30.9.08

40 años


El poder es así. Hace cuatro décadas, el movimiento estudiantil pidió el cese de una represión que se ejercía en automático, como aplicación evidente del principio de autoridad, y la derogación de decisiones, instituciones y disposiciones legales más características de una dictadura policial que de una democracia. Pero la presidencia de Díaz Ordaz concluyó que se encontraba frente a una conspiración subversiva orquestada desde Moscú para sabotear la realización de los juegos olímpicos –y, en última instancia, para derrocar al gobierno– y optó por perpetrar una carnicería y por imponer la paz de los cementerios y de las cárceles.

Las demandas eran seis, y bien concretas: libertad a los presos políticos, desaparición del delito de “disolución social”, desaparición del Cuerpo de Granaderos, destitución de los jefes policiales responsables de la represión, indemnización a los heridos y a los familiares de los muertos por las atrocidades de la fuerza pública y procuración de justicia para sancionar a los funcionarios que las ordenaron.

Actualmente reclamos muy similares siguen enarbolándose desde la sociedad al poder público. Con el botón de muestra de Ignacio del Valle Medina condenado a 112 años de prisión por delitos imaginarios como “secuestro equiparado”, hay que tener la cabeza en Disneylandia para creer que aquí no hay presos políticos.

La reciente reforma penal elaborada por el calderonato (es una mera “reforma policial”, advierte Bernardo Bátiz) da pie al quebranto de los derechos humanos de delincuentes comunes y otorga a la autoridad facultades que pueden ser empleadas en la persecución de opositores.
Vicente Fox Quesada, Enrique Peña Nieto, Ulises Ruiz, Rafael Macedo de la Concha, Carlos Abascal, Eduardo Medina Mora, Daniel Cabeza de Vaca, Wilfrido Robledo, y otros responsables políticos de las violaciones y torturas perpetradas en San Salvador Atenco y en Oaxaca, gozan de completa impunidad.

La institucionalidad política sigue siendo desmesurada y equívoca, y tan inexpugnable como en aquel entonces, y no hay que hacerse demasiadas ilusiones acerca de la confiabilidad del proceso comicial del año entrante.

Por lo pronto, la entidad electoral que encabeza Leonardo Valdés Zurita ha emitido un mensaje inequívoco: pretende sancionar con más de 60 millones de pesos al PRD por el plantón de Reforma de 2006 y por la toma de tribunas de abril de este año, e imponer una pena pecuniaria mucho menor al PAN por haberse robado la Presidencia de la República.

Las diferencias principales con lo ocurrido hace 40 años es que la ofensiva gubernamental contra la sociedad movilizada era meramente política, no económica, y que el Estado disponía de mecanismos de control para garantizar cierto grado de estabilidad financiera y de seguridad pública. Actualmente, Felipe Calderón encabeza un gobierno incapaz de incidir en el rumbo de la economía, imbricado con la delincuencia a la que dice combatir y frustrante hasta para quienes lo pusieron en el poder.

Hace 40 años el poder público habría podido percibir en las demandas del movimiento estudiantil una oportunidad para el aggiornamiento y la depuración, pero prefirió consolidarse por medio de la masacre.

Por estos días se le ha propuesto al calderonato una alternativa para sortear su ilegitimidad, deshacerse de alianzas impresentables (Gordillo y compañía) y de funcionarios ineptos (Mouriño, García Luna, Medina Mora), emprender una reactivación que fortalezca al país ante los peligros de desastre de la crisis estadunidense y retirar su iniciativa de privatización de la industria petrolera, que constituye un inocultable factor de división nacional. A ver qué hace.

24.9.08

¿No pueden?


A mí no me culpen: yo no voté por el PRI”, rezaba una consigna de inspiración panista que algunos pegaban en sus automóviles hace casi tres lustros, cuando la ineptitud monumental de Ernesto Zedillo (el que sabía “como hacerlo” para dar “bienestar a tu familia”) y la herencia podrida del salinato se conjugaron para desatar la peor crisis económica de cuantas padeció el país en el siglo pasado.

