En lo que va de este año, cada vuelta del minutero me ha
dejado 4 millones 566 mil 210 dólares, lo que hace un promedio de 76 mil 103
dólares con cincuenta centavos por minuto. Lo que es lo mismo, cada uno de mis
segundos se cotiza en mil 268 dólares con cuarenta centavos, y cada mañana
amanezco 109 millones 589 mil 40 dólares más acaudalado que la víspera. El
éxito de mi taxímetro se debe a que en todo el planeta cientos de gobiernos,
decenas de miles de organizaciones, millones de empresas y cientos de millones
de personas, compran cada día los productos que fabrico. En su gran mayoría se
trata de bienes intangibles: mis clientes adquieren una caja de cartón
cuidadosamente diseñada que contiene un par de cuadernos de instrucciones y un
disco compacto, o varios. En éste van grabados conjuntos de instrucciones para
computadora. Si hubiera que reducir a su mínima esencia mi mercancía, diría que
ésta consiste en interminables y complejas combinaciones de unos y ceros. En
algún momento supe armar esas secuencias, pero ahora me dedico a promover y a
vender las que producen mis miles de empleados. Es un negocio redondo: salvo la
mercadotecnia y la publicidad, que exigen cuantiosas inversiones, los costos de
fabricación son muy reducidos. El trabajo humano ųque lo pago bienų es mi
principal insumo.
El dinero acumulado desde que empecé en esto de la
programación me ha sumado atributos personales que no esperaba. La gente voltea
hacia mí y me pregunta cómo está conformado el presente y cuál será la
consistencia del futuro. Empecé siendo programador. Luego fui empresario, y
ahora soy el emperador de mi propia fortuna que es, con mucho margen, la mayor
del mundo. Pero además soy filósofo, sociólogo y profeta. La gente me ha puesto
en ese sitial, y yo disfruto mi papel. Procuro aplicar en todas las
circunstancias un sentido del humor fácil y digerible, y no alejarme demasiado
del sentido común en las frases que pronuncio ante auditorios masivos de
escuchas ávidos. Los que acuden a mis conferencias desean contagiarse de un
poco de mi capacidad de previsión. A fin de cuentas, yo supe hacer lo correcto
en el momento correcto y en el lugar correcto. Algo le debo al azar, pero mi
mérito principal fue apostar a una moda comercial y tecnológica que estaba a
punto de inundar el planeta y transformar la vida de la gente. Sé que, después
de haberlas pronunciado, mis palabras serán entrecomilladas y citadas por
empresarios, comunicadores y hasta antropólogos, así que más vale no desvariar.
El desvarío es un peligro constante. Supongo que muchos, en
mi situación, se volverían locos, perderían el sentido de la realidad,
trastocarían el orden de las cosas. No es fácil preservar la cordura cuando se
gana, en un minuto, lo que un estadunidense de clase media alta percibe a lo
largo de un año, o cuando en un día se amasa una cantidad equivalente al
presupuesto de una universidad de tamaño mediano. Es inevitable la tentación de
trasladar el valor de las posesiones al valor de las personas: una hora de mi
existencia vale, en esa lógica, lo mismo que las vidas enteras de 3 mil 600
campesinos africanos. Uno de mis días es equivalente a un municipio
latinoamericano con todo y sus habitantes, sus construcciones, sus clínicas,
sus talleres, sus camas, su red de agua potable. Una de mis semanas vale tanto
como una colonia de clase media en Buenos Aires, México o Santiago. Con un año
de mis ingresos podría comprar un país en desarrollo. Cuando mis hijos crezcan,
sabrán que cada tarde que pasé con ellos tuvo un costo de 40 millones de
dólares. Es, la mía, la paternidad más cara de la historia. Visto de esa
manera, mis vástagos crecen con una deuda formidable y creciente sobre sus
hombros. Cada pleito conyugal me cuesta, desde esa perspectiva, una fortuna.
Pero no. No estoy loco, y el tiempo que no se me va en la
preservación de mi riqueza lo ocupo en imaginar formas viables y razonables de
hacer que prospere: inventar y vender, aplastar a los competidores ųque me
quedan pocos, y están maltrechosų, abrir nichos de mercado virgen en Uganda y
Namibia, concebir un sistema operativo para refrigeradores inteligentes, torcer
el brazo a la industria de electrodomésticos para que fabrique planchas que
corran Windows, diseñar un entorno tridimensional que te permita entrar de
cuerpo entero en el monitor de la computadora, sin quitarte los zapatos, y pasear
por bambalinas virtuales y acariciar con la mano íconos corpóreos y con
textura. Eso me hará, de alguna manera, semejante a Dios. Y ya que hablo de Él,
recuérdenme que le ofrezca la Dirección de Ventas. A lo que se ve en los
billetes cuyo tacto ha dejado de serme familiar, ese tipo debe ser un gran
ejecutivo.
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