4.2.97
La hermandad de los aviones
Curiosa en verdad es la propuesta de Estados Unidos para conformar una fuerza aérea continental. Curiosa porque la aviación militar del país vecino y las de las naciones latinoamericanas no tienen en común más que la crisis vocacional por la que atraviesan en estos tiempos.
La United States Air Force es la flota aérea más poderosa del mundo. Organizada para enfrentar y derrotar a los aviones soviéticos, armada con bombarderos nucleares y aviones de ataque a tierra invisibles al radar, equipada con aparatos interceptores capaces de detectar y destruir, mientras vuelan dos veces más rápidos que el sonido, una bicicleta cualquiera que se pasee treinta kilómetros por debajo, lista para convertir silos nucleares en bolas de fuego, la fuerza aérea estadunidense enfrenta, ciertamente, un severo problema existencial. Ya el hecho de que la única misión de importancia que conoció en los últimos años fuera el bombardeo de las posiciones terrestres de los aterrorizados soldados de Irak resultó una suerte de anticlímax para los miles de guerreros del aire originalmente entrenados para medir sus alas con los MiGs de última generación.
Los pilotos de la USAF han avanzado en las situaciones embarazosas. Su buena puntería quedó de manifiesto cuando aplastaron a varios kurdos iraquíes a los que pretendían auxiliar con el lanzamiento de paquetes de ayuda humanitaria. Y para qué hablar de Somalia, en donde algunos lugareños derribaron un par de helicópteros estadunidenses y se desayunaron a sus tripulantes.
Últimamente, para colmo, se propone destinar a estos ángeles de tecnología de punta a perseguir las avionetas y los jets comerciales que utilizan los narcotraficantes para llevar toneladas de felicidad artificial a las tierras del pay de manzana, y para ello se les pide que confraternicen con sus primos pobres del continente, los cuales tenían en mente misiones muy distintas.
La generalidad de las fuerzas aéreas de Latinoamérica se consolidó en torno a dos objetivos: por una parte, como instrumentos de disuasión en los no siempre potenciales escenarios bélicos surgidos de las añejas rivalidades vecinales que se interponen entre Chile y Argentina, entre Argentina y Brasil, entre Ecuador y Perú, entre Colombia y Venezuela, entre Guatemala y El Salvador, entre otras; por la otra, rociar el napalm que sobró de la guerra de Vietnam sobre bosques y selvas con fines de contrainsurgencia. Ambas circunstancias, la del combate a las guerrillas y la de los conflictos bilaterales, se han ido desdibujando en forma persistente.
Por desgracia o por fortuna, con excepción de la aviación cubana --que es harina de otro costal--, y a pesar de los pocos escuadrones de aviones modernos de que disponen Brasil, Perú, Venezuela, Ecuador y Argentina, las fuerzas aéreas latinoamericanas son de pacotilla. En la década pasada la aviación militar más poderosa de la región fue lanzada a la aventura de las Malvinas, en donde los Mirage, los Skyhawk y los más modestos Pucará fueron derrotados y diezmados por un puñado de aviones Harrier de despegue vertical armados con misiles de última generación. Hoy se ha ensanchado notablemente esa brecha tecnológica entre los mejores medios aéreos de una potencia media del Cono Sur y los de un imperio de segunda como Gran Bretaña.
Pero hasta los aviones militares más humildes y anticuados resultan excesivos para interceptar los vuelos de los narcos, no sólo por los costos de mantenimiento y operación sino, muy especialmente, porque ello significaría un grave riesgo para la aeronavegación civil. Mandar al cielo a las fuerzas aéreas --conjuntas o por separado-- lleva, casi obligadamente, a vetar el espacio aéreo correspondiente a los vuelos comerciales y privados. Cuando hay ambiente de persecución y guerra en el aire, las confusiones son tan fáciles y frecuentes que todo aparato militar que se respete debe llevar a bordo un dispositivo de identificación (IFF) que emite señales electrónicas codificadas para evitar que los pilotos amigos lo derriben por accidente. Y en esas circunstancias los propios gringos pueden ser muy brutos, como lo demostraron en el Golfo Pérsico (antes de la guerra), cuando un barco de guerra de la US Navy destruyó, por error, a un jet de la línea aérea iraní repleto de pasajeros.
Si se trata de combatir la drogadicción y el narcotráfico, el gobierno de Washington tendría un campo de operaciones más importante en las escuelas y los hogares de su propio país que en las bases aéreas y los cielos de América Latina.
En lo que nos concierne, ninguna amenaza sobre los cielos del continente podría justificar la asimétrica alianza que propone Estados Unidos. ¿De qué o de quién tendríamos que defendernos como para uncir nuestras viejas avionetas artilladas a los formidables cazas estadunidenses? ¿No será acaso que la McDonell-Douglas, la General Dynamics, la Northrop y la Grumann necesitan colocar en algún mercado sus mercancías excedentes? Si es así, debiera resultar claro que en América Latina lo último que nos hace falta son los productos de la moda aeronáutica o la asesoría de los ángeles guerreros para colocar un misil antirradiación en un punto preciso. Requerimos, más bien, de aviones y avionetas y helicópteros civiles y desarmados que comuniquen poblaciones, que aligeren el peso de la construcción de infraestructura y que apliquen sus alas, sus reactores y sus hélices, en el combate a la marginación, el aislamiento y la pobreza.
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