20.1.98

Wojtyla y Castro


Ojalá que a alguien le queden claros los significados profundos del encuentro caribeño entre estos dos ancianos intolerantes y autoritarios. Yo alcanzo a ver sólo cargas tanáticas y fanáticas en los intereses comunes del régimen cubano y el papado de las postrimerías del siglo XX.

¿Se trata de un encuentro inducido por la pasión social? Ni por asomo: es cierto que el socialismo real no alcanzó a perder toda la suya antes de fenecer, y que el último sobreviviente de ese Jurásico aún conserva algunos rasgos conmovedores de preocupación por el bienestar de la gente. Pero no puede ser esa preocupación uno de los vasos comunicantes entre Roma y La Habana: el contenido social que pudo haber tenido el mensaje primigenio del Hijo del Carpintero ha sido irremediablemente sepultado, durante dos milenios, por tejido adiposo vaticano. Los sucesores de las heterodoxias pobristas del cristianismo se enfrentan, hoy, al tribunal de los sucesores del Santo Oficio, como bien lo saben Leonardo Boff, Ernesto Cardenal y varios otros. A estas alturas, en materia de combate a la pobreza, la Iglesia católica oficial no tiene una propuesta más elaborada que la limosna, en tanto que el gobierno de Castro no ha podido ir más allá de la tarjeta de racionamiento. Ambas pueden ser vistas, si se desea, como males necesarios que no satisfacen a nadie aunque permiten la sobrevivencia de muchos. Pero de ahí a pensar que se trata de fórmulas compatibles, hay un abismo.

¿Un súbito compromiso postotoñal del Papa con la defensa de la soberanía? El gobierno de Cuba tiene el mérito y el agobio de haberse mantenido firme, durante casi cuatro décadas, solo o acompañado, frente al designio de su arrasamiento. Pero el oficialismo católico en Latinoamérica --no necesariamente los curas de base-- siempre ha hecho buenas rondas con el intervencionismo de Estados Unidos; mientras subsistió el orden bipolar que él contribuyó a destruir, Wojtyla se mantuvo siempre en la cancha opuesta a la de Cuba, y a fin de cuentas la independencia y la autodeterminación --con excepción de las de Polonia ante Moscú-- no han sido nunca una preocupación relevante en el discurso vaticano.

Muy probablemente, el régimen de Castro estará en condiciones de capitalizar, en términos políticos, la ilustrísima visita. Pero hay el riesgo de que el balón de oxígeno que generosamente le ofrece Wojtyla esté lleno más bien de gases venenosos: si hasta ahora el régimen cubano ha podido llevar su relación con la feligresía católica en forma poco conflictiva, la inevitable apertura religiosa que está teniendo lugar en la isla a raíz de la llegada de Juan Pablo II abre un espacio cuyo control político será imposible o casi imposible.

Me parece realista pensar que Wojtyla llega a Cuba a promover sus productos en un mercado espiritual próximo a la apertura --y que, a juzgar por lo que aconteció en Europa del este después de la caída del muro, puede estar en vísperas de una muy reñida competencia--, así como a buscar posiciones de influencia que le permitan a la Iglesia católica erigirse en árbitro central de una transición política no muy lejana.

Todos esos cálculos, y muchos más, puede haber en los entretelones de la visita de Estado del Papa a Cuba. Pero difícilmente explican la empatía profunda que parece haberse establecido entre ambos dirigentes a últimas fechas. Para calibrar su intensidad, basta con cotejar la declaración (14 de diciembre) en la que Castro describió a Wojtyla como ''un verdadero santo'', elogio que suena un tanto impúdico y desmesurado. Lamento suponer que en este inopinado acercamiento tienen un papel definitorio los puntos en común de ambas personalidades. Uno y otro son cruzados de su propia fe, pregoneros de mensajes más bien antiguos y un tanto fundamentalistas; los dos son empecinados sobrevivientes --uno del socialismo, otro del socialismo y del capitalismo-- con historias de resistencia heroica tras ellos; ambos poseen un marcado factor de anacronismo y han de sufrir, me imagino, una sensación de incomodidad en un entorno mundial obscena y generalizadamente volcado al pragmatismo, la frivolidad, el consumismo y los goces materiales; ambos están seguros de que no hay más rutas que las suyas, y los dos perciben el pluralismo, la tolerancia y la diversidad como graves amenazas. Finalmente, tanto Castro como Wojtyla son dos de esos seres cada vez más escasos --por fortuna-- capaces de encontrarle su lado sexy al martirologio. Que Dios los bendiga y que la Historia los absuelva. Según esto, Cristo y El Che, uno en el Cielo y el otro en la inmortalidad histórica, deben estar de plácemes por el encuentro.

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