“Esto
les pasará a toda la gente lengua suelta y [a]llegadas al
gobernador. Y voy por ti gober. Atte: el 80.” Eso dice la cartulina
que el asesino material de Miroslava Breach Velducea dejó en el
lugar del crimen, en la Colonia Las Granjas, en Chihuahua capital, la
mañana del 23 de marzo. O sea que el tipo no sólo fue ejecutor de
un designio criminal sino también de una calumnia, porque Miroslava
no era “lengua suelta”. En el habla popular esa expresión hace
referencia a la fanfarronería, la indiscreción, la mendacidad o la
delación y ninguno de esos defectos puede encontrarse en la persona
ni en el trabajo de nuestra compañera asesinada.
La
Miros era una periodista profesional y escrupulosa y escribía
textos que tenían detrás investigación y documentación. Creía,
sí, que la verdad debe ser hallada y difundida por un elemental
principio de salud pública aplicable a Chihuahua, a México y al
mundo. A esa norma de conducta debieran atenerse no sólo los
informadores sino todas las personas a fin de establecer un piso
mínimo de confianza, indispensable, a su vez, para hacer posibles el
gobierno, la comunicación, el comercio, la industria, la impartición
de justicia, el arte, el deporte, la religión, la amistad y el amor;
es decir, para que la sociedad funcione.
Las
conductas antisociales, por su parte, se perpetran mediante la
simulación, la ocultación, la demagogia y la mentira. Aunque hay
excepciones, los gobernantes corruptos no pueden realizar sus
chanchullos a la vista de todo el mundo, los ladrones operan de
manera furtiva, los logreros y vividores son fuentes inagotables de
falsas promesas y los asesinos ocultan su identidad, ya sea en el
anonimato con el que cometen sus crímenes o parapetándose en
complicados mecanismos institucionales que obstaculizan la tarea de
establecer un nexo directo entre ellos y sus acciones. Por eso la
tarea del periodismo no es únicamente dar cuenta de sucesos
relevantes que las audiencias desconocen por la mera ausencia del
lugar de los hechos sino también sacar a la luz asuntos que los
poderes fácticos (políticos, empresariales, delictivos, mediáticos)
esconden u omiten en forma deliberada.
Ese
era el trabajo que realizaba Miroslava Breach.
Por eso la mataron.
Hay
dos canciones que se llaman “lengua suelta”. La primera es obra
de Pepe Aguilar, fue lanzada en 1993 y cuenta la historia de un tipo
inflado por su más reciente conquista amorosa que va a la cantina y
le platica todo al cantinero, quien resulta ser el marido y le mete
cuatro plomazos al hablantín. Otra, mucho más reciente, es del
autor e intérprete de narcocorridos Lenin Ramírez, El
Fantasma, y recrea un diálogo
entre un hombre que está a punto de ser ejecutado y su verdugo
(“dime qué sientes / estar en la silla con pendiente / estando yo
sonriente / Ya estás purgando / todavía no te amarro las manos /
pinche desgraciado”), el cual le reclama una delación. Pero la
Miros no era ni
indiscreta ni fanfarrona y tampoco delatora. No andaba de chismosa
sino que difundía públicamente sus hallazgos en reportajes bien
investigados. Y no traicionó a nadie. La delación no es una
denuncia sino una traición que supone la ruptura de una complicidad.
Su trabajo era, simplemente, contar la verdad.
Pensándolo
bien, en un país en donde la mentira, la simulación, el
encubrimiento, la traición y la demagogia son gobierno –en los
tres niveles–, la verdad difundida amerita una sentencia de muerte.
Hoy por hoy el principio de procuración de justicia y la abolición
de la pena capital se han convertido en dos más de las infinitas
mentiras en las que está enredado el Estado. El sexenio de Calderón
dejó más de 120 mil muertes violentas y el de Peña llevaba casi 80
mil a fines del año pasado.
Pero
hay que seguir hablando con verdad porque si no esto no va a terminar
nunca. La verdad es la base de la toma de conciencia y ésta precede
necesariamente a la acción política y social que se requiere para
llevar al régimen no al imaginario cementerio de Cocula o a las muy
reales fosas de Jojutla o San Fernando –como lo hace el propio
régimen con la verdad, con sus víctimas y con las de sus
protegidos, cómplices y operadores– sino al basurero de la
historia.
Y
una verdad particularmente poderosa es que sí, sí es posible
construir un país en el que haya justicia efectiva para las víctimas
de Aguas Blancas y de Acteal; del Lote Bravo y Lomas de Poleo; de
Atenco, Salvárcar, Allende y San Fernando; de Tlatlaya y de Iguala;
un país en el que sus habitantes –sean o no “lenguas sueltas”–
puedan vivir sin el riesgo permanente de ser asesinados.
Te
queremos, Miros.