Dicen que el mirar por el ojo de una cerradura es una tentación preponderantemente masculina, un aserto posiblemente falso y hasta ofensivo, pues difama a las mujeres al pretender que carecen, o tienen mal desarrollado, un atributo cognoscitivo fundamental: la curiosidad visual, una pulsión que logra abrirse paso a través de prohibiciones, velos, candados, distancias, lápidas y censuras. Pensándolo bien, la invención del telescopio, que oficialmente corresponde a Galileo Galilei, aunque se discuta, habría podido ser considerada una acción tan herética y blasfema como sus tesis heliocéntricas, porque la observación del cielo más allá de lo que permite la visión humana es una forma de levantarle los hábitos a Dios para poner al descubierto Sus intimidades.
Pero no: el 25 de agosto de 1609 el Senado de Venecia (donde la Inquisición tenía menos poder que en otras ciudades de Italia) adoptó al genio y a su invento sin reparar en las posibles implicaciones teológicas y ni siquiera en las científicas. El trebejo, que rima con catalejo, fue instalado en el campanario de San Marcos, desde el cual, a una altura de 60 metros, era posible detectar el arribo de naves enemigas antes de que éstas aparecieran, a la vista de los observadores de a pie, en el horizonte marino. O sea que es la historia de (casi) siempre y que por aquel entonces la tecnología ya recibía su impulso fundamental de los intereses militares. Hace como mil columnas escribí que uno de los méritos principales de Arquímedes fue la invención de armas secretas —de utilidad harto dudosa, cabe reconocer— para defender a su Siracusa natal de los imperialistas romanos. Pero esa es otra historia.
La primera fabricación de un telescopio fue disputada por Hans Lippershey, un alemán que fabricaba lentes, por el catalán Juan Roget y por el holandés Zacharias Janssen, rival de Lippershey y un tipo deshonesto que se dedicó a falsificar monedas españolas, por lo que se le condenó a ser hervido en aceite, como pollo de la Kentucky, aunque no sé bien a bien si esa sentencia espantosa llegó a ejecutarse.
Haiga sido quien haiga sido, como dice el preexpresidente espurio, Galileo tuvo información del telescopio rudimentario por el que se peleaban Hans y Zacharias y construyó un modelo perfeccionado, que permitía aumentar no tres, sino seis veces, los objetos distantes, y sin deformarlos. Posteriormente fabricó un aparato que daba 20 ampliaciones y en vez de ponerse a ver si venían barcos amenazantes, lo apuntó a la Luna. Empezó entonces la gran revolución astronómica unipersonal en el curso de la cual el sabio se empachó de descubrimientos: los accidentes topográficos en el rostro de Selene, los satélites jovianos, las estrellas hasta entonces desconocidas en la constelación de Orión, los cúmulos estelares, los anillos de Saturno, la naturaleza de la Vía Láctea, las manchas del Sol, las fases de Venus... Qué chapuzón gozosísimo te diste, viejo zorro, en el firmamento hasta entonces vedado a la observación de los humanos. Qué semanas de insomnio delicioso debes haber pasado en agosto de 1609 y en los meses siguientes.
En mi modesta opinión, la curiosidad insaciable de Galileo no es demasiado distinta a la de cualquier fisgón o fisgona común y silvestre que cultive el “morbo”, como se dice ahora, desactivando la carga etimológica original del término, que era “enfermedad” (“gran interés y curiosidad malsana por situaciones, cosas o personas”, dice el Wiccionario, ampliando una de las persignadas definiciones de Madre Academia). La diferencia entre el primero y los segundos, podrá decirse, reside en que uno supo apuntar su telescopio en una dirección trascendente y los otros enfocan la mirada, con o sin aparatos aumentadores, hacia la primera ventana prometedora o hacia documentos personales intrigantes —por ejemplo— y en consecuencia no descubren nada que fuese estrictamente nuevo para la humanidad.
Puede ser. Tengo para mí que el impulso que lleva a hurgar con la mirada bajo las faldas del universo es el mismo que impulsa a ponerse tras el ojo de la cerradura o la lente de telefoto, o bien con la oreja pegada en la pared. Y no será demasiado distinto el placer que experimenta quien descubre la manera de observar o escuchar lo prohibido que el deleite del científico que da con una nueva ley natural o que el gozo del que consigue las claves secretas del ejército enemigo, por más que el primer caso desemboque en un placer básicamente inocuo, el segundo provoque una revolución en el saber y el tercero conduzca a la muerte de seres humanos.
El hecho es que el (mal) genio florentino fue recordado antier en todo el mundo como un grande de la ciencia y el pensamiento, en tanto que los mirones son vistos con una mezcla de desprecio e inquietud clínica: el término voyeurismo y su equivalente culterano, escoptofilia (del griego sképtesthai, ver), están clasificados, como mínimo, en el catálogo de parafilias —“las distintas maneras que tiene el ser humano de lograr su satisfacción sexual más allá de la relación íntima tradicional”, ja, ja, ja—, cuando no en el de las enfermedades y perversiones: “Trastorno de las inclinaciones sexuales, que se caracteriza por la inclinación recurrente o persistente a mirar a personas realizando actividades sexuales o que están en situaciones íntimas, acompañada de excitación sexual y masturbación [y en el que] el individuo no desea descubrir su presencia ni existe deseo de relación sexual con las personas observadas” (o sea que los mirones son de palo), afirma, por ejemplo, un diccionario médico cubano, y no es el único. Según otro sitio sexológico, “se considera un trastorno psicológico cuando se lleva como mínimo 6 meses con estas prácticas o cuando interfieren en el normal desempeño de la persona en el ámbito laboral, social o familiar”.
Y sí: los voyeuristas pueden llegar a extremos —alguno de ellos será delictivo, como cuando fisgonean a otras personas sin el consentimiento de éstas— y ha de ser un tanto triste, además de patológico, el reducirse al placer de la vista cuando el cuerpo ofrece tantos otros. Pero entre ese límite y las condiciones de metiche, fisgón o chismoso (a), como suele llamarse a los propietarios de una curiosidad prominente, hay una buena distancia. Sea como fuere, y sin desdoro para el sabio florentino, los escoptofílicos y hasta los paparazzi harían bien en adoptar a Galileo como santo patrono. Quién sabe: a lo mejor les haría el milagro de orientar sus descubrimientos hacia los cráteres lunares y los cuerpos cósmicos, y olvidar por un rato su febril búsqueda de barros y celulitis en las nalgas de una clase de estrellas más terrenales.
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Los mafiosos que controlan la Secretaría de Educación Pública y que elaboraron unas porquerías de libros de texto gratuitos se dieron el gusto de photoshopear el mural “El paso de Bering” que Iker Larrauri pintó en el Museo Nacional de Antropología, para agregarle un mamut y un paisajito muy acá, acaso con el propósito de meter en una sola dos ilustraciones de la prehistoria, sin que les preocupara distorsionar los sentidos artístico y didáctico de la obra original. Cómo no se les ocurrió poner también una Lucy Gordillo, un velocirraptor Peña Nieto, un trilobite Salinas que hiciera referencia de una vez al concepto de horror lovecraftiano. Si quedara un rastro de decencia en la SEP, esa institución tendría que organizar un desagravio a Iker, a los niños a quienes se pretende dar gato por liebre y también, de preferencia, al sentido común.