28.7.98

Balas sobre Washington


Uno abre el periódico y el triste desfiguro armado que escenificó Russell Eugene Weston en el Capitolio, el viernes pasado, puede causar cualquier cosa menos sorpresa. Los armeros y la Asociación Nacional del Rifle se han gastado 40 millones de dólares en una campaña publicitaria tendiente a convencer a la sociedad de Estados Unidos de que disparar armas de fuego es una de las funciones fisiológicas del cuerpo humano: a quién se le va a pasar por la cabeza prohibir la respiración, la sudoración o actividades menos elegantes. Es cierto que vivir en sociedad obliga a ejercer cierto control de esfínteres, pero nadie en su sano juicio se atrevería a regular o restringir por medios legales la portación y posesión de los órganos más comprometedores.

En esa lógica, el pobre Weston sufrió un descontrol súbito y estornudó, o soltó un aire, en el sacro recinto donde medran los más altos representantes de We, the people, con un saldo trágico de dos muertos y una agonizante. Riesgos de romper la etiqueta, ahora el atacante, si sobrevive a sus heridas, puede ser condenado a muerte de la misma manera que habría podido perder el trabajo si se hubiera sacado un moco frente al jefe inmediato.

En esta misma línea de pensamiento, algo que podría reprochársele al gatillero solitario es que se comporta como niño chiquito. En efecto, si se pasa lista a los episodios de tiroteo escolar ocurridos en Estados Unidos en los últimos doce meses, no queda más que preguntarse si la conducta de Weston no es una escenificación, en el aula del Capitolio, de las masacres protagonizadas por menores frustrados o iracundos que lograron amasar pequeños arsenales juntando sus domingos, o saqueando el armario de papá, o combinando ambas técnicas. Diríase, entonces, que en materia de violencia armada, los adultos tienden a imitar el ejemplo de los niños. De ahí la importancia de que estos últimos observen conductas adecuadas y edificantes para evitar la posibilidad de que sus enseñanzas corrompan a los mayores.

Antes de tirar el periódico por ahí, en un gesto inútil para superar la desazón, acaso se pueda dejar de lado la coherencia pétrea de Charlton Heston, abrir algún recodo para la piedad y pensar un instante en ese par de policías muertos que seguramente irán a un paraíso de pizzas, donas y tiendas Radio Shack; en la turista herida, que sin duda está viviendo la experiencia más terrible de su paso por este planeta instamatic y Advantix¿, y en el propio Weston, que soñaba con ser hijo bastardo de John F. Kennedy, que alucinaba que las antenas parabólicas intentaban controlarlo mediante ondas magnéticas, y que en el fondo no busca sino escapar de su espantosa soledad.

21.7.98

Machel y Mandela


Con esa clase de noticias da la impresión de que en el mundo todavía hay lugar para uno que otro final feliz. A pesar de la torpeza, la mala fe y la crueldad de casi todos los gobernantes del mundo, un presidiario de solemnidad y una viuda combativa pueden sobrevivir a décadas de espanto y tomarse de la mano por el tiempo que les quede de vida. Se dirá que, al menos una vez en este siglo que ya mero concluye, dos víctimas de las peores fobias armadas pudieron, a la postre, entrar en los palacios de sus verdugos y casarse, allí, en una ceremonia extraña con ecos de El amor en los tiempos del cólera y un cuento de hadas escenificado entre zulúes.

Si uno recuerda bien, los racistas blancos hicieron pasar al novio 27 años en un calabozo hediondo. Al primer marido de la novia lo mataron con un misil antiaéreo cuando fatigaba en avión los cielos del África negra para estrechar los lazos entre los países agredidos por Pretoria.

Cuando por fin salió libre, Nelson Mandela tuvo que enterarse de las tropelías, delitos y corruptelas cometidas al amparo de su apellido por su segunda mujer, Winnie. Mientras encabezaba la demolición del régimen del apartheid y la transición suave a una cosa menos inhumana, el anciano luchador se enfrentaba también a los episodios de un divorcio con saña y escándalo.

A fin de cuentas, Mandela se encontró libre de la prisión, soltero de la inefable Winnie y en la presidencia de una potencia regional con el subsuelo relleno de uranio y de diamantes.