Un deslinde mucho más enérgico podría aplicarse ante la catástrofe de seguridad pública que Felipe Calderón ha desatado en menos de dos años de gobierno, sólo que ahora resulta irrelevante que en 2006 hayas votado o no por el PAN: los votos no se contaron bien y el designio del poder público era impedir a como diera lugar la llegada de López Obrador a la Presidencia e imponer la continuidad, en la persona del michoacano. Éste, “haiga sido como haiga sido”, fue convertido en jefe máximo de las corporaciones policiales y de inteligencia del país, comandante supremo de las Fuerzas Armadas y encargado superior de la seguridad pública y de ejecutar las leyes que hay. Da pena tener que recordarlo, pero la responsabilidad política y administrativa por la descontrolada violencia delictiva corresponde a quien está a cargo de tales funciones.

Por incapacidad o por designio –él y sus allegados lo sabrán, tal vez–, el quehacer gubernamental en materia de combate a la delincuencia ha tenido el efecto contraproducente de multiplicar y exacerbar, en estos casi dos años de pesadilla, las manifestaciones criminales hasta llegar alpunto en el que un grupo de matones, con o sin vínculos en algún nivel de la administración pública, decide masacrar a civiles inermes en la ciudad natal del propio Calderón, a la vista de todo mundo, ante las cámaras y en vísperas de la que sigue siendo, por encima de los aparatosos operativos televisables, la principal demostración pública de la fuerza del Estado.

El atentado fue precedido por otras atrocidades crecientes y marcó el principio de una nueva etapa en el intercambio de mensajes horrendos que tiene lugar en una clave que escapa, no hay que hacerse ilusiones, a la comprensión del grueso de la ciudadanía. Si las ejecuciones, las decapitaciones, las narcomantas y las granadas contra la muchedumbre son una manera de pedir que cesen los dispositivos policiaco-militares, si expresan exigencias de que se deje de brindar protección oficial al cártel de los contrarios o si son una simple forma sádica de solazarse exhibiendo la debilidad del Estado, Calderón Hinojosa, Medina Mora, García Luna y Mouriño Terrazo habrían tenido que averiguarlo (si es que no lo saben desde el principio) y detenerlo, que para eso cobran, y mucho, y para eso disponen de recursos casi ilimitados.

Ya no está claro si asistimos al fracaso de una estrategia de seguridad o al éxito rotundo de una estrategia de inseguridad, pero el calderonato carece de autoridad moral para corresponsabilizar a la sociedad y para exigirle que se convierta en un cuerpo parapolicial de soplones. Por si no bastara, ahora resulta –eso deslizan o afirman sin rubor Calderón y sus opinadores– que quien no esté a favor de la sangrienta chambonería gubernamental es algo así como cómplice pasivo de los Zetas o traidor a la patria. Ah, y que El Peje tiene la culpa del desbarajuste. ¿Así o más?

La pavorosa inseguridad se suma al entreguismo gubernamental y al empecinamiento en una política económica que además de antipopular ha resultado ser muy torpe. El desastre consiguiente justifica sobradamente la búsqueda de mecanismos institucionales para remover a unas autoridades que han mostrado con creces su incapacidad, y no hay en esto afán golpista ni desestabilizador: la desestabilización corre a cargo del actual gabinete y las conjuras para sacar a Calderón de Los Pinos, si las hubiera, serían tarea de quienes lo pusieron allí y quienes, llegado el caso, no tienen inconveniente en atropellar la institucionalidad.

Ellos tampoco están contentos y se han sumado a la consigna legítima y doliente de Alejandro Martí –“si no pueden, renuncien”–, a quien nadie hasta ahora ha acusado de buscar el derrocamiento. Y sin embargo, no hay diferencia de sustancia entre lo dicho el 20 de agosto por el padre de un joven asesinado y lo que expresó el líder de la resistencia civil el 15 de septiembre. Salvo por el condicional “si no pueden”, a todas luces retórico, porque no pueden o no quieren (ellos sabrán) hacer su tarea.

18.9.08

Aniversario


Pensaron que era un hombre influyente y acaudalado y lo apresaron un 26 de septiembre, junto con su hermano Rodrigo, con la idea de obtener un rescate jugoso. Permaneció secuestrado casi cinco años, y en ese lapso hizo trabajos de esclavo y emprendió cuatro intentos de fuga, todos fallidos, al final de los cuales sus carceleros le redoblaban los castigos corporales. A los dos años de su captura, su madre, que no era rica, logró reunir una cantidad que resultó insuficiente para comprar la libertad de ambos, y él se sacrificó para que soltaran a su hermano. Aunque no cejó en la inventiva de nuevos planes de escapatoria, acabó siendo liberado tras el pago de una suma, el 19 de septiembre de 1580. Se llamaba Miguel de Cervantes y no logró acumular riquezas, pero influencia sí que ha tenido alguna.

