22.1.99

Epístola a Juan Pablo II


Sea bienvenido, señor Karol Wojtyla, Juan Pablo II, sucesor de Pedro. Que el amor generoso de su grey mexicana lo reconforte y alivie; que su visita rinda frutos positivos; que los aires emponzoñados de este valle no acentúen los males de su salud precaria.

Es, la de usted, una representación trascendente: en su persona confluyen la autoridad máxima del filón más numeroso de seguidores de Cristo, la jefatura de un Estado, la cabeza de una organización transnacional con millones de empleados, decenas de millones de fieles e intereses celestiales y terrenos inconmensurables.

Tal vez la conjunción de estas investiduras explique el revuelo que provoca su llegada. Ante la importancia de todos sus cargos humanos y divinos, acepto con resignación las parvadas de ángeles de la guardia que, munidos de walkie-talkie y escuadra 9 milímetros, revolotean en mi barrio y en muchos otros, y que han colocado a incontables habitantes de esta ciudad en condición de estado de sitio.

Más allá de esas molestias pasajeras, su presencia me hace evocar viejas preguntas sobre los problemas de ser Papa, es decir, de conciliar las potestades y atribuciones de las que es depositario alguien como usted y que, a ojos de un profano, parecen contradictorias. Pienso, por ejemplo, en la disyuntiva entre ser el más autorizado anunciador de la Buena Nueva --la presencia del Hijo del Carpintero, el que echó del Templo a los mercaderes-- y ser, al mismo tiempo, jerarca de una burocracia que asimila las más modernas prácticas mercantiles y que ha descubierto la tecnología para empaquetar la fe en bolsas de papas fritas. No es una banalidad, señor Wojtyla: el frenesí comercializador al que asistimos es un rasgo característico --como el ahondamiento de las desigualdades, el arrasamiento de las economías débiles, la satanización, nunca mejor dicho, del Estado de bienestar-- de una modernidad que usted, desde su trono pontificio, contribuyó a implantar en el mundo, y que ahora combate.

Pienso, también, en la consigna de la defensa absoluta de la vida humana, enarbolada por la Iglesia Católica, y la absolución de los gobiernos que practican la pena de muerte, preceptos discordantes que conviven en las páginas de su catecismo.

Pienso en el mensaje de amor y caridad pregonado urbi et orbi y me vienen a la mente los curas que comparten la suerte de sus pueblos y a los que, por esa actitud, el Vaticano somete a un implacable acoso teológico y administrativo; recuerdo las directrices de opresión y marginación que emanan de Roma para las mujeres católicas del mundo; evoco la carencia absoluta de compasión --ya no digamos de comprensión-- hacia las personas que asumen el libre albedrío de su cuerpo; reparo en una jerarquía eclesiástica que convierte la superstición y la ignorancia en preceptos morales y que se ha convertido en cómplice de la muerte y copropagadora de la epidemia más asoladora de nuestro tiempo. Imagine por un momento, señor Juan Pablo II, el panorama de salud pública que tendríamos hoy si algún antecesor de usted hubiese proclamado, contra las vacunas del sarampión o la tuberculosis, una prohibición semejante a la que usted mantiene contra el uso de condones. Concluyo que usted y sus hombres han contribuido a que la humanidad esté más enferma y diezmada de lo que podría estar si dejaran a los epidemiólogos hacer su trabajo.

Volviendo a su presencia aquí, recuerdo que hace un tiempo usted mostró grandeza y humildad y pidió perdón, en nombre de su Iglesia, por la barbaridad que ésta cometió, hace varios siglos, contra Galileo. Creo que en este suelo sería bienvenido, por parte de usted, un acto de contrición semejante por los infames procesos inquisitoriales a que fueron sometidos, a principios del XIX, Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos y Pavón, próceres, ambos, entrañables para los mexicanos, a pesar de lo que digan los dislates a que induce el alzheimer caribeño.

Los procesos de canonización de Juan Diego, de León Toral y de otros que no recuerdo, sin duda incrementan el sentido de pertenencia de los fieles nacionales y tal vez, si culminan, hagan sentirse menos solo a Felipe de Jesús, único representante de este país en el santoral católico. Una disculpa y una muestra de arrepentimiento de parte de usted, señor Wojtyla, por la complicidad de la Iglesia Católica en los asesinatos de los dos más importantes padres de esta Nación, lo haría a usted más amado entre los católicos de México, y más respetado entre los mexicanos no católicos.

Y nuevamente, señor Karol Wojtyla, Juan Pablo II, sucesor de Pedro, le deseo buena suerte y una visita feliz.

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