Sea bienvenido, señor Karol Wojtyla, Juan Pablo II, sucesor
de Pedro. Que el amor generoso de su grey mexicana lo reconforte y alivie; que
su visita rinda frutos positivos; que los aires emponzoñados de este valle no
acentúen los males de su salud precaria.
Es, la de usted, una representación trascendente: en su
persona confluyen la autoridad máxima del filón más numeroso de seguidores de
Cristo, la jefatura de un Estado, la cabeza de una organización transnacional
con millones de empleados, decenas de millones de fieles e intereses
celestiales y terrenos inconmensurables.
Tal vez la conjunción de estas investiduras explique el
revuelo que provoca su llegada. Ante la importancia de todos sus cargos humanos
y divinos, acepto con resignación las parvadas de ángeles de la guardia que,
munidos de walkie-talkie y escuadra 9 milímetros, revolotean en mi barrio y en
muchos otros, y que han colocado a incontables habitantes de esta ciudad en
condición de estado de sitio.
Más allá de esas molestias pasajeras, su presencia me hace
evocar viejas preguntas sobre los problemas de ser Papa, es decir, de conciliar
las potestades y atribuciones de las que es depositario alguien como usted y
que, a ojos de un profano, parecen contradictorias. Pienso, por ejemplo, en la
disyuntiva entre ser el más autorizado anunciador de la Buena Nueva --la
presencia del Hijo del Carpintero, el que echó del Templo a los mercaderes-- y
ser, al mismo tiempo, jerarca de una burocracia que asimila las más modernas
prácticas mercantiles y que ha descubierto la tecnología para empaquetar la fe
en bolsas de papas fritas. No es una banalidad, señor Wojtyla: el frenesí
comercializador al que asistimos es un rasgo característico --como el
ahondamiento de las desigualdades, el arrasamiento de las economías débiles, la
satanización, nunca mejor dicho, del Estado de bienestar-- de una modernidad
que usted, desde su trono pontificio, contribuyó a implantar en el mundo, y que
ahora combate.
Pienso, también, en la consigna de la defensa absoluta de la
vida humana, enarbolada por la Iglesia Católica, y la absolución de los
gobiernos que practican la pena de muerte, preceptos discordantes que conviven
en las páginas de su catecismo.
Pienso en el mensaje de amor y caridad pregonado urbi et
orbi y me vienen a la mente los curas que comparten la suerte de sus pueblos y
a los que, por esa actitud, el Vaticano somete a un implacable acoso teológico
y administrativo; recuerdo las directrices de opresión y marginación que emanan
de Roma para las mujeres católicas del mundo; evoco la carencia absoluta de
compasión --ya no digamos de comprensión-- hacia las personas que asumen el
libre albedrío de su cuerpo; reparo en una jerarquía eclesiástica que convierte
la superstición y la ignorancia en preceptos morales y que se ha convertido en
cómplice de la muerte y copropagadora de la epidemia más asoladora de nuestro
tiempo. Imagine por un momento, señor Juan Pablo II, el panorama de salud
pública que tendríamos hoy si algún antecesor de usted hubiese proclamado,
contra las vacunas del sarampión o la tuberculosis, una prohibición semejante a
la que usted mantiene contra el uso de condones. Concluyo que usted y sus
hombres han contribuido a que la humanidad esté más enferma y diezmada de lo
que podría estar si dejaran a los epidemiólogos hacer su trabajo.
Volviendo a su presencia aquí, recuerdo que hace un tiempo
usted mostró grandeza y humildad y pidió perdón, en nombre de su Iglesia, por
la barbaridad que ésta cometió, hace varios siglos, contra Galileo. Creo que en
este suelo sería bienvenido, por parte de usted, un acto de contrición
semejante por los infames procesos inquisitoriales a que fueron sometidos, a
principios del XIX, Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos y Pavón,
próceres, ambos, entrañables para los mexicanos, a pesar de lo que digan los
dislates a que induce el alzheimer caribeño.
Los procesos de canonización de Juan Diego, de León Toral y
de otros que no recuerdo, sin duda incrementan el sentido de pertenencia de los
fieles nacionales y tal vez, si culminan, hagan sentirse menos solo a Felipe de
Jesús, único representante de este país en el santoral católico. Una disculpa y
una muestra de arrepentimiento de parte de usted, señor Wojtyla, por la
complicidad de la Iglesia Católica en los asesinatos de los dos más importantes
padres de esta Nación, lo haría a usted más amado entre los católicos de
México, y más respetado entre los mexicanos no católicos.
Y nuevamente, señor Karol Wojtyla, Juan Pablo II, sucesor de
Pedro, le deseo buena suerte y una visita feliz.
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