Los hermanos Joseph-Michel y Jacques-Étienne eran hijos de un molinero de papel. En su infancia jugaban con los productos de su padre y quiere la leyenda que en una de esas descubrieron que las bolsas de ese material, colocadas sobre el fogón de la cocina, tendían a elevarse. Otra versión dice que, ya adulto y convertido en abogado, Joseph lanza un papel a la chimenea y observa cómo es aspirado hacia arriba por el tiro. Busca a su hermano, que continúa con el negocio de la papelería, se reúnen en Annonay y realizan un experimento: colocan una bolsa de un metro cúbico boca abajo, queman lana y paja mojada en su abertura y logran que el traste se eleve una treintena de metros. Animados por el éxito, emprenden una rigurosa serie de pruebas y un año más tarde, el 19 de septiembre de 1783, realizan en Versalles, en presencia del último monarca Capeto, la demostración definitiva: una esfera de tela de algodón encolada, con una capacidad de mil metros cúbicos y 450 kilos de peso, se lleva al cielo a un borrego, un pato y un gallo (fueron los primeros aeronautas del mundo), los eleva a 500 metros de altura y los lleva, en un vuelo que dura ocho minutos, a 3 kilómetros y medio del sitio de despegue. Los bichos descienden sanos y salvos, aunque un tanto asustados, de la canastilla que hace las veces de cabina.

Durante las guerras de independencia en América, El Callao tuvo una importancia crucial como baluarte estratégico y cambió de manos en varias ocasiones. La primera vez que cayó en poder de los insurgentes fue el 19 de septiembre de 1821, cuando las tropas al mando del general José de San Martín tomó el castillo del Real Felipe. Dos años después, Bolívar llegó a la ciudad para consumar la independencia peruana, pero en 1824 el brigadier español José Ramón Rodil se negó a reconocer la capitulación de Ayacucho y se encerró en la fortaleza con varios cientos de hombres. Resistió hasta principios de 1826 y su destacamento sufrió más por el escorbuto que por los ataques de los patriotas. Cuarenta años más tarde, el castillo volvió a ser atacado por una expedición colonialista enviada desde Madrid. La flota de guerra, de siete embarcaciones y un total de 252 cañones, bombardeó El Callao en forma cruel, con el pretexto de cobrar la multa estúpida que la corona española había pretendido imponer a Perú por declararse independiente. Hasta la fecha los gobernantes y los empresarios españoles mantienen la pretensión de restablecer su dominio colonial en los países de América Latina.

A mediados de 1915 la ciudad de México estaba en el corazón del huracán bélico y compartía la zozobra política generalizada que se cernía sobre el país: el usurpador Huerta había sido expulsado del poder el año anterior y existían dos gobiernos –el de Carranza, en Veracruz, y el de la Convención–, la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur habían entrado a la capital en diciembre de 1914, Zapata ordenaba atacar al enemigo en Chapultepec y Tacubaya, sus tropas dominaban Morelos, Puebla, Cuajimalpa y El Ajusco y las de Villa se habían hecho fuertes en El Bajío. Pero en el curso del verano, mientras Porfirio Díaz estiraba la pata en su lejano exilio parisino, la correlación de fuerzas cambió y a mediados de agosto las fuerzas de Obregón entraron a la ciudad y pusieron al arzobispo a barrer las calles. El 19 de septiembre con el desmadre revolucionario como telón de fondo, les nació el segundo de nueve hijos al matrimonio formado por Rafael Gómez Valdés Angelín, agente de aduanas, y Guadalupe Castillo, ama de casa. El pequeño fue bautizado Germán Genaro Cipriano, desde edad muy temprana fue travieso, inquieto y bromista, y gracias al trabajo de su padre conoció regiones de la República contrastadas y distantes: hizo la primaria en el DF, pasó dos años en Veracruz y luego residió en Ciudad Juárez, en donde aprendió los hábitos de los pachucos. En la ciudad fronteriza aprendió inglés, trabajó de guía de turistas y luego, de recadero y ayudante en la emisora XEJ. Un buen día el patrón le pidió que reparara un micrófono y el muchacho, para probarlo, y sin darse cuenta de que estaba al aire, imitó a Agustín Lara. La impostura era tan buena que el jefe de la estación lo promovió a locutor y así empezó la carrera del que sería conocido y admirado años más tarde como Tin Tan.

