Unos ven milagros, otros descubren misterios, no falta quien se asuste y algunos leemos historias. Por ejemplo, hay personas que logran distinguir el rostro del Señor o la silueta de la Virgen María en las manchas y texturas de las paredes y del piso, en la corteza de un árbol, en la forma de una piedra, en los contornos de las nubes, en las lenguas de fuego de una hoguera o en una rebanada de pan tostado.
Lo más popular, por mucho, es lo de las vírgenes: no pasa semana sin que en algún sitio o mueble de religión católica preponderante aparezca la Señora de Lourdes, la de Fátima o la de Guadalupe. En Córdoba, Argentina; en A Lama, Portugal; en Parral, México, las mariofanías congregan en forma pasajera a cientos o miles de fieles. Algunas logran persistir. Otras pasan al olvido o a segundo plano, como ha ocurrido, al parecer, con la Virgen del Metro, una mancha que se formó en 1997 en el piso de la estación Hidalgo del Sistema de Transporte Colectivo (STC) del Distrito Federal.
Carlos Rafael Guevara Castillo, entonces de 20 años de edad, se autoproclamó el Juan Diego de aquel fenómeno, por más que la televisión tuvo también su parte en el anuncio de la buena nueva y en el surgimiento de una feligresía casi instantánea. “Yo primero vi en la tele que aquí se aparecía la Virgencita – declaró a La Jornada Gloria Alvarado, quien llegó al lugar acompañada de su suegra y sus tres hijos– y quise verla. Para mí sí es ella. No importa que sea en el piso, ella es humilde y así más es su santa gloria” Una vagabunda la contradecía con suma irreverencia: “Bola de locos, están bien enajenados; esto demuestra que aparte de fanáticos son bien ignorantes. ¿Para qué cargan la Biblia? Sólo para que no se los lleve la patrulla. Pero ahí, en medio de la Biblia, traen mota”. Y terciaba Guevara Castillo: “Esto es un aviso de que algo va a pasar aquí, en México, pero nadie me hace caso. Va a ser algo así como el terremoto de 1985”.
A su manera, el joven de aquel entonces tenía razón. Muchos terremotos han tenido lugar desde entonces en el país, así sea en sentido figurado. La aparición mariana en la estación Hidalgo –asociaciones aparte– se saldó con algunos milagros subsecuentes debidamente consignados en exvotos como éste: “Virgen del Metro, te damos inmensas gracias porque curaste a mi papá Gustavo del hipo que nadie le podía quitar y duró seis meses hasta que llegaste tú y con tus lindas manos lo sanaste”.
Con la asistencia del Instituto Nacional de Bellas Artes, el STC removió la porción de piso en la que había aparecido la Virgen, la colocó en una pequeña capilla hecha construir ex profeso junto a uno de los accesos de la estación y colocó a sus pies una cédula implacable: “Imagen formada por filtración de agua”. Para entonces, el Arzobispado ya había desvirtuado, en una declaración oficial, el supuesto milagro –“no hay elementos teológicos que nos permitan afirmar la presencia divina a través de estas líneas que se han formado debido a una filtración de agua”– e iba mucho más lejos: advertía que aquello era, “más que una manifestación de fe, una manifestación de curiosidad que culmina muchas veces en una explotación de la religiosidad popular”.
Hace poco algunos medios sensacionalistas embaucaron no sé a cuántas personas con la historia de unas pirámides en la Antártida que habían permanecido sepultadas, que empezaron a emerger a consecuencia del deshielo y que probarían la existencia de una civilización milenaria hasta ahora desconocida. Y hace mucho, alguien vio, creyó ver o dijo que veía el retrato de un rostro humano en un cerro ubicado en la región marciana de Cydonia Mensae y que fue fotografiado por la sonda Viking 1 en 1976. Aunque el jefe científico de la misión, Gerry Soffen, aclaró desde un principio que aquello no era más que una ilusión provocada por las luces y las sombras, sujetos inescrupulosos como Richard C. Hoagland hicieron gloria y fortuna vendiendo la historia de una civilización extinta que también había dejado pirámides –cómo no– en la reseca superficie de Marte.
Unos hablan de milagros, otros encuentran misterios, no falta quien se lleve tremendo susto y algunos más prefieren referirse a pareidolias, es decir, fenómenos psicológicos consistentes en la transformación de estímulos ambiguos y aleatorios en imágenes reconocibles. Es en esos procesos se basa el hoy desacreditado test de Rorschach: un conjunto de diez manchas abstractas en las cuales el sujeto de estudio “ve” cosas concretas y proyecta, según ésto, el funcionamiento de su psique.
Una de las formas más desagradables de estas confusiones ocurre cuando malinterpretamos algún juego de luces y sombras proyectado en la pared o una prenda de vestir colocada en el respaldo de una silla: miramos de reojo y creemos ver una criatura amenazante dispuesta a saltar sobre nosotros y nos llevamos el sobresalto del año. A ciertas personas de conciencia limpia esto no les pasa nunca y a otras, colocadas en circunstancias de tensión, o bien propensas, por naturaleza o por patología, a la alucinación, les pasa cada tercer día. Pero casi nadie está exento de esperimentar de cuando en cuando una pareidolia y una buena solución es resignarse a ello y, por qué no, hasta sacarle partido.
No se necesita fumar, beber o inyectarse algo para ver en las texturas aleatorias del terminado de una pared la topografía de un mundo desconocido –extensos altiplanos bordeados por cañones y cadenas montañosas, por ejemplo– y ubicar en ese escenario la historia de pueblos que emigran, se asientan en determinados puntos, comercian entre ellos, tejen alianzas, se hacen la guerra, erigen y destruyen grandes centros ceremoniales; los grumos y las imperfecciones del cemento son de una ayuda invaluable para localizarlos en nuestro mapa.
En medio metro cuadrado de pared pueden ocurrir, además, sagas individuales de amor y muerte, fenómenos demográficos de gran escala, la invención del helicóptero y la huída de una secta acosada por gobernantes poderosos. Es que algunos ven milagros, otros descubren misterios, unos más se asustan de cuando en cuando y no falta quien, en la cáscara de una naranja, en las manchas de una loseta o en los nudos de la madera de la puerta, lee historias.