Pensaron que era un hombre influyente y acaudalado y lo apresaron un 26 de septiembre, junto con su hermano Rodrigo, con la idea de obtener un rescate jugoso. Permaneció secuestrado casi cinco años, y en ese lapso hizo trabajos de esclavo y emprendió cuatro intentos de fuga, todos fallidos, al final de los cuales sus carceleros le redoblaban los castigos corporales. A los dos años de su captura, su madre, que no era rica, logró reunir una cantidad que resultó insuficiente para comprar la libertad de ambos, y él se sacrificó para que soltaran a su hermano. Aunque no cejó en la inventiva de nuevos planes de escapatoria, acabó siendo liberado tras el pago de una suma, el 19 de septiembre de 1580. Se llamaba Miguel de Cervantes y no logró acumular riquezas, pero influencia sí que ha tenido alguna.
Los hermanos Joseph-Michel y Jacques-Étienne eran hijos de un molinero de papel. En su infancia jugaban con los productos de su padre y quiere la leyenda que en una de esas descubrieron que las bolsas de ese material, colocadas sobre el fogón de la cocina, tendían a elevarse. Otra versión dice que, ya adulto y convertido en abogado, Joseph lanza un papel a la chimenea y observa cómo es aspirado hacia arriba por el tiro. Busca a su hermano, que continúa con el negocio de la papelería, se reúnen en Annonay y realizan un experimento: colocan una bolsa de un metro cúbico boca abajo, queman lana y paja mojada en su abertura y logran que el traste se eleve una treintena de metros. Animados por el éxito, emprenden una rigurosa serie de pruebas y un año más tarde, el 19 de septiembre de 1783, realizan en Versalles, en presencia del último monarca Capeto, la demostración definitiva: una esfera de tela de algodón encolada, con una capacidad de mil metros cúbicos y 450 kilos de peso, se lleva al cielo a un borrego, un pato y un gallo (fueron los primeros aeronautas del mundo), los eleva a 500 metros de altura y los lleva, en un vuelo que dura ocho minutos, a 3 kilómetros y medio del sitio de despegue. Los bichos descienden sanos y salvos, aunque un tanto asustados, de la canastilla que hace las veces de cabina.
Durante las guerras de independencia en América, El Callao tuvo una importancia crucial como baluarte estratégico y cambió de manos en varias ocasiones. La primera vez que cayó en poder de los insurgentes fue el 19 de septiembre de 1821, cuando las tropas al mando del general José de San Martín tomó el castillo del Real Felipe. Dos años después, Bolívar llegó a la ciudad para consumar la independencia peruana, pero en 1824 el brigadier español José Ramón Rodil se negó a reconocer la capitulación de Ayacucho y se encerró en la fortaleza con varios cientos de hombres. Resistió hasta principios de 1826 y su destacamento sufrió más por el escorbuto que por los ataques de los patriotas. Cuarenta años más tarde, el castillo volvió a ser atacado por una expedición colonialista enviada desde Madrid. La flota de guerra, de siete embarcaciones y un total de 252 cañones, bombardeó El Callao en forma cruel, con el pretexto de cobrar la multa estúpida que la corona española había pretendido imponer a Perú por declararse independiente. Hasta la fecha los gobernantes y los empresarios españoles mantienen la pretensión de restablecer su dominio colonial en los países de América Latina.
