El negocio perteneció originalmente al
señor Durael, un viejo tan francés que era judío y que se pasó
todo el régimen de Vichy –su primera juventud– escondido en una
bodega hedionda para evitar que los nazis y sus amigos locales lo
deportaran a algún campo de exterminio. En la persecución, sin
embargo, perdió a toda su familia.
Tras el fin de la ocupación alemana
salió de su escondite, no para burlarse de las mujeres que fueron
paseadas en las calles desnudas y rapadas en castigo por haber tenido
amoríos con soldados germanos, sino para enterarse en silencio de la
suerte atroz de sus seres queridos y para reconstruirse y renacer de
las cenizas de la tragedia. Lo ocultaba muy bien.
Lo conocí en los años ochenta del
siglo pasado, cuando ya llevaba varias décadas instalado en su
quesería minúscula y deliciosa, cerca de donde hacen esquina el
boulevard Grenelle y la Rue du Commerce. En ese entonces, el
superviviente ya andaba entrado en los sesenta, se había vuelto un
viejo regordete y rubicundo y tenía un asistente cetrino y flaco,
silencioso y eficaz.
Desde que entré a su establecimiento
hicimos buenas migas, acaso porque tomó mi glotonería insaciable
como un elogio a sus quesos y su caja registradora, y a la tercera o
cuarta visita, que tuvo lugar por la tarde, dejó a su asistente a
cargo del mostrador, me hizo pasar a una salita minúscula que tenía
en la trastienda, me ofreció asiento y me agasajó con una copita de
agua de vida y un pedazo de Reblochon celestial facturado con leche
de segunda ordeña que le surtían directamente de la Alta Saboya y
que él escamoteaba de la tienda para consumo propio. La narración
de nuestras respectivas biografías brotó de manera natural.
Al cabo de una hora, el patrón pidió
a gritos al otro hombre que cerrara la tienda y que se nos uniera.
Abdelkhader, lo presentó, y sin más
preámbulos colocó en el aparato de sonido un caset de música
jasídica. La primera pieza era muy dulce y la escuchamos en
silencio; la segunda tenía un ritmo frenético y el señor Durael se
incorporó de su poltrona y se puso a bailar. Para mi sorpresa, el
otro lo imitó y ambos bailaron, con estilos muy diferentes, toda la
canción. Al final el anfitrión resopló y se puso más rojo que de
natura, y el magrebí le pasó un brazo por los hombros y lo forzó
suavemente a regresar a su asiento. En la tercera melodía cantó una
voz femenina honda, cristalina y dulce al mismo tiempo, y de pronto
descubrí que entendía perfectamente el significado de aquella letra
porque no estaba en hebreo ni en yiddish, sino en ladino, y se me
hizo un nudo en la garganta. El señor Durael percibió mi emoción y
a su vez se sintió conmovido, y en cosa de un instante los dos
teníamos los ojos vidriosos, él tal vez porque aquella música lo
ponía en contacto con su infancia y yo sólo por esnob, o acaso
porque por medio de mí el desconocido tatarabuelo de alguno de mis
tatarabuelos volvía a escuchar esos vocablos. El otro nos observó,
hizo un mohín de disgusto, se levantó y puso otro caset. Fue la
primera vez en la vida que escuché los acordes vertiginosos del raï,
y el impacto me sacó de la melancolía. Salí de ahí agradecido y
sorprendido por lo extraño de ambos personajes y de su relación
indescifrable.
Durante esa estancia en París volví
en varias ocasiones a la quesería del señor Durael y siempre recibí
el mismo trato, independientemente del horario, y luego la hice una
de mis escalas imprescindibles siempre que pasaba por la ciudad. Nos
vimos poco, pero él me resultó entrañable y la amistad se volvió
un aliciente para acudir a su establecimiento como los quesos
inenarrables que vendía.
En 2008 ya no lo encontré. Abldekhader
estaba parado detrás del mostrador, más delgado que nunca y con un
gesto de piedra adolorida. Conforme se le volvía de color cenizo, el
pelo se le había ido recorriendo hacia atrás y hacia arriba. Ya no
era el treintón que yo había conocido. Tenía de subordinada a una
jovencita francesa que se movía con movimientos nerviosos como de
pájaro. No me fue necesario que me diera la noticia para comprender
que el patrón había muerto.
–¿Qué le pasó al señor Durael?
–pregunté a modo de saludo.
–Falleció hace siete meses –me
respondió con tono amargo.
–Lo lamento mucho.
Luego vino un momento incómodo y
silencioso, porque hasta entonces la empatía había sido con el
difunto, no con el vivo. Cuando estaba a punto de salir del lugar,
Abdelkhader me hizo un gesto seco con la cabeza para que lo
acompañara a la trastienda y no me pude negar. Le encargó el
negocio a la muchacha y me hizo pasar al habitáculo que se
encontraba idéntico a como yo lo recordaba. Sólo que en vez de una
bebida alcohólica, el hombre preparó un té de menta, me lo sirvió,
se acomodó en la poltrona del difunto y me dijo con brusquedad:
–A ti te extrañaba que un judío y
un árabe pudiéramos tener un negocio juntos, ¿no es así? Pues
bien: estoy viudo. Lucien y yo éramos pareja.
No me desconcertó la confesión a
quemarropa sino el tuteo súbito y la revelación del nombre de pila
–desconocido para mí hasta entonces– del señor Durael. Me tomó
un momento asociarlo y pronunciarlo completo en mi mente: Lucien
Durael.
–Debe haber sido muy duro para
ustedes –aventuré.
–Fue duro hasta que nos conocimos
–respondió con convicción–. Después cada uno de nosotros fue
la patria del otro.
La narración fue larga y tal vez algún
día sea oportuno recrearla. Baste decir por ahora que si esos dos
pudieron encontrarse y amarse a pesar de la diferencia de edad, a
contrapelo de los entornos morales en los que crecieron y por sobre
el laberinto de prejuicios que es el mundo, ello tal vez sea
indicativo de que las cosas pueden tener arreglo. Salí de allí
triste por la muerte del señor Durael, pero también cargado de
quesos y de esperanzas.