por eso, hoy me levanté temprano en previsión de un nuevo apocalipsis. Tal vez no tenga lugar, acaso no ocurra esta misma mañana, pero nos tienen tan acostumbrados a escuchar las campanas que doblan a desastre que preferí mantenerme alerta, como los perros de Pavlov, listos a salivar ante el menor estímulo. 1976, 1982, 1983-88, 1994-95 son, más que números, cicatrices de la memoria y del bolsillo, marcas dolorosas y familiares que te permiten reconocer la crisis al primer síntoma.
Y hay ese par de ronchas, la caída de los precios petroleros y las turbulencias asiático-rusas. Y hay esa tercera roncha, que son los expertos que dicen, en tres tonos distintos, y con razones contradictorias, que no va a pasar nada, y llaman a la calma mientras hacen ejercicios respiratorios de yoga para controlar la sudoración y para relajarse ante las cámaras.
Con esos signos a la vista, hoy bajé de la cama a primera hora, puse agua y semillas en los respectivos recipientes de la jaula del loro, hice un rápido paso por la ducha, puse agua a calentar en la estufa y me senté a esperar un nuevo fin del mundo.
Ahora mismo me pregunto si lograré estrenar el refri o si me veré obligado a cancelar la compra. A fin de cuentas, no es tan necesario. A otros va a tocarles peor que a mí: no estarán contemplando la obsolescencia de sus enseres domésticos sino el agotamiento rápido de su alacena, de su botiquín y de su guardarropa. Pero en una de esas y nos vamos todos al diablo. En esta fragilidad universal, qué les garantiza a los personajes de Forbes que no se verán en la necesidad de ponerse calcetines agujerados. Aunque quién sabe: la riqueza extrema siempre tiene recursos para salir del paso y en una situación tan desesperada podría aparecer la moda de no usar calcetines.
El sol está metiéndose por todos los rincones de la casa y ha conseguido que el loro se ponga de mal humor. No le gusta asolearse, y menos a estas horas de la mañana. Perdón, loro. Con la discreta incertidumbre económica que nos recorre a todos, he olvidado bajar la persiana de tu lado. Ya está. Ya está lista tu sombra. Si hubiera una persiana para guarecerse de los calcinantes rayos solares de la crisis. Si existiera una cornisa para protegernos de la lluvia financiera. Si un plomero nos garantizara que están bajo control las fugas y que las tasas de interés no nos ahogarán en aguas negras. Pero la economía y las finanzas, al parecer, son disciplinas mucho más complicadas que la plomería y la albañilería, y los expertos en ellas no pueden darnos la certidumbre simple y eficaz con la que opera cualquier maestro de obras. Lástima.
También puede ocurrir que no ocurra nada y que yo esté chapoteando, de manera ridícula, en mis propias paranoias, mientras observo al Sol consolidarse en el cielo por encima del Cerro de la Estrella. Este día la capa de contaminación es apenas un delgado acetato de presentación y permite mirar con nitidez ese perfil remoto. Entre las brumas del ozono o del plomo, o bien, de vez en cuando, bajo un aire límpido, los últimos 18 años he despertado mirando el trazo del Cerro de la Estrella como una firma en el horizonte. Es la firma de la realidad.
Ahora la realidad se muestra más esquiva que ese accidente topográfico donde los aztecas hacían sus ceremonias del Fuego Nuevo. El horizonte está cargado de síntomas y los sumos sacerdotes del quehacer económico no logran ponerse de acuerdo entre ellos, y es posible que decidan sacrificar --como en tantas ocasiones anteriores-- unos miles o millones de humanos para calmar las iras inflacionarias o deficitarias de los dioses. Por eso he despertado muy temprano, he dado de comer al loro, me he bañado y he puesto agua a calentar. Es importante estar cómodo y no tener cosas pendientes. Ahora puedo sentarme a mirar cómo el mundo se va al carajo.
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