25.6.96

Fuego en el Paraíso


Para los devotos de la pureza no hay, a la larga, instrumento más eficaz que el fuego. Las llamas descomponen las moléculas indeseables en sus elementos químicos primarios. Con los desechos tóxicos y los cadáveres que no deben dejar huella, el único camino es la incineración. Generalmente, quemar es un proceso simplificador, por medio del cual se rompen las estructuras materiales más complejas para obtener compuestos más sencillos. Los libros heréticos son objetos muy sofisticados, en los que se combinan las ideas, la tinta, la tecnología de impresión, las artes de encuadernación, el papel y la tela. Una vez que han ardido, de todo eso sólo queda una nube de humo, un poco de carbón y una mancha grasienta de alquitrán.

Ocurre algo parecido con los cuerpos de los herejes condenados a la hoguera. Esas delicadas construcciones en las que confluyen los genes y la historia, los actos amorosos y las cicatrices del dolor, el odio del poder, el sigilo y la estridencia, son convertidas, mediante el fuego, en algo mucho más sencillo. Quienes se sentían incómodos por la existencia portentosa y provocadora de Giordano Bruno pudieron asimilar sin conflictos, en cambio, la presencia baladí de la carne quemada, un objeto familiar para cualquiera que haya pasado algunas horas de su vida en una cocina.

Por eso es reconfortante el fuego para los simples de espíritu, además de que da calor y que alivia en algo las tinieblas. Una buena fogata calma los nervios. Ah, y porque las llamas son también una forma instantánea de mitigar la curiosidad: el niño que captura a un gato, lo empapa en gasolina y le mete fuego, actúa así porque --al margen de las implicaciones morales del acto-- es su única forma para intentar la comprensión del pequeño ente peludo.

El calor da consuelo. A la luz de esos incendios pongo a hervir un poco de agua y pienso en el fervor pirómano que está acabando con decenas de iglesias de negros en Estados Unidos, el país con la mayor carga de utopía fundacional (a excepción de la URSS, que ya no existe), la nación que genera más y mayores expectativas y espejismos de paraíso entre los habitantes de otras tierras.

Estos fuegos en el Paraíso son actos de purificación y actos de curiosidad.

Y tal vez en las humaredas que señalan fugazmente el sitio donde se encontraban los templos pueda olerse, además, otro ingrediente: el miedo.

El rito de la purificación (y de la simplificación inevitable) consiste en reducir esas moléculas incómodas para separar lo que confluye en ellas: los átomos de Dios y los feligreses negros. A pesar de Lincoln y de Luther King, de los derechos civiles y de las enmiendas constitucionales, muchos blancos piensan que sí es cierta su divisa nacional y monetaria (Dios es Alguien confiable). Este no puede estar en los templos de la gente de color. Ergo, las iglesias negras son ateas y vacías, y en ellas se pretende secuestrar el soplo divino. Incendiarlas no es más que poner las cosas en orden y volver estos templos falsarios a su condición original de materia simple: humo, carbón y tizne.
A los incendiarios debe provocarles una curiosidad enorme la forma en que se articulan, en los servicios religiosos de los negros --esos rituales poderosos y rítmicos--, la experiencia mística, el impulso erótico sublimado, el grito de protesta y la urgencia de redención étnica y política de los bisnietos de los esclavos. Para muchos simples de espíritu, ese milagro sincrético no deja al entendimiento más camino que el fuego.

Mientras observo la pequeña llama azul y saltarina del piloto de la estufa, pienso en el vasto pánico que ha de recorrer a quienes, en las profundidades del país vecino, meten fuego a las iglesias de los negros. Debe ser aterradora, para ellos, la comparación y el contraste entre, por un lado, sus propios servicios religiosos, deslucidos y enfriados por el pudor y la discreción anglosajones, y por los altavoces marca Realistic, y por el otro, esa poderosa vivencia colectiva que se llama Dios (o que se le parece mucho) que tiene lugar en los templos de los negros. Para ellos, el Altísimo ha dejado de ser confiable. Están incendiando su propio paraíso porque Dios los ha traicionado.

7.6.96

Helguera: el símbolo y la carcajada


Para Payán y para Carmen

El chiste es un disparador de resortes interiores tan intrigantes y misteriosos que Freud le dedicó un libro al tema. Asimov abordó el asunto a su manera: en un cuento cuyo nombre no recuerdo, alguien se dio cuenta de que los mecanismos básicos sobre los que se construyen los chistes, el chassis de los chistes, por así decirlo, forman un conjunto redondo y perfecto que está entre nosotros desde siempre, al que nadie ha hecho modificaciones ni aportaciones. El relato concluye con el descubrimiento de que los chistes fueron introducidos en la humanidad por una cultura extraterrestre como parte de un vasto experimento.

Si el venerable Asimov hubiera vislumbrado la verdad, entonces habría que concluir que Helguera es un psicólogo extraterrestre, porque él sí que inventa articulaciones conceptuales nuevas, y vacunas que actúan en forma desconocida en la glándula de las carcajadas.

Se me ocurre que una de las puntas de la madeja en los cartones de Helguera es una búsqueda rigurosa, y previa a la construcción de sus monos, de los símbolos que permitirán darle cuerpo plástico o verbal a los personajes, instituciones y fuerzas sociales o antisociales a las que retrata. Retratarlas es el acto de sintetizar la vida --nacional, personal, sectorial-- en un escenario de 29 cuadratines de ancho por 18 de alto. Tras esa ventana, el titiritero Antonio mueve sus símbolos para regocijo de todos. La clave es que, al igual que el títere de la cachiporra, los iconos escogidos por Helguera son universalmente reconocibles.

Los cartones de Helguera trabajan en sintonía con la asociación libre de ideas de quien los ve, pero con una anticipación de tres segundos. Por eso son, además de hilarantes, queribles: porque desencadenan la identificación y la complicidad del demonio infantil e irreverente que llevamos dentro y que pugna por gritar, a través de nuestros labios, lo que todos queremos decir pero no nos atrevemos: que el poder --institucional, máximo o mínimo, la Secretaría General de la ONU o el tira de crucero-- pide mordida a sus súbditos sacadólares, se le pasa la mano, se saca los mocos con el dedo como cualquiera, pregona una cosa y hace la contraria, es indolente y güevón a pesar de la corbata, el celular y el coche blindado, y que aunque la mona se vista de Harvard, mona se queda. En suma, que el Rey va desnudo.