Te
platico, mi dulce compañía:
Esa
tarde en la plaza te volaron el cráneo de un balazo y ya no supiste
más. Aventaron tu cuerpo en la morgue y no fue sino días más tarde
que tus familiares pudieron recuperarlo, o no apareció nunca, o no
te buscamos porque estábamos aterrados o presos o desaparecidos.
Pero sobrevivimos y seguimos caminando en medio del dolor y el
espanto. Cómo íbamos a imaginar que eso era apenas el comienzo.
Unos caminaron para el monte y allí empezó otro ciclo de tortura,
desaparición y muerte. Otros se fueron a la lucha sindical y también
fueron asesinados o encarcelados. Unos más se dedicaron a la lucha
política y también tuvieron sus presos, sus desaparecidos y sus
muertos. Pero los que quedábamos seguimos caminando.
Sobreviviste,
te sobrepusiste al horror y conservaste tu determinación de salir a
las calles y menos de tres años después, el 10 de junio, te
hirieron de bala en San Cosme, te llevamos al hospital en un carro
prestado y de inmediato te pasaron al quirófano porque te estabas
desangrando. Estábamos en la sala de espera, pensando en que la
librarías, cuando irrumpieron en el hospital unos tipos armados,
apartaron a empujones al personal médico, se fueron directo a la
sala de operaciones y te remataron de dos balazos que aún siguen
retumbando en mis oídos. Escapamos, corrimos, nos escondimos y
volvimos a organizarnos.
Años
más tarde supimos que habías caído cuando la policía descubrió
la casa de seguridad en la que te encontrabas, junto con otros
compañeros, y los cuerpos de ustedes no aparecieron nunca. Nos
mordimos los nudillos para no gritar de miedo y de rabia, nos pusimos
a leer, nos fuimos al campo, nos sembramos como milpa en las
comunidades, nos diseminamos en la provincia mientras tú volvías a
morir no sé cuántas veces en las montañas de Guerrero y en las
calles de Monterrey. Muchos de nosotros habían sido capturados y
hasta la fecha no sabemos dónde están ni qué les hicieron. Pero
los que quedábamos, y otros nuevos, seguimos caminando, pegando
carteles, participando en huelgas, armando campañas electorales sin
esperanza, debatiendo entre nosotros con encono. A algunos les llegó
el tiempo de tener pareja y de tener hijos, de comprar su primer
coche y de conseguirse un trabajo fijo. Y en ese tiempo otros nacimos
para escuchar tu historia de labios de nuestros padres.
Unos
cuantos concluyeron que la única transformación posible pasaba por
trabajar con los criminales para influir en ellos, orientarlos y
redimirlos, y murieron también aunque al día de hoy sigan como
almas en pena, apareciéndose en televisoras a su vez moribundas e
invocando principios que abandonaron hace mucho. Pero algunos
seguimos resistiendo en esos tiempos tediosos, acompañando a
campesinos afectados por proyectos relucientes de modernidad, a
trabajadores sin fábrica, a estudiantes sin escuela, a indígenas
sin patria, a mujeres sin derechos, a enfermos sin hospital, a
damnificados sin techo, aprendiendo de todos ellos otras formas de
organización y otras palabras, y sembrando en nuestros hijos la
memoria de lo que no habían vivido: de ti, de los otros caídos, de
los desaparecidos a los que seguimos buscando.
Hemos
vivido estas décadas bajo la burla y el escarnio, con esperanza o
sin ella, aferrados tan solo a la certeza de ser parte de una carrera
de relevos en cámara lenta que lleva de un tiempo a otro el relato
de luchas concatenadas anteriores a ti y a los muertos que te
precedieron, seguros de ser parte de una corriente de la humanidad
que no se conforma nunca y actúa en consecuencia. Con la cabeza
nublada de rabia te hemos visto caer en Aguas Blancas, en Acteal, en
Atenco, en Iguala, en Nochixtlán. Hemos defendido el territorio
conforme lo han ido recortando, perforando, minando, reduciendo.
Hemos experimentado grandes avances y grandes retrocesos, extravíos
y aciertos. Algunos enfermaron de cáncer, se murieron de infarto, se
consumieron en la amargura de la traición o en la honestidad de la
entrega. Otros vieron a sus primeros nietos tomar las calles en
repudio al mismo régimen que mató a sus compañeros hace cincuenta
años.
La
acumulación de todos nuestros empeños empieza a rendir frutos.
Estamos por fin en posición de demoler el régimen que te mató, que
mató a tantos y ese nosotros difuso toma conciencia de lo
fructíferos que han sido tu muerte, tu dolor y tu ausencia, columnas
vertebrales de una tarea siempre inacabada, siempre expectante, y
concluimos que nunca estuviste tan vivo, tan viva, mi dulce compañía,
como ahora, cuando al cabo de tanto confirmamos que la historia tiene
sentido.