Desde
la capital mexicana no es fácil comprender lo que ocurre en Caracas.
Entre una y otra ciudades hay casi tres mil 600 kilómetros, siete
horas y media de vuelo y un muro espeso y doble de desinformación:
de un lado, Nicolás Maduro es la reencarnación de Simón Bolívar
con escala en Hugo Chávez y del otro, la bestia apocalíptica; de un
lado, el pueblo en masa defiende a su gobierno de unos terroristas
apoyados por Washington y del otro, una sociedad sedienta de libertad
y democracia se rebela en contra de una tiranía corrupta. Cuando un
o está fuera de Venezuela es complicado, pues, hacerse un panorama
claro de lo que pasa adentro. Salvo que resulta evidente el cerco
estadunidense (auxiliado por algunos gobiernos sumisos) en torno al
régimen bolivariano.
Lo que sí puede saberse es que Vicente Fox llegó a Los Pinos como resultado del tesón democrático de la sociedad y que salió de allí como el destructor de la democracia, tras organizar una elección de Estado y orquestar un fraude electoral para burlar la voluntad popular e impedir que López Obrador lo sucediera en el cargo; que durante su mandato desapareció sin dejar rastro más de un billón de pesos procedente de los ingresos extraordinarios por los sobreprecios petroleros; que entre 2001 y 2006 permitió y hasta alentó la brutalidad represiva de gobernadores priístas como Ulises Ruiz (Oaxaca) y Enrique Peña (Edomex), y que sus hijastros hicieron pingües negocios a la sombra del Fobaproa.
Habría
que imbuirse en múltiples lecturas para determinar quién ha
violentado más el marco legal venezolano: si los opositores, con su
pretensión de derrocar a un presidente democráticamente electo, o
si el gobierno, con su empeño de fabricarse una constitución a la
medida. Pero basta con tener presente la carta magna mexicana para
saber que Felipe Calderón violentó la tarea constitucional de las
Fuerzas Armadas al lanzarlas a una guerra estúpida, contraproducente
según sus objetivos declarados y criminal porque conllevaba, desde
sus primeros cálculos, la certeza de un sufrimiento atroz para la
población civil no involucrada; y sólo con consultar el artículo
123 del Código Penal Federal uno se da cuenta de que el michoacano
incurrió en traición a la patria al apoyarse en la embajada
estadunidense para alcanzar la Presidencia, al entregar a Washington
decisiones e información que eran de la exclusiva jurisdicción de
las instituciones mexicanas y al permitir que personal militar y
policial de la potencia vecina operara libremente en territorio
nacional. Tampoco está claro, por cierto, qué hizo Calderón con
los 250 mil millones de dólares que recibió su administración por
concepto de exportaciones petroleras.
Un
ciudadano mexicano común no tiene a su disposición los datos y los
elementos de juicio necesarios para determinar si los funcionarios
del régimen venezolano que fueron objeto de las sanciones decretadas
por la Casa Blanca –a las que se cuadró de inmediato la
cancillería mexicana– realmente son culpables de actos de
corrupción y de lavado de dinero. En cambio, es público y probado
que Enrique Peña Nieto y su esposa disfrutaron de una mansión que
les fue cedida en condiciones sospechosamente favorables por uno de
los principales contratistas del gobierno y hay sustento documental
para saber que la casa que Luis Videgaray posee en Malinalco le fue
vendida por ese mismo contratista en unos términos tan ventajosos
que ninguna empresa inmobiliaria concedería a ningún cliente. A lo
que puede verse, Grupo Higa decidió hacer una generosísima
excepción con Videgaray, el secretario de Relaciones Exteriores que
se pliega con entusiasmo al castigo de Washington en contra de
venezolanos supuestamente corruptos.
De
abril a la fecha han muerto en Venezuela más de un centenar de
personas en el marco de las violentas confrontaciones entre las
fuerzas del orden y manifestantes opositores no siempre pacíficos.
Habría que hacer un acucioso recuento de cuántas de las bajas
pertenecen a la disidencia antichavista, cuántas, a efectivos de las
fuerzas del orden, cuántas, a militantes del oficialismo y cuántas
más, a personas sin filiación que fueron confundidas o que
resultaron abatidas por accidente. Pero ninguna fuente oficial o
independiente coloca la cifra de muertos del calderonato por debajo
de los 60 mil, un número que ya ha sido superado en la
administración de Peña; miles de ellos eran ciudadanos sin relación
con la delincuencia organizada. Dos datos adicionales: la CNDH
documentó el asesinato de 63 defensores de Derechos Humanos en el
sexenio de Calderón y la ejecución extrajudicial de 45 periodistas
en lo que va del peñato.
Como
puede verse, desde México no es fácil comprender lo que ocurre en
Venezuela.