A mediados de 1915 la ciudad de México estaba en el corazón del huracán bélico y compartía la zozobra política generalizada que se cernía sobre el país: el usurpador Huerta había sido expulsado del poder el año anterior y existían dos gobiernos –el de Carranza, en Veracruz, y el de la Convención–, la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur habían entrado a la capital en diciembre de 1914, Zapata ordenaba atacar al enemigo en Chapultepec y Tacubaya, sus tropas dominaban Morelos, Puebla, Cuajimalpa y El Ajusco y las de Villa se habían hecho fuertes en El Bajío. Pero en el curso del verano, mientras Porfirio Díaz estiraba la pata en su lejano exilio parisino, la correlación de fuerzas cambió y a mediados de agosto las fuerzas de Obregón entraron a la ciudad y pusieron al arzobispo a barrer las calles. El 19 de septiembre con el desmadre revolucionario como telón de fondo, les nació el segundo de nueve hijos al matrimonio formado por Rafael Gómez Valdés Angelín, agente de aduanas, y Guadalupe Castillo, ama de casa. El pequeño fue bautizado Germán Genaro Cipriano, desde edad muy temprana fue travieso, inquieto y bromista, y gracias al trabajo de su padre conoció regiones de la República contrastadas y distantes: hizo la primaria en el DF, pasó dos años en Veracruz y luego residió en Ciudad Juárez, en donde aprendió los hábitos de los pachucos. En la ciudad fronteriza aprendió inglés, trabajó de guía de turistas y luego, de recadero y ayudante en la emisora XEJ. Un buen día el patrón le pidió que reparara un micrófono y el muchacho, para probarlo, y sin darse cuenta de que estaba al aire, imitó a Agustín Lara. La impostura era tan buena que el jefe de la estación lo promovió a locutor y así empezó la carrera del que sería conocido y admirado años más tarde como Tin Tan.
Seis años exactos después del nacimiento del cómico mexicano, en un hogar de clase media de Recife vino al mundo Paulo Freire, pedagogo, teórico cercano a la Teología de la Liberación, socialista cristiano, encarcelado por los gorilas brasileños en 1964, exiliado en Bolivia, Chile y Estados Unidos, testigo de primera mano del sangriento arranque de las dictaduras militares que asolaron al Cono Sur y gran subversivo de la enseñanza. De entre sus muchas formulaciones esclarecedoras, me quedo con ésta: “Todos sabemos algo; todos ignoramos algo; por eso, aprendemos siempre.”
El 19 de septiembre de 1985 murieron miles de habitantes del Distrito Federal pero esas muertes hicieron posible el nacimiento de la ciudad. Ese mismo día se murieron Ítalo Calvino, en Italia, y Rockdrigo González en México. Éramos, hasta entonces, un conglomerado humano predominantemente inercial, pasivo y sumiso. Entre las losas derrumbadas, los muros lanzados fuera de su sitio, los incendios, los hierros retorcidos y el olor inolvidable de la muerte, los defeños nos abrimos paso hacia la vida, aprendimos la esencia coral de lo colectivo, descubrimos que teníamos manos y palabra. Mientras que las autoridades no atinaban ni a limpiarse las babas y las cuarteaduras dejaban ver el rostro corrupto, ineficiente y arrogante del régimen presidencialista, los defeños rescatamos a los sobrevivientes, lloramos y sepultamos a los muertos, nos improvisamos como bomberos, como plomeros, como albañiles, como herreros, como enfermeros, como médicos forenses, como informáticos, como periodistas, como operarios de maquinaria pesada, como ingenieros. Querida urbe desmadrosa y diversa, injusta y viva, solidaria y loca: no te permitas nunca el olvido de aquellos días de tu nacimiento.
Minutos después de la medianoche, y pocas horas antes de las oscilaciones y las trepidaciones que empezaron a las 7 de la mañana con 19 minutos, los jornaleros habíamos brindado en el edificio de Balderas 68 por el primer aniversario del comienzo de la circulación de nuestro diario. Al día siguiente, con el centro de la ciudad hecho pedazos y con las enormes dificultades que significaba llegar hasta la redacción de La Jornada, nadie recordó el festejo: teníamos por delante un montón de dificultades para hacer la edición del día y nos supimos necesarios. Tampoco pensamos, en la tarde de ese nuestro primer cumpleaños, el 19 de septiembre de 1985, en las Jornadas que nos esperaban en los días y meses y lustros siguientes y que ahora, 24 años después, ya son toda una vida. No: muchas vidas.