Seis años exactos después del nacimiento del cómico mexicano, en un hogar de clase media de Recife vino al mundo Paulo Freire, pedagogo, teórico cercano a la Teología de la Liberación, socialista cristiano, encarcelado por los gorilas brasileños en 1964, exiliado en Bolivia, Chile y Estados Unidos, testigo de primera mano del sangriento arranque de las dictaduras militares que asolaron al Cono Sur y gran subversivo de la enseñanza. De entre sus muchas formulaciones esclarecedoras, me quedo con ésta: “Todos sabemos algo; todos ignoramos algo; por eso, aprendemos siempre.”

El 19 de septiembre de 1985 murieron miles de habitantes del Distrito Federal pero esas muertes hicieron posible el nacimiento de la ciudad. Ese mismo día se murieron Ítalo Calvino, en Italia, y Rockdrigo González en México. Éramos, hasta entonces, un conglomerado humano predominantemente inercial, pasivo y sumiso. Entre las losas derrumbadas, los muros lanzados fuera de su sitio, los incendios, los hierros retorcidos y el olor inolvidable de la muerte, los defeños nos abrimos paso hacia la vida, aprendimos la esencia coral de lo colectivo, descubrimos que teníamos manos y palabra. Mientras que las autoridades no atinaban ni a limpiarse las babas y las cuarteaduras dejaban ver el rostro corrupto, ineficiente y arrogante del régimen presidencialista, los defeños rescatamos a los sobrevivientes, lloramos y sepultamos a los muertos, nos improvisamos como bomberos, como plomeros, como albañiles, como herreros, como enfermeros, como médicos forenses, como informáticos, como periodistas, como operarios de maquinaria pesada, como ingenieros. Querida urbe desmadrosa y diversa, injusta y viva, solidaria y loca: no te permitas nunca el olvido de aquellos días de tu nacimiento.

Minutos después de la medianoche, y pocas horas antes de las oscilaciones y las trepidaciones que empezaron a las 7 de la mañana con 19 minutos, los jornaleros habíamos brindado en el edificio de Balderas 68 por el primer aniversario del comienzo de la circulación de nuestro diario. Al día siguiente, con el centro de la ciudad hecho pedazos y con las enormes dificultades que significaba llegar hasta la redacción de La Jornada, nadie recordó el festejo: teníamos por delante un montón de dificultades para hacer la edición del día y nos supimos necesarios. Tampoco pensamos, en la tarde de ese nuestro primer cumpleaños, el 19 de septiembre de 1985, en las Jornadas que nos esperaban en los días y meses y lustros siguientes y que ahora, 24 años después, ya son toda una vida. No: muchas vidas.

12.9.08

Notas de viaje / III y último


Encuentro con Ixcuina, la de las cuatro caras, a la orilla del Sena. Entre los enigmas sin fondo del panteón mesoamericano destaca el de Tlazoltéotl, también llamada Atlazoltéotl, Tlaelquiani o Ixcuina, por su nombre huasteco. Es sicoterapeuta y confesora, es la que quita los pecados del mundo, es sembradora de locura, es diosa del azar y de lo incierto, es la destructora de los jóvenes, es amante de Quetzalcóatl, es señora de la tierra, de la fertilidad, de la lujuria, de la maternidad y del parto, es la que se come la caca de quienes han errado el camino y puede castigarlos con enfermedades venéreas o curarlos y despojarlos de toda culpa. Abundan sus representaciones en papel amate (Borbónico, Vaticano, Borgia...) y en piedra. Se le representa acuclillada, en trabajo de parto o defecación y cobijada por una piel ajena, como Xipe-Tótec, entre dardos ensangrentados, los pechos al aire, tocada por un largo penacho cónico. Es sorprendente encontrarla, convertida en un esbelto monolito de una tonelada y dos metros de alto, en un pasillo de iluminación acolchada del Museo del Muelle de Branly, o simplemente Quai de Branly.

Con su jardín vertical, su colección de cerca de 10 mil instrumentos musicales ordenados en un gigantesco tubo de cristal, su rampa ovalada de crustáceo, sus exposiciones temporales atornilladas a la moda inmediata, su arquitectura post fin del mundo y la milenaria estatuilla femenina de Chupícuaro asociada a su logotipo (aunque se encuentre en el Louvre), Branly (“Allí donde dialogan las culturas”, es su lema) constituye, por sí mismo, un viaje. Las viejas colecciones del Museo del Hombre, situado no lejos de allí, en la orilla opuesta del Sena, han sido dignificadas en un despliegue museográfico moderno y didáctico y liberadas de las taxonomías polvorientas, decimonónicas y arrogantes que hacían pensar en museo como sinónimo de hastío. En Branly los objetos culturales de América, África, Asia y Oceanía salieron del amontonadero de “antigüedades” o “curiosidades” para reorganizarse bajo la categoría púdica de “artes no occidentales”.

En su residencia parisina, la señora viste una falda larga, se pasa las manos por el vientre y su rostro autista emerge de un extraño tocado en el que se entrelazan dos serpientes de cascabel. Las colas de los bífidos circundan la cara y se enroscan en el cuello como si fueran un par de trenzas.



El agravio tonto: en la cédula de la pieza se asienta que proviene “de la costa del Golfo, Mesoamérica”, y que es una donación “de la Marina, exposición permanente de colonias”. Todo iba muy bien, pero semejante majadería obliga a evocar el pillaje castrense perpetrado por el régimen de Luis Bonaparte en el México del siglo antepasado y que, de seguro, no se limitó a piezas arqueológicas invaluables; eso, sin contar que nuestro país sufrió una invasión y una ocupación criminal y cruenta y hubo de soportar la imposición de un imperio pelele, pero no fue jamás colonia de Francia. Al parecer, el embajador Carlos de Icaza González no se ha dado una vuelta por el museo Quai de Branly, o fue y vio y se retiró sin darle importancia al asunto, o bien pidió que quitaran esa referencia de tan mal gusto pero no le han hecho caso. Y aquí está un close up de la cédula, para que no vayan a salir con que estoy loco.

2. Encuentro con otro altísimo en Toulouse, y los que se ofenden con cualquier cosa, procuren leer lo que sigue con los ojos cerrados. Tal vez mi falta de fe se deba a las representaciones divinas de matriz renacentista con las que tuve contacto en la infancia: es que ese señor barbón, canoso, medio calvo y mofletudo, suerte de Zeus en sus tiempos de jubilado, podrá ser simpático y tierno, pero muy poco verosímil como el Dios omnipotente, omnisciente y omnipresente que le quieren vender a uno. Aliviados estamos: si el ser supremo realmente padeciera los estragos de la edad, como lo pinta la difundida iconografía católica, tendría que estar más preocupado por cuidar su próstata que por administrar el universo, y además la omnisciencia no se lleva con el Alzheimer. Mejor hubieran imitado los católicos, para el caso, a los judíos, a los musulmanes y a algunos cultos cristianos, quienes de plano se niegan a representar a Dios, o a Jehová, o a Alá, o como quiera que se llame, y evitan, de tal forma, generar suspicacias entre el respetable.


A Saturnino lo mató un toro furioso en lo que es ahora una calle céntrica de Toulouse allá por el 250 de nuestra era. Sobre su tumba romana se erigió un oratorio que pronto empezó a recibir peregrinos que marchaban hacia Santiago de Compostela. Hacia el siglo V el oratorio fue convertido en iglesia y en el XI, cuando su aforo resultó insuficiente, se decidió erigir una magna basílica que conservase en su entraña la vieja capilla, convertida en cripta y que sigue siendo, hasta nuestros días, la mayor iglesia romana que se conserva en Europa. La basílica de San Sernín no es linda pero sí muy impresionante. Su campanario octogonal evoca, por sus cuerpos escalonados, un zigurat; en sus muros exteriores se combinan la piedra blanca, el ladrillo y la teja, lo que le da cierto aire bonachón; en el interior, un ingenioso deambulatorio principal rodea el altar mayor y la tumba de San Saturnino, lo que permitía mantener el trajín de peregrinos sin interrumpir los oficios, y en uno más pequeño, llamado Ronda de los Santos Cuerpos, ofrece a la veneración reliquias diversas y piadosamente conservadas: la infaltable espina de la Santa Cruz, el misal de fulanito, los testículos de no sé quién.

En la primera de esas rutas me topé, en el centro de unos bajorrelieves de ángeles y santos, al mero mero Dios, y me dio ñáñara: no usa bigote ni barba, su edad es indefinible, ostenta una barriga prominente, está rodeado por un ángel y tres bichos y tiene cara de pocas pulgas. Si así me lo hubieran presentado en mi infancia, es probable que a estas alturas, en vez de estar escribiendo tonteras, yo estaría atormentándome con cilicios y disciplinas y rezando credos. Ahora que vuelvo a ver esa imagen inquietante (que es un “Cristo en Majestad” románico del siglo XIII) me pregunto si no se estará asomando a la travesura que han echado a andar los científicos en un acelerador de partículas en Suiza y que, según algunos espíritus medrosos, provocará el fin del mundo. Pero no.

9.9.08

Revocación


Hace unas semanas la opinión pública internacional recibió información sobre el concepto de punto de no retorno. El avión de Spanair que se estrelló en Barajas, se nos dijo, estaba en V1, una combinación de situación en tierra y velocidad en la que ya no queda suficiente pista para frenar y que hace obligatorio ir al aire porque, sean cuales sean las condiciones del aparato, resulta menos arriesgado intentar un aterrizaje de emergencia que permanecer en la superficie. O sea que la ventana de oportunidad para abortar un despegue es más bien estrecha. Va del momento en que el avión comienza a acelerar hasta aquel en que llega a V1. La expresión “estás a tiempo de arrepentirte” se aplica a muchas otras circunstancias de la vida, por más que, en varias de ellas, lo irrevocable de la decisión sea relativo. No es lo mismo jalar el gatillo y transitar de la condición de asesino en potencia a la de asesino consumado, o treparse a un cohete en dirección a la Luna, que firmar un contrato de arrendamiento o dar el “sí” matrimonial ante un juez o un cura. Si los procesos físicos y biológicos son implacables, los contratos sociales son reversibles, así se trate de una constitución, y aunque a los faraones les guste pensar que sus reinados son eternos, y por mucha que sea la zozobra ante la posibilidad de que tu cónyuge te mande al diablo.

Los regímenes posfranquistas “atados, y bien atados”, o bien los fallos judiciales inapelables, son formulaciones ególatras que persisten sólo en la medida en que las sociedades las acaten. Ya llegará, en España, el momento en que la gente se decida a tirar a la basura a una casa real corrupta y zángana. Tal vez los mexicanos logremos ejercer sobre nuestros legisladores la presión requerida para que emprendan un juicio político contra los magistrados de la Suprema Corte que exoneraron al góber precioso, y cuya permanencia en los cargos es un insulto a la legalidad y un agravio a la decencia.

Antaño, cuando los monarcas veían amenazada su permanencia en el poder, decían que ésta respondía a un designio divino. Si no les quedaba más recurso, apelaban a su condición de soberanos (detentadores de una autoridad suprema e independiente y no superada en cualquier orden inmaterial) para hacer lo que les viniera en gana. Heredada por el pueblo una vez que rodaron las cabezas reales, la soberanía le otorga la facultad, entre otras, de designar, por medio de elecciones, a quienes habrán de gobernar en su nombre. Los jefes de las actuales democracias formales invocan ese principio cada vez que hacen –como los reyes– lo que les da la gana o lo que les dictan sus intereses particulares.

“La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”, reza el artículo 39 de nuestra Carta Magna. Pero nadie dijo que la soberanía, la real o la popular, fuera una fuente de decisiones irremediables. “No olvide el fraile que si una ordenanza real fundó la Inquisición, otra ordenanza puede ahogarla”, advirtió Isabel de Castilla a Torquemada un día que la arrogancia sádica del inquisidor la tenía hasta la madre (Crónica de los reyes católicos). Si supusiéramos por un momento que la elección presidencial de 2006 en México fue un proceso impoluto y legal; que se llevó a cabo no “haiga sido como haiga sido”, sino como debió ser; que en él la mayoría de los ciudadanos votó por Felipe Calderón y si éste encarnase, en consecuencia, la soberanía popular, en cualquier momento el pueblo tendría derecho, en virtud de su misma soberanía, a concluir que se equivocó. Mayor razón existe para crear un mecanismo institucional de enmienda cuando la representación es ejercida a consecuencia de un proceso comicial al menos dudoso y cuando un tercio de la ciudadanía la llama espuria e ilegítima.

El mismo miedo que impidió al grupo en el poder recontar los votos en 2006 se expresa ahora en la histeria linchadora desatada contra la idea de establecer un mecanismo legal para revocar mandatos por medio del referendo. El grumo político-económico-mediático que controla al país se llena la boca con encuestas de popularidad, pero se aterra ante la posibilidad de que el pueblo ejerza, para ratificar o rectificar, su soberanía. ¿Es subversiva y desestabilizadora la evocación del divorcio? ¿Hemos alcanzado el punto V1 de la política? ¿No tenemos más remedio que iniciar un despegue riesgoso o estrellarnos en tierra?

Y conste que nadie ha hablado de tomar el Palacio de Invierno.

4.9.08

Notas de viaje/ II

Esqueletos apilados. Catacumbas de Paris.

Las primeras de las célebres catacumbas de París fueron construidas en tiempos de la invasión romana a las Galias. Las estrechas y largas galerías eran resultado de la extracción de la piedra calcárea y el aljez utilizados en la construcción primigenia de Lutecia. En el XVI, además de mineros, merodeaban por los túneles bandidos de toda suerte, contrabandistas y cazadores plebeyos de conejos, perseguidos por violar la veda de la cacería, privilegio que el rey otorgaba a los aristócratas. A lo largo de 18 siglos el subsuelo de la ciudad fue regularmente agujerado hasta que, en el XVIII, el suelo empezó a ceder en algunos puntos. Se prohibió entonces sacar más piedra y se empezó a consolidar los túneles ya perforados, cuya humedad y oscuridad fueron aprovechadas, a mediados del XIX, para cultivar champiñones. Algunos pasajes fueron temporalmente acondicionados como bodegas o salas de descanso para los obreros que edificaron el Metro, y posteriormente, en el XX, como refugios antiaéreos, hoy sellados por gruesas puertas blindadas. El dédalo subterráneo, situado a una profundidad promedio de 20 metros, es tan intrincado que en tiempos de la revolución francesa el portero del hospital militar de Val-de-Grâce, un tal Philibert Aspairt, penetró en él con la intención de llegar hasta la cava del convento vecino para apoderarse de unas botellas de chartreuse. El infortunado se perdió en las galerías y no fue hallado sino hasta 11 años más tarde, ya bastante difunto. Lo enterraron en el mismo recodo en el que se encontró su cadáver.

Actualmente, la mayor parte de los 600 kilómetros de galerías permanecen cerrados al público y quien se adentre en ellos (a través de pozos, horadando las cavas de los edificios habitacionales, por conexiones ignoradas entre las catacumbas y los túneles del Metro o del drenaje, o bien violando rejas de clausura) se arriesga a pagar una multa y a recibir un citatorio de la policía. Pero hay innumerables datos (algunos serán meras leyendas urbanas) que apuntan a la existencia de visitantes o habitantes furtivos de las catacumbas: catafílicos puros y respetuosos del entorno, que disfrutan la mera estancia en los corredores subterráneos; fugitivos de la justicia; “góticos” urbanos o simples vándalos grafiteros. En los años ochenta del siglo pasado escuché algo sobre un grupo de necrófagos y/o necrófilos quienes, a través de las catacumbas, llegaban hasta el subsuelo de cementerios como Père Lachaise y horadaban el techo de los túneles para alcanzar, por abajo, las criptas, y en ellas, el objeto del deseo (o del apetito), un poco a la manera en que los topos se roban las zanahorias de una huerta. Lo cierto es que en esa época se desató una verdadera epidemia de saqueos y pillajes en los camposantos parisinos (era frecuente ver en ellos lápidas destripadas a martillazos) y que, poco antes del cierre de los recintos, guardias con metralleta y acompañados por perros asesinos recorrían meticulosamente los cementerios para cerciorarse de que nadie permaneciera allí durante la noche.

La visita a la parte prohibida de las catacumbas es una experiencia al mismo tiempo estresante, relajante e intrigante, en la que igual se encuentra un fósil de bicho cámbrico incrustado en una piedra calcárea que la talla basta de una gárgola realizada sabrá Dios cuándo, que un acueducto construido en tiempos de los Médicis, que un grafiti del periodo de Mitterrand, que la caricatura de un soldado alemán, dibujada a lápiz sobre la piedra por un combatiente anónimo de la resistencia contra los nazis, que un condón de la semana pasada. Algunos pasajes han sido bautizados con nombres como Bizancio, Sala del Castillo, Sala del Dragón, Escalera de Cristal, Sala de las Esculturas, Pasaje de los Druidas, Piano Bar...

Poco antes de la muerte de Aspairt, el Consejo de Estado aún monárquico ordenó la evacuación del Cementerio de los Inocentes, que llevaba 10 siglos de uso ininterrumpido y padecía una sobrepoblación mucho más insalubre que los hacinamientos de los vivos, con el agravante de que, en general, los difuntos permanecen en este mundo más tiempo: una persona viva difícilmente habitará un sitio más de siete décadas, pero no es extraño que, muerta, permanezca tres siglos, o 10, sin moverse de la tumba. Se decidió entonces evacuar a los finados y reubicarlos en un pequeño tramo de las catacumbas previamente bendecido y consagrado que pasó a llamarse, con toda propiedad, Osario Municipal. La mudanza se prolongó dos años (1786-1788) en los que fueron habituales unas curiosas procesiones nocturnas: al ritmo del Oficio de Difuntos cantado por sacerdotes solemnes, los despojos eran transportados, ahora sí a su última morada (y eso, ya veremos), en carretillas cubiertas con velos negros. El gran desmadre de los años siguientes no impidió que el desalojo se extendiera al resto de los camposantos y templos parisinos y que unos seis millones de esqueletos terminaran apilados en el osario.
Para la magnitud de la tarea, el orden es razonable: las grandes pilas de huesos están formadas por capas de tibias, fémures y húmeros, con hileras de cráneos intercaladas, y se deja la parte superior del amontonadero para omóplatos, quijadas inferiores y costillas. Los despojos están acomodados en nichos gigantescos, marcados por inscripciones en piedra que indican su procedencia. En alguna parte de esta Estigia abierta al turismo se encuentra lo que queda de Molière, de La Fontaine, de Rabelais, de Perrault, de Danton, de Robespierre, de Colbert y de muchos otros personajes luminosos o terribles.

Es deprimente y, al mismo tiempo, tranquilizador. Los despojos han sido fijados a su sitio con cemento, debido a la inclinación de los visitantes a llevarse pequeños recuerdos en la mochila. Los misterios del más allá se desfondan ante la aplastante monotonía de kilómetros de calaveras apiladas, todas iguales, por más que los anatomistas, los forenses y los antropólogos físicos sean capaces de descubrir muchas diferencias sutiles y mayores entre dos cráneos humanos. Si algo más que carroña persistiera después del último suspiro, ese algo tendría que contaminar de algún modo estos célebres corredores que albergan los restos de 6 millones de nombres, rostros y personalidades; en el Osario Municipal de París se manifiestan, en cambio, con toda su crudeza, las absolutas banalidad e irrelevancia de la muerte. Una moraleja posible para salir de aquí, mientras se pueda, y volver al bullicio de allá arriba, es: no dejen nada pendiente; lo que tengan que hacer, háganlo ahora.

* * *

De la entrega pasada, Ilvaita López Rodríguez dice: “Me da mucha pena (propia y ajena) encontrarme esta frase: ‘ ... Nos toca (un policía) cuyos rasgos, para nada galos, me hacen pensar: Esto faltaba en mi currículum: ser discriminado por un beréber’. Espero sinceramente que haya sido un lapsus brutus, de ésos que a todos nos pasan, porque realmente me sentiría muy decepcionada de usted si eso reflejara sus sentimientos hacia la comunidad béreber (o cualquier otra no europea, o aria, o lo que usted considere)”. Bienvenida, Ilvaita, a mi propia polémica interna por esa frase –lo pensé varias veces antes de escribirla– que no pretendí despectiva hacia los beréberes, sino indicativa de la paradoja de aquellos que, procedentes de pueblos tradicionalmente discriminados, devienen discriminadores. Vamos a ver: la discriminación es intrínsecamente abominable, y si además la practica alguien que es o ha podido ser víctima de ella, resulta, además, sorprendente, por decir algo. Si esta explicación no es suficiente, me retracto de lo escrito y ofrezco sin más reparos una amplia disculpa a Ilvaita y a todos los lectores, beréberes o no.