Un día vas a preguntarme, Clara, cómo pudimos regocijarnos
con el infortunio de un anciano enfermo a quien le fue denegada la libertad
justo el día de su cumpleaños, ayer, 25 de noviembre; un anciano recientemente
operado, espiritualmente destruido y que, para colmo, se encuentra lejos de su
país y de la poca gente que lo aprecia. En el mundo de compasión ensanchada de
tu futuro vas a preguntarme cómo pudo ser posible que, cuando tú tenías siete
meses y 12 días, tantas personas a las que quieres y que te quieren se hayan
alegrado hasta las lágrimas de pensar que, por fin, ese pobre viejo enfermo
estaba a punto de comparecer ante un juez, y por qué desearon que lo condenaran
a pasar el resto de sus días en una cárcel.
A mí se me parte el alma cuando imagino su ingreso al
tribunal, con paso vacilante, tal vez en bata, con una botella de suero y la
mirada turbia de humillación y derrota. Pero quiero explicarme esta felicidad
amarga para explicártela a ti cuando llegue el momento de las preguntas. Para
entonces el mundo, tu mundo, será más limpio y más piadoso y más libre. Y lo
será justamente por lo que está ocurriendo ahora, cuando se deja en manos de la
justicia el destino de ese pobre hombre acorralado por sus crímenes. Ocurre,
Clara, que a miles, a decenas de miles, a millones, ese señor, Augusto
Pinochet, nos hizo mucho daño.
Él ordenó interrumpir la vida de muchas personas. Él ordenó
que se causara dolor. Muchísimas horas/hombre y horas/mujer de dolor. Años,
décadas de dolor para gente de Chile y de otros países. Ordenó el silencio,
Clara. Ordenó que nada que le disgustara pudiera salir de la boca o de las
manos de nadie. Y los empleados de este señor golpeaban a quienes no obedecían.
Los golpeaban, les sacaban sangre de la piel, les causaban tanto daño que sus
cuerpos ya no volvían a moverse nunca y se echaban a perder, y sus padres y sus
hijos y sus tíos ya no podían escuchar nunca más sus voces ni mirar sus ojos ni
acariciar sus manos.
Lo peor, Clara, es que a muchos ese señor viejito les
contagió su gusto por la destrucción y la muerte. Desde que él apareció en
escena, muchos quedaron convencidos de que los problemas ya no podrían
arreglarse hablando, discutiendo, razonando, y que la única forma de existencia
posible era herir, quemar y destruir. A otros nos empujó a vivir en los sótanos
del temor, en el miedo a las calles y a la luz del Sol. Nos hizo mucho daño.
Pero a la larga, Clara, hemos vuelto a hablar, a caminar de
día y a respetar a nuestros adversarios. Por eso, ayer no estábamos festejando
la consumación de una venganza sino la posibilidad de que ese señor se
encuentre con sus propios remordimientos y se dé cuenta, aunque sea en sus
últimos años, de lo que hizo. Hay que darle esa oportunidad. No podemos ser tan
inhumanos como para dejarlo que muera pensando que el asesinato, la tortura, el
secuestro y la tiranía son hazañas dignas de celebrarse.
También estamos celebrando tu victoria y la de todos los
niños y niñas que ayer heredaron un mundo un poco menos cruel, un poco menos
violento, un poco más humano. Nuestra deuda contigo, mexicana de siete meses y
12 días, y con los chilenos de dos años, y con las colombianas de seis meses, y
con los españoles en plena pubertad, y con los bolivianos a los que les están
saliendo los dientes, y con las argentinas que van a primaria, y con los
nicaragüenses de secundaria, y con las bolivianas de la guardería, y con los
hondureños de la universidad, y con todos los hijos de los exilios y nietos de
las guerras y biznietos de la persecución, nuestra deuda con todos ustedes
acaba de reducirse un poco. Los cuerpos de ustedes, que todavía están creciendo
y desarrollándose, estarán más seguros en los años próximos: tendrán menos
probabilidades de que un prójimo los lastime, les cause dolor, les inocule el
miedo y la obediencia ciega. Porque a partir de ahora, Clara, todo aquel que
quiera imitar a este anciano al que ayer le negaron la impunidad, tendrá que
pensarlo dos veces.
Por eso estamos celebrando, amor mío; porque desde ayer, 25
de noviembre de 1998, tú y tus contemporáneos podrán sentir más piedad que
nosotros y se sentirán más libres que nosotros para preguntar y criticar y no
estar de acuerdo. Aunque lo mejor habría sido que ése, que hoy es un anciano
enfermo, no hubiera causado dolor y muerte y daño a nadie, y que ahora
estuviera rodeado de sus nietos, y que no hubiese habido motivo para esta
explicación que me pedirás un día y que te ofrezco desde ahora.