Una de
las ventajas dolorosas de la modernidad, o una de sus desventajas placenteras,
es que ha difuminado la esencia de la persona y hoy mismo los científicos
trabajan en fórmulas que permitan disolverla por completo. El nombre, el sexo,
la nacionalidad y el código genético, referencias individuales que hasta hace
poco parecían inamovibles, pueden cambiar con procedimientos quirúrgicos o
judiciales cada vez más simples y la perspectiva de resucitar antepasados, o al
menos de crear réplicas de ellos a partir de una pizca de DNA recuperado de sus
sarcófagos, significa un rasguño en el absoluto de la muerte. A este paso, el
tema de la identidad dejará de ser trascendente (como están dejando de serlo la
religión, el sexo y la ideología) y se volverá asunto de supermercado. En este
nuevo contexto, Martin Guerre, la Papisa Juana y el Hombre de la Máscara de
Hierro perderán su poder de evocación y se convertirán en narraciones tan
impracticables como lo sería la historia de Ulises y Penélope si en los tiempos
de Troya hubiese habido correo electrónico y servicio de larga distancia.
Producir
un humano requiere, hoy en día, menos disposición amorosa (o por lo menos,
lúbrica) y más hojas de cálculo para estimar el resultado: es dable combinar
los espermatozoides de un notario difunto con el óvulo de una lapona distante,
implantar el resultado en un útero de alquiler, esperar nueve meses y entregar
el producto final a unos padres adoptivos. La criatura crecerá sana y fuerte, y
cuando llegue a la adolescencia descubrirá que su identidad de género es
contraria a su anatomía, y que si la registraron Luisa en realidad quiere
llamarse Federico; si la educaron en la religión hebrea se unirá a los Jews for
Jesus, y si creció católica saldrá corriendo en pos de un orisha y rezará en
yoruba. Si la madre era hilandera el nene saldrá paracaidista, y si el
progenitor tocaba la guitarra la hijita adorará los balances contables, o al
revés. A fin de cuentas, la iluminación y la conversión han dejado de ser actos
únicos e irrepetibles y pueden adquirirse en paquetes de seis.
En
semejante circunstancia resulta invaluable la sabiduría providencial del idioma
español, que distingue entre ser y estar, y permite giros y matices
definitorios que no son practicables en otras lenguas romances o, en general,
indoeuropeas: más a tono con el eterno tránsito personal al que invita la
modernidad, los hispanohablantes podrán decir estoy mujer, estoy de derecha o
estoy franciscano, sin que ello implique indeseables compromisos de largo
plazo.
La
incertidumbre, la libertad y la banalidad se han vuelto muy amigas. No está
lejano el día en que, gracias a la manipulación genética, un ministro pueda
pasar un fin de semana convertido en tortuga y experimentar, en la realidad
multimedia, un escenario de hipotética reencarnación: libertad pura. La
incertidumbre viene cuando la sociedad se descubre incapaz de distinguir la
diferencia entre un funcionario y un reptil quelonio. Pero se trata de una
diferencia banal, porque incluso ahora, cuando aún no se ha superado del todo
las dificultades técnicas de tales metamorfosis, a una buena parte de los
servidores públicos les viene bien la descripción siguiente: “criatura de
cuatro extremidades cortas y cuerpo protegido por una concha dura que cubre la
espalda y el pecho, dentro de la cual pueden retraer la cabeza, las
extremidades y la cola”.