Una vez extinto el régimen de los afrikaners, Sudáfrica puede empezar a curar su propia miseria e incluso jalar hacia el desarrollo a sus vecinos paupérrimos. En el cono sur del continente negro hay ahora, en lugar de una constelación de guerras carniceras, un foco de esperanza para el siglo XXI.

En esta centuria ese continente, cuna de la humanidad, ha sido, para las potencias del Norte y para los organismos internacionales, tierra de pillaje, campo de experimentación de armas, laboratorio de recetas económicas estúpidas --como el remplazo de siembras alimenticias ancestrales por cultivos de agroexportación, que ha influido decisivamente en las hambrunas bíblicas del subsahara--, centro de experimentación de toda suerte de paradigmas redentores, estereotipo cinematográfico del mundo salvaje y, en el mejor de los casos, objeto de la más autocomplaciente piedad cristiana.

Llega el relevo de siglo. Con sus 80 años a cuestas, Nelson Mandela trabaja para curar las heridas que dejaron en su país siglos de racismo violento y para fortalecer los lazos con las otras naciones de la región. Ahora se ha casado en terceras nupcias con Graca Machel, una viuda otoñal, sobreviviente de las guerras y los atentados en el vecino Mozambique, y ha reivindicado el derecho de todos al final feliz.

Por una vez en la vida me gustaría comprar el Hola para enterarme, allí, de los pormenores de la boda. Pero sospecho que, a pesar de la relevancia mundial de los novios, esa revista no va a reseñar la buena nueva, porque tanto Nelson como Graca son negros y el color de su piel podría no verse bien entre las caras rosáceas que se asoman en el fino papel satinado del mensuario español. Y ojalá me equivoque.

14.7.98

Un país contra la tele


El 8 de julio el gobierno afgano dio a la población un plazo de dos semanas para destruir los televisores, las antenas y las cintas y aparatos de video que hayan sobrevivido a la prohibición que pesa sobre estos artefactos desde hace año y medio. La medida, que hace apenas dos décadas habría sido aplaudida por no pocos enfermos de la izquierda latinoamericana (porque en esa época causaba furor el lugar común de ''la caja idiota''), fue dictada por un inverosímil Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Supresión del Vicio, y está siendo aplicada a rajatabla por la Policía Religiosa, en cumplimiento de una interpretación polpotiana de la Shaira. Pasado el plazo fatal se perseguirá a los numerosos ciudadanos que, en ausencia de señales televisivas locales, se afanan en captar las que proceden del extranjero mediante antenas parabólicas hechizas, fabricadas con ruedas de bicicleta, ollas de cobre o esqueletos de ventiladores.

En el Afganistán talibán también están proscritas el arte y la industria de la fotografía porque dan fundamento a las prácticas idólatras, abominadas desde siempre por el Islam. Cualquier tienda que exhiba fotos en sus vitrinas se hace merecedora a la clausura.

Hoy en día, uno puede escandalizarse --o no-- ante semejantes medidas. Al margen de ello, no deja de parecer enigmática e inquietante esta inopinada rebelión de fines de milenio contra la cultura visual e iconográfica que domina el mundo. Si la ouija aún no ha sido prohibida como herramienta para hacer entrevistas y si los mediums son un género de los medios, habría que preguntarle a Marshall MacLuhan su interpretación de este suceso que pone entre interrogaciones el entusiasmo occidental ante la encarnación tardía de la aldea global y el advenimiento de las autopistas de la información.

''Lo audiovisual es el nuevo lenguaje. Está constituido por todas las otras formas de expresión y por el arte de combinarlas (...) La fuerza de su impacto, muy superior a todas las demás, llevará a cada cual, por razones varias, comerciales, pedagógicas o de seducción, a utilizar cada vez más este lenguaje (...) Aprenderemos a vender, a convencer, enseñaremos y nos presentaremos (...) por medio de este arte que implicará un desarrollo importante de todos los instrumentos de la puesta en escena...'' Estas palabras (Leo Sheer, La democracia virtual), emblemáticas del discurso predominante que resuena en los edificios inteligentes recubiertos de vidrios polarizados y arrullados por el murmullo de los faxes, se quedan sin sustancia cuando tres ayatolas con respaldo popular y fusiles cuerno de chivo toman por asalto un país, silencian su único canal de tele, hacen piras con las filmotecas, ahorcan tubos de rayos catódicos en las plazas públicas, vetan toda forma de música --con excepción de los himnos religiosos-- y prohíben a las niñas que vayan a la escuela.

No se trata, por cierto, de una confrontación entre el pasado y la modernidad, sino de un conflicto entre dos caras de la segunda. Las indigestiones con literatura sacra (bíblica o coránica, no importa) y los afanes por trasvestir evangelios en códigos penales resultan características de nuestra época. Los rabinos artillados, los talianes en su lucha contra las ondas hertzianas y los providas entrenados a conciencia en su manipulación mediática son, ni modo, nuestros contemporáneos. Están determinados, en la era de los debates públicos, a ignorar las voces que no armonicen con sus propios gaznates desinfectados y puros. En tiempos de la diversidad, Dios les ha ordenado erradicar a los diversos. La tolerancia que, a pesar de ellos, se abre paso en el mundo, les funciona como amenaza, como desafío, como acicate para reafirmarse en su propia intolerancia. Desconocen la ambigüedad, la vacilación y la rectificación. En la medida en que la lucidez mundial se empeñe en ignorarlos, bien puede ocurrir que de ellos sea el reino en el siglo XXI. Por lo pronto (13 de julio), los talibanes han conquistado (es decir, han liberado de todo mal) 85 por ciento del territorio afgano.

7.7.98

Eskatos


Parece que ahora sí la humanidad está por llegar a su término. Diríase que, entre los nervios agónicos de las eliminatorias futboleras y las luces cada vez más rojas que emiten las economías del lejano oriente y los terremotos mortíferos en Turquía, la carrera atómica entre dos naciones harapientas y un Clinton que se empeña en celebrar nada con sus amigos chinos, una enorme planta va a posarse sobre la humanidad justo el día del estreno de Godzilla.

En el acontecer de todos los días, cada país encuentra evidencia suficiente de que la Gran Final está próxima: el derrumbe escatológico tiene cara de colapso ambiental con pájaros y delfines fallecidos, de mortandad humana por virus invencibles, de tragedia cromosómica a causa de experimentos con bioingeniería o de quiebra masiva de mercados bursátiles.

Los apocalípticos más humildes --que, curiosamente, son también, los más despabilados desde el punto de vista mercadotécnico-- preconizan que de aquí a quinientos días los sistemas de cómputo del planeta sucumbirán a su propia incapacidad para procesar la fecha fatídica y entrarán en una etapa de regresión: lo de menos serán los fallos en los cajeros automáticos y en las cajas del supermercado; lo más grave ocurrirá cuando se borre la memoria de las torres de control y los aviones caigan al suelo, los trenes choquen entre ellos a causa de los errores en los sistemas de control y las consolas maestras de las presas ahoguen a los pueblos de los alrededores. A estas alturas los datos están tan embrollados que no se sabe si ha llegado el momento de hacer un hueco en el baño para sembrar lechugas, zanahorias y otros cultivos de autosubsistencia, o si todo este ruido de trompetas del Juicio Final es una estrategia brillante para vender consultorías de a 300 dólares la hora.

Lo malo de todo este barullo mundial es que no siempre son claras las diferencias entre un ministro de Economía y un charlatán. Los individuos capaces de profetizar cualquier cosa han entrado --por la puerta mediática, para colmo-- a los ámbitos político y empresarial y, en correspondencia, los políticos y los empresarios no vacilan en echar mano del susto colectivo cuando sus votos o sus réditos empiezan a ir a la baja. Tal vez el arte de la persuasión esté cediendo su lugar a la tecnología del chantaje --electoral, político, comercial--, que es más sencilla y ahorra el uso intensivo de recursos humanos.

Por las razones que sea, en donde quiera se respira un aire melancólico de vals postrero a bordo del Titanic. Lo milagroso es que, en ese aire, no se hayan multiplicado, hasta donde se sabe, las agencias de viajes a la eternidad que ofrecen a precios de charter el suicidio colectivo, o por lo menos los planes para organizar las fiestas del 31 de diciembre del 99 en sótanos blindados repletos de latas de atún, galones de agua purificada y rollos de papel de baño.

A quienes no ocupamos un asiento en la ONU o en el consejo de administración de Microsoft o en algún congreso nacional o local nos queda, como consuelo, que el ingreso de la mercancía apocalipsis al mercado masivo no deja de agregar un excitante toque de tensión narrativa en el guión más o menos aburrido de nuestras pequeñas existencias.

